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Cuando me acerco a la carne de Rosario, brota de mí una tensión que, más que llamada del deseo, es incontenible apremio de un celo primordial: tensión del arco armado, entesado, que, luego de disparar la flecha, vuelve al descanso de la forma recobrada.

Tu mujer está cerca. La llamo y acude. No estoy aquí para pensar. No debo pensar. Ante todo sentir y ver. Y cuando de ver se pasa a mirar, se encienden raras luces y todo cobra una voz. Así, he descubierto, de pronto, en un segundo fulgurante, que existe una Danza de los Arboles. No son todos los que conocen el secreto de bailar en el viento. Pero los que poseen la gracia, organizan rondas de hojas ligeras, de ramas, de retoños, en torno a su propio tronco estremecido.

Y es todo un ritmo el que se crea en las frondas; ritmo ascendente e inquieto, con encrespamientos y retornos de olas, con blancas pausas, respiros, vencimientos, que se alborozan y son torbellino, de repente, en una música prodigiosa de lo verde. Nada hay más hermoso que la danza de un macizo de bambúes en la brisa. Ninguna coreografía humana tiene la euritmia de una rama que se dibuja sobre el cielo.

Llego a preguntarme a veces si las formas superiores de la emoción estética no consistirán, simplemente, en un supremo entendimiento de lo creado.

Un día, los hombres descubrirán un alfabeto en los ojos de las calcedonias, en los pardos terciopelos de la falena, y entonces se sabrá con asombro que cada caracol manchado era, desde siempre, un poema.

XXIX

Llueve sin cesar desde hace dos días. Hubo una larga obertura de truenos bajos que parecieron rodar sobre el suelo mismo, entre las mesetas, colándose en las oquedades, retumbando en los socavones, y, de súbito, fue el agua. Como las palmas del techo estaban resecas, pasamos la primera noche mudando las hamacas de un lugar a otro, en inútil busca de un espacio sin goteras. Luego, un torrente fongoso comenzó a correr debajo de nosotros, sobre el piso, y, para salvar los instrumentos colectados, tuve que colgarlos de las vigas que sostienen la cobija.

El amanecer nos halló a todos desconcertados, con las ropas húmedas, rodeados de lodo. Mal se encendían los fuegos, y las viviendas se llenaron de un humo acre que hacía llorar. Media iglesia ha caído, por los efectos de la lluvia sobre el bahareque aún mal fraguado, y fray Pedro, con el hábito anudado a la cintura y un simple guayuco puesto sobre el sexo, está tratando de apuntalar la apuntalable, con ayuda de algunos indios. Su pésimo humor cubre al Adelantado de invectivas, por no haberle ayudado a terminar la obra con el dictado de una medida de emergencia. Luego vuelve a llover, y es lluvia, y más lluvia y nada más que lluvia, hasta el atardecer.

Y luego es la noche otra vez. No tengo el consuelo, siquiera, de poder abrazar a Rosario, que «no puede», y cuando esto le acontece se torna arisca, huraña, pareciendo que todo gesto de cariño le fuera odioso. Me duermo con dificultad, en el ruido universal y constante del agua que corre por doquiera, borrando todo ruido que no sea ruido de agua, como si hubiésemos llegado a los tiempos de las cuarenta arduas noches… Al cabo de algún tiempo de sueño -lejos debe estar el alba todavía- me despierto con una rara sensación de que, en mi mente, acaba de realizarse un gran trabajo: algo como la maduración y compactación de elementos informes, disgregados, sin sentido al estar dispersos, y que, de pronto, al ordenarse, cobran un significado preciso.

Una obra se ha construido en mi espíritu; es «cosa»

para mis ojos abiertos o cerrados, suena en mis oídos, asombrándose por la lógica de su ordenación.

Una obra inscrita dentro de mí mismo, y que podría hacer salir sin dificultad, haciéndola texto, partitura, algo que todos palparan, leyeran, entendieran.

Muchos años atrás me había dejado llevar, cierta vez, por la curiosidad de fumar opio: recuerdo que la cuarta pipa me produjo una suerte de euforia intelectual que trajo una repentina solución a todos los problemas de creación que entonces me atormentaban.

Lo veía todo claro, pensado, medido, hecho.

Cuando saliera de la droga, no tendría más que tomar el papel pautado y en algunas horas nacería de mi pluma, sin dolor ni vacilaciones, un Concierto que entonces proyectaba, con molesta incertidumbre acerca del tipo de escritura por adoptar. Pero al día siguiente, cuando salí del sueño lúcido y quise de verdad tomar la pluma, tuve la mortificante revelación de que nada de lo pensado, imaginado, resuelto, bajo los efectos del Benares fumado, tenía el menor valor: eran fórmulas adocenadas, ideas sin consistencia, invenciones descabelladas, imposibles transferencias estéticas de plástica o sonidos, que las gotas burbujeantes, trabajadas entre dos agujas, habían sublimado al calor de la lámpara. Lo que me ocurre esta noche, aquí, en la oscuridad, rodeado del ruido de las goteras que caen en todas partes, es muy semejante a lo que inició, para mí, aquella delirante lucubración; pero esta vez la euforia se nutre de conciencia; las ideas mismas buscan un orden, y hay ya, en mi cerebro, una mano que tacha, enmienda, delimita, subraya. No tengo que regresar de las torpezas de una embriaguez para poder concretar mi pensamiento: sólo me es preciso esperar al amanecer, que me traerá la claridad necesaria para hacer los primeros esbozos del Treno. Porque el título de Treno es el que se ha impuesto a mi imaginación durante el sueño.

Antes de caer en las estúpidas actividades que me hubieran alejado de la composición -mi pereza de entonces, mi flaqueza ante toda incitación al placer no eran, en el fondo, sino formas del miedo a crear sin estar seguro de mí mismo- había meditado mucho acerca de ciertas posibilidades nuevas de acoplar la palabra con la música. Para enfocar mejor el problema había repasado, desde luego, la larga y hermosa historia del recitativo, en sus funciones litúrgicas y profanas. Pero el estudio del recitativo, de los modos de recitar cantando, de cantar diciendo, de buscar la melodía de las inflexiones del idioma, de enredar la palabra dentro del acompañamiento o de liberarla, por el contrario, del sostén armónico; todo ese proceso que tanto preocupa a los compositores modernos, luego de Mussorgsky y Debussy, llegándose a los logros exasperados, paroxísticos, de la escuela vienesa, no era, en realidad, lo que me interesaba. Yo buscaba más bien una expresión musical que surgiera de la palabra desnuda, de la palabra anterior a la música -no de la palabra hecha música por exageración y estilización de sus inflexiones, a la manera impresionista-, y que pasara de lo hablado a lo cantado de modo casi insensible, el poema haciéndose música, hallando su propia música en la escansión y la prosodia, como ocurrió probablemente con la maravilla del Dies Irae, Dies Illa del canto llano, cuya música parece nacida de los acentos naturales del latín. Yo había imaginado una suerte de cantata, en que un personaje con funciones de corifeo se adelantara hacia el público, y, en un total silencio de la orquesta, luego de reclamar con un gesto la atención del auditorio, comenzara a decir un poema muy simple, hecho de vocablos de uso corriente, sustantivos como hombre, mujer, casa, agua, nube, árbol, y otros que por su elocuencia primordial no necesitaran del adjetivo. Aquello sería como un verbo-génesis. Y, poco a poco, la repetición misma de las palabras, sus acentos, irían dando una entonación peculiar a ciertas sucesiones de vocablos, que se tendría el cuidado de hacer regresar a distancias medidas, a modo de un estribillo verbal. Y empezaría a afirmarse una melodía que tuviera -yo lo quería así- la sencillez lineal, el dibujo centrado en pocas notas, de un himno ambrosiano -Aeterne rerum conditor- que es, para mí, el estado de la música más cercano a la palabra.

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