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Es indudable que advierte mi zozobra, pues sus ojos, que evitan los míos, tienen la mirada dura, altiva, de quien quiere demostrar a todos que nada de lo que pueda ocurrir importa. En eso, Marcos llega con mi vieja maleta verdecida por los hongos. Hago un nuevo gesto de denegación, pero mi mano se abre para recibir los Cuadernos de… Perteneciente a…

que en ellas colocan. La voz del piloto, que mucho debe apetecer la recompensa ofrecida, suena enérgicamente para apremiarme. Ahora, el mestizo sube al avión llevando los instrumentos musicales que deberían estar en posesión del Curador. Le digo que no, y luego que sí, pensando que el bastón de ritmo, las sonajeras y la jarra funeraria, al partir envueltos en sus esteras de fibra, me librarán de las presencias que todavía turbaban mi sueño en las noches de la cabaña. Bebo lo que quedaba en la cantimplora de aluminio. Y, de repente, es la decisión: iré a comprar las pocas cosas que me son necesarias para llevar, aquí, una vida tan plena como la conocen los demás. Todos ellos, con sus manos, con su vocación, cumplen un destino. Caza el cazador, adoctrina el fraile, gobierna el Adelantado. Ahora soy yo quien debe tener también un oficio -el legítimo – fuera de los oficios que aquí requieren el esfuerzo común. Dentro de algunos días regresaré para siempre, luego de haber enviado los instrumentos al Curador y de haberme comunicado con Ruth, para explicarle la situación lealmente y pedirle un pronto divorcio. Comprendo ahora que mi adaptación a esta vida fuera acaso demasiado brusca; mi pasado exigía el cumplimiento de un último deber, con la rotura del vínculo legal que me ataba todavía al mundo de allá. Ruth no había sido una mala mujer, sino la víctima de su vocación malograda. Aceptaría todas las culpas cuando comprendiera la inutilidad de obstaculizar el divorcio o reclamar cosas imposibles a un hombre que conocía los caminos de la evasión. Y, dentro de tres o cuatro semanas, yo estaría de vuelta en Santa Mónica de los Venados, con todo lo necesario para trabajar durante varios años.

En cuanto a la obra producida, la llevaría el Adelantado a Puerto Anunciación, cuando le tocara bajar al poblado, quedando al cuidado del correo fluvial: los directores y músicos amigos a quienes sería destinada se entenderían con ella, ejucutándola o no. Me sentía curado de toda vanidad a ese respecto, aunque me creyera capaz, ahora, de expresar ideas, de inventar formas, que curaran la música de mi tiempo de muchas torceduras. Aunque sin envanecerme de lo ahora sabido -sin buscar la huera vanidad del aplauso-, no debía callarme lo que sabía.

Un joven, en alguna parte, esperaba tal vez mi mensaje, para hallar en sí mismo, al encuentro de mi voz, el mundo liberador. Lo hecho no acababa de estar hecho mientras otro no lo mirara. Pero bastaba que uno solo mirara para que la cosa fuera, y se hiciera creación verdadera por la mera palabra de un Adán nombrando.

El piloto me pone la mano en el hombro con gesto imperativo. Rosario parece ajena a todo. Le explico entonces, en pocas palabras, lo que acabo de decidir. Ella no responde, encogiéndose de hombros con una expresión que ha pasado a ser despectiva.

Le entrego, entonces, como prueba, los apuntes del Treno. Le digo que, para mí, esos cuadernos son la cosa más valiosa después de ella. «Te los puedes llevar», me dice con acento rencoroso, sin mirarme.

La beso, pero se me zafa con gesto rápido, huyendo de los brazos que la abrazaban, y se aleja, sin volver la cabeza, con algo de animal que no quiere ser acariciado. La llamo, le hablo, pero en ese instante arranca el motor del avión. Los indios prorrumpen en una grita jubilosa. Desde la cabina de mando, el piloto me hace una última seña. Y una puerta metálica se cierra detrás de mí. Los motores arman un estrépito que no me deja pensar. Y luego es el ir hasta el extremo de la explanada; es la media vuelta seguida de una inmovilidad trepidante, que parece encajar las ruedas en el suelo fangoso. Y ya las copas de los árboles quedan abajo; pasamos rasando la Meseta de los Petroglifos, y giramos sobre Santa Mónica de los Venados, cuya Plaza Mayor ha sido invadida nuevamente por los vecinos. Veo a fray Pedro que hace molinetes con su cayado. Veo el Adelantado, de brazos en jarras, que mira hacia arriba, junto a Marcos, que sacude su sombrero de cogollo.

Sola en el sendero que conduce a nuestra casa, Rosario camina sin alzar la vista del suelo, y me estremezco al advertir que su cabellera negra, que cuelga a ambos lados de la cabeza -dividida por una raya cuyo olor un poco animal me vuelve deleitosamente al olfato-, tiene algo de velo de viuda. Lejos, en el lugar donde cayó Nicasio, hay un gran revuelo de buitres. Una nube se espesa debajo de nosotros, y por buscar bonanza ascendemos hacia una niebla opalescente que nos aisla de todo. Avisado de que volaremos durante largo tiempo sin visibilidad, me acuesto en el piso del avión y me duermo, algo aturdido por el licor y la mucha altitud que vamos alcanzando.

CAPITULO SEXTO

Y lo que llamáis morir es acabar de morir, y lo que llamáis nacer es empezar a morir, y lo que llamáis vivir es morir viviendo.

QUEVEDO. Los sueños

XXXIV

(18 de julio)

Acabamos de atravesar un manso espesor de nubes sobre el cual pintábamos todavía -a través de arcos truncos, de obeliscos carcomidos, de colosos con cara de humo- las claridades del día, para hallar, abajo, el crepúsculo de la ciudad cuyas luces empiezan a encenderse. Algunos se divierten en ubicar un estadio, un parque, una avenida principal, entre tantas geometrías luminosas, paseando los índices sobre los cristales de las ventanillas. Mientras otros se alegran de llegar, yo me acerco con angustiosa opresión a ese mundo que dejé hace mes y medio, según cálculo hecho sobre los calendarios en uso, cuando en realidad he vivido la pasmosa dilatación de seis inmensas semanas que escaparon a las cronologías de este clima. Mi esposa ha dejado el teatro para interpretar un nuevo papel: el papel de esposa. Esa es la tremenda novedad que me tiene volando sobre los humos de suburbios que jamás creía ver más, en vez de estar preparando ya la vuelta a Santa Mónica de los Venados,, donde Tu mujer me aguarda con los apuntes del Treno, que ya tendrán resmas y resmas de papel donde desarrollarse.

Para más contrasentido, la gente que me rodea, y para quien fui la gran atracción del viaje, parece envidiarme: todos me mostraron recortes de publicaciones en que Ruth aparece, en nuestra casa, rodeada de periodistas, o bien irguiendo una silueta plañidera ante las vitrinas del Museo Organográfico, o mirando un mapa con expresión dramática en el apartamento del Curador. Una noche, estando en escena -me cuentan-, tuvo una corazonada. Rompió a sollozar a media réplica, y, saliendo del drama a poco de iniciar el diálogo con Booth, fue directamente a la redacción de un gran diario, revelando que no se tenían noticias mías, que yo había de estar de regreso desde los comienzos del mes, y que mi maestro -quien fuere a verla aquella tarde- estaba realmente inquieto al no saber de mí. Pronto se evocaron las figuras de exploradores, de viajeros, de sabios, cautivos de tribus sanguinarias -con Fawcett en primer lugar, desde luego-, y Ruth, en el colmo de la emoción, pidió que el periódico exigiera mi rescate, dando un premio a quien me hallara en la gran mancha verde, inexplorada, que el Curador había señalado como la zona geográfica de mi destino.

A la mañana siguiente, Ruth era patética figura de actualidad, y mi desaparición, ignorada la víspera, se hacía noticia de un interés nacional. Todas mis fotografías pasaron a ser publicadas, incluso la de mi primera comunión -esa primera comunión aceptada por mi padre a regañadientes- frente a la iglesia de Jesús del Monte, y las de uniforme, en las ruinas de Monte Cassino, y la otra, frente a la Villa Wahnfried, con los soldados negros. El Curador explicó á la prensa, con grandes elogios, mi teoría -¡tan absurda me parece hoy!- del mimetismo-mágico-rítmico, en tanto que mi esposa ha trazado un hermoso y plácido cuadro de nuestra vida conyugal.

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