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Si en estos países se moría por pasiones que me fueran incomprensibles, no por ello era la muerte menos muerte. Al pie de ruinas contempladas sin orgullo de vencedor, yo había puesto el pie, más de una vez, sobre los cuerpos de hombres muertos por defender razones que no podían ser peores que las que aquí se invocaban. En ese momento pasaron varios carros blindados -desechos de nuestra guerra -, y al cabo del trueno de sus cremalleras pareció que el combate de calle hubiera cobrado una mayor intensidad. En las inmediaciones de la fortaleza de Felipe II, las descargas se fundían por momentos en un fragor compacto que no dejaba oír ya el estampido aislado, estremeciendo el aire con una ininterrumpida deflagración que acudía o se alejaba, según soplara el viento, con embates de mar de fondo.

A veces, sin embargo, se producía una pausa repentina.

Parecía que todo hubiera terminado. Se escuchaba el llanto de un niño enfermo en el vecindario, cantaba un gallo, golpeaba una puerta. Pero, de pronto, irrumpía una ametralladora y volvíase al estruendo, siempre apoyado por el desgarrado ulular de las ambulancias. Un mortero acababa de abrir fuego cerca de la Catedral antigua, en cuyas campanas topaba a veces una bala con sonoro martillazo.

«Eh, bien, c'est gai», exclamó a nuestro lado una mujer de voz cantarína y grave, con algo engolado, que se nos presentó como canadiense y pintora, divorciada de un diplomático centroamericano.

Aproveché la oportunidad para dejar a Mouche en conversación con alguien, para apurar un alcohol fuerte que me hiciese olvidar la presencia, tan cercana, de los cadáveres que acababan de atiesarse ahí, junto a la acera. Luego de un almuerzo de fiambres que no anunciaba banquetes futuros, transcurrieron las horas de la tarde con increíble rapidez, entre lecturas deshilvanadas, partidas de cartas, conversaciones llevadas con la mente puesta en otra cosa, que mal disimulaban la general angustia.

Cuando cayó la noche, Mouche y yo nos dimos a beber desaforadamente, encerrados en nuestra habitación, por no pensar demasiado en lo que nos envolvía; al fin, hallada la despreocupación suficiente para hacerlo, nos dimos al juego de los cuerpos, hallando una voluptuosidad aguda y rara en abrazarnos, mientras otros, en torno nuestro, se entregaban a juegos de muerte. Había algo del frenesí que anima a los amantes de danzas macabras en el afán de estrecharnos más -de llevar mi absorción a un grado de hondura imposible- cuando las balas zumbaban ahí mismo, detrás de las persianas o se incrustaban, con roturas del estuco, en el domo que coronaba el edificio. Al fin quedamos dormidos sobre la alfombra clara del piso. Y fue ésa la primera noche, en mucho tiempo, que dio descanso sin antifaz ni drogas.

VI

(Viernes, 9)

Al día siguiente, impedidos de salir, tratamos de acomodarnos a la realidad de bu~go sitiado, de nave en cuarentena, que nos imponían los acontecimientos.

Pero, lejos de inducir a la pereza, la trágica situación que reinaba en las calles se había traducido, entre estas paredes que nos defendían del exterior, en una necesidad de hacer algo. Quien tenía un oficio trataba de armar taller u oficina, como para demostrar a los demás que en las situaciones anormales era necesario afincarse en la permanencia de un empeño. En el estrado de música del comedor, un pianista ejecutaba los trinos y mordentes de un rondó clásico, buscando sonoridades de clavicémbalo bajo las teclas demasiado duras. Las segundas partes de una compañía de ballet hacían barras a lo largo del bar, mientras la estrella perfilaba lentos arabescos sobre el encerado del piso, entre mesas arrimadas a las paredes. Sonaban máquinas de escribir en todo el edificio. En el salón de correspondencia, los negociantes revolvían el contenido de grandes carteras de becerro. Frente al espejo de su habitación, el Kappelmeister austríaco, invitado por la Sociedad Filarmónica de la ciudad, dirigía el Réquiem de Brahms con gestos magníficos, dando las entradas fugadas a un vasto coro imaginario. No quedaba una revista, una novela policíaca, una lectura distrayente, en el puesto de periódicos y publicaciones. Mouche fue en busca de su traje de baño, pues se habían abierto las puertas de un patio resguardado, donde unos pocos inactivos tomaban baños de sol en torno a una fuente de mosaicos, entre arecas en tiestos y ranas de cerámica verde. Noté con alguna alarma que los huéspedes precavidos habían hecho provisión de tabaco, vaciando de cigarrillos el expendio del hotel. Me acerqué a la entrada del hall, cuya reja de bronce estaba cerrada. Afuera, el tiroteo había disminuido en intensidad. Parecía más bien que hubiera como pequeños grupos, guerrillas, que se enfrentaban en distintos barrios, librando batallas cortas, pero implacables, a juzgar por la precipitación con que las armas eran disparadas. En los techos y azoteas sonaban tiros aislados. Había un gran incendio en la parte norte de la ciudad: algunos afirmaban que era un cuartel lo que así ardía. Ante la inexpresividad que tenían para mí los apellidos que parecían dominar los acontecimientos, renuncié a hacer preguntas.

Me sumí en la lectura de periódicos viejos, hallando cierta diversión en las informaciones de localidades lejanas, que a menudo se referían a tormentas, cetáceos arrojados a las playas, sucesos de brujería. Dieron las once -hora que yo esperaba con cierta impaciencia- y observé que las mesas del bar seguían arrimadas a las paredes. Se supo entonces que los últimos sirvientes fieles se habían marchado, poco después del alba, para sumarse a la revolución. Esta noticia, que no me pareció mayormente alarmante, tuvo el efecto de producir un verdadero pánico entre los huéspedes. Abandonando sus ocupaciones, acudieron todos al hall, donde el gerente trataba de aplacar los ánimos. Al saber que no habría pan ese día, una mujer rompió a llorar.

En eso, un grifo abierto escupió una gárgara herrumbrosa, aspirando luego una suerte de tirolesa que corrió por todos los caños del edificio. Al ver caer el chorro que brotaba de la boca del tritón, en medio de la fuente, comprendimos que desde aquel instante sólo podríamos contar con nuestras reservas de agua, que eran pocas. Se habló de epidemias, de plagas, que serían acrecentadas por el clima tropical. Alguien trató de comunicarse con su Consulado: los teléfonos no tenían corriente, y su mudez los hacía tan inútiles, mancos como estaban, con el bracito derecho colgándoles del gancho de las reclamaciones, que muchos, irritados, los zarandeaban, los golpeaban sobre las mesas, para hacerlos hablar. «Es el Gusano»

decía el gerente, repitiendo el chiste que, en la capital, había acabado por ser la explicación de todo lo catastrófico. «Es el Gusano.» Y yo pensaba en lo mucho que se exaspera el hombre, cuando sus máquinas dejan de obedecerle, en tanto que andaba en busca de una escalera de mano, para lanzarme hasta la ventanilla de un baño del cuarto piso, desde la cual podía mirarse afuera sin peligro. Cansado de otear un panorama de tejados, advertí que algo sorprendente ocurría al nivel de mis suelas. Era como si una vida subterránea se hubiera manifestado, de pronto, sacando de las sombras una multitud de bestezuelas extrañas. Por las cañerías sin agua, llenas de hipos remotos, llegaban raras liendres, obleas grises que andaban, cochinillas de caparachos moteados, y, como engolosinados por el jabón unos ciempiés de poco largo, que se ovillaban al menor susto, quedando inmóviles en el piso como una diminuta espiral de cobre. De las bocas de los grifos surgían antenas que avizoraban, desconfiadas, sin sacar el cuerpo que las movía. Los armarios se llenaban de ruidos casi imperceptibles, papel roído, madera rascada, y quien hubiera abierto una puerta, de súbito, habría promovido fugas de insectos todavía inhábiles en correr sobre maderas enceradas, que de un mal resbalón quedaban de patas arriba, haciéndose los muertos. Un pomo de poción azucarada, dejado sobre un velador, atraía una ascensión de hormigas rojas. Había alimañas debajo de las alfombras y arañas que miraban desde el ojo de las cerraduras. Unas horas de desorden, de desatención del hombre por lo edificado, habían bastado, en esta ciudad, para que las criaturas del humus, aprovechando la sequía de los caños interiores, invadieran la plaza sitiada. Una explosión cercana me hizo olvidar los insectos. Volví al hall, donde la nerviosidad llegaba a su colmo. El Kappelmeister apareció en lo alto de la escalera, batuta en mano, atraído por las discusiones gritadas de los presentes.

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