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Cuando las aguas en creciente les aislan durante meses en alguna región de entremos, y han pelado los árboles como termes, devoran larvas de avispa, triscan hormigas y liendres, escarban la tierra y tragan los gusanos y las lombrices que les caen bajo las uñas, antes de amasar la tierra con los dedos y comerse la tierra misma. Apenas si conocen los recursos del fuego. Sus perros huidizos, con ojos de zorros y de lobos, son perros anteriores a los perros.

Contemplo los semblantes sin sentido para mí, comprendiendo la inutilidad de toda palabra, admitiendo de antemano que ni siquiera podríamos hallarnos en la coincidencia de una gesticulación. El Adelantado me agarra por un brazo y me hace asomarme a un hueco fangoso, suerte de zahurda hedionda, llena de huesos roídos, donde veo, erguirse las más horribles cosas que mis ojos hayan conocido: son como dos fetos vivientes, con barbas blancas, en cuyas bocas belfudas gimotea algo semejante al vagido de un recién nacido; enanos arrugados, de vientres enormes, cubiertos de venas azules como figuras de planchas anatómicas, que sonríen estúpidamente, con algo temeroso y servil en la mirada, metiéndose los dedos entre los colmillos. Tal es el horror que me producen esos seres, que me vuelvo de espaldas a ellos, movido, a la vez, por la repulsión y el espanto. «Cautivos -me dice el Adelantado sarcástico-, cautivos de los otros que se tienen por la raza superior, única dueña legítima de la selva.» Siento una suerte de vértigo ante la posibilidad de otros escalafones de retroceso, al pensar que esas larvas humanas, de cuyas ingles cuelga un sexo eréctil como el mío, no sean todavía lo último. Que puedan existir, en parte, cautivos de esos cautivos, erigidos a su vez en especie superior, predilecta y autorizada, que no sepan roer ya ni los huesos dejados por sus perros, que disputen carroñas a los buitres, que aullen su celo, en las noches del celo, con aullidos de bestia. Nada común hay entre estos entes y yo. Nada. Tampoco tengo que ver con sus amos, los tragadores de gusanos, los lamedores de tierra, que me rodean… Y, sin embargo, en medio de las hamacas apenas hamacas -cunas de lianas, más bien-, donde yacen y fornican y procrean, hay una forma de barro endurecida al sol: una especie de jarra sin asas, con dos hoyos abiertos lado a lado, en el borde superior, y un ombligo dibujado en la parte convexa con la presión de un dedo apoyado en la materia, cuando aún estuviese blanda.

Esto es Dios. Más que Dios: es la Madre de Dios. Es la Madre, primordial de todas las religiones. El principio hembra, genésico, matriz, situado en el secreto prólogo de todas las teogonias. La Madre, de vientre abultado, vientre que es a la vez ubres, vaso y sexo, primera figura que modelaron los hombres, cuando de las manos naciera la posibilidad del Objeto. Tenía ante mí a la Madre de los Dioses Niños, de los totems dados a los hombres para que fueran cobrando el hábito de tratar a la divinidad, preparándose para el uso de los Dioses Mayores. La Madre, «solitaria, fuera del espacio y más aún del tiempo», de quien Fausto pronunciara el sólo enunciado de Madre, por dos veces, con terror. Viendo ahora que las ancianas de pubis arrugado, los trepadores de árboles y las hembras empreñadas me miran, esbozo un torpe gesto de reverencia hacia la vasija sagrada. Estoy en morada de hombres y debo respetar a sus Dioses…

Pero he aquí que todos echan a correr. Detrás de mí, bajo un amasijo de hojas colgadas de ramas que sirven de techo, acaban de tender el cuerpo hinchado y negro de un cazador mordido por un cróralo.

Fray Pedro dice que ha muerto hace varias horas. Sin embargo, el Hechicero comienza a sacudir una calabaza llena de gravilla -único instrumento que conoce esta gente- para tratar de ahuyentar a los mandatarios de la Muerte. Hay un silencio ritual, preparador del ensalmo, que lleva la expectación de los que esperan a su colmo. Y en la gran selva que se llena de espantos nocturnos, surge la Palabra. Una palabra que es ya más que palabra.

Una palabra que imita la voz de quien dice, y también la que se atribuye al espíritu que posee el cadáver. Una sale de la garganta del ensalmador; la otra, de su vientre. Una es grave y confusa como un subterráneo hervor de lava; la otra, de timbre mediano, es colérica y destemplada. Se alternan. Se responden. Una increpa cuando la otra gime; la del vientre se hace sarcasmo cuando la que surge del gaznate parece apremiar. Hay como portamentos guturales, prolongados en aullidos; sílabas que, de pronto, se repiten mucho, llegando a crear un ritmo; hay trinos de súbito cortados por cuatro notas que son el embrión de una melodía. Pero luego es el vibrar de la lengua entre los labios, el ronquido hacia adentro, el jadeo a contratiempo sobre la maraca.

Es algo situado mucho más allá del lenguaje, y que, sin embargo, está muy lejos aún del canto. Algo que ignora la vocalización, pero es ya algo más que palabra. A poco de prolongarse, resulta horrible, pavorosa, esa grita sobre el cadáver rodeado de perros mudos. Ahora, el Hechicero se le encara, vocifera, golpea con los talones en el suelo, en lo más desgarrado de un furor imprecatorio que es ya la verdad profunda de toda tragedia -intento primordial de lucha contra las potencias de aniquilamiento que se atraviesan en los cálculos del hombre-. Trato de mantenerme fuera de esto, de guardar distancias.

Y, sin embargo, no puedo sustraerme a la horrenda fascinación que esta ceremonia ejerce sobre mí…

Ante la terquedad de la Muerte, que se niega a soltar su presa, la Palabra, de pronto, se ablanda y descorazona.

En boca del Hechicero, del órfico ensalmador, estertora y cae, convulsivamente, el Treno -pues esto y no otra cosa es un treno-, dejándome deslumhrado por la revelación de que acabo de asistir al Nacimiento de la Música.

XXIV

(Sábado, 23 de junio)

Hace dos días que andamos sobre el armazón del planeta, olvidados de la Historia y hasta de las oscuras migraciones de las eras sin crónicas. Lentamente, subiendo siempre, navegando tramos de torrentes entre una cascada y otra cascada, caños quietos entre un salto y otro salto, obligados a izar las barcas al compás de salomas de peldaño en peldaño, hemos alcanzado el suelo en que se alzan las Grandes Mesetas.

Lavadas de su vestidura -cuando la tuvieron- por milenios de lluvias, son Formas de roca desnuda, reducidas a la grandiosa elementalidad de una geometría telúrica. Son los monumentos primeros que se alzaron sobre la corteza terrestre, cuando aún no hubiera ojos que pudieran contemplarlos, y su misma vejez, su abolengo impar, les confiere una aplastante majestad. Los hay que parecen inmensos cilindros de bronce, pirámides truncas, largos cristales de cuarzo parados entre las aguas. Los hay, más abiertos en la cima que en la base, todos agrietados de alvéolos, como gigantescas madréporas. Los hay que tienen una misteriosa solemnidad de Puertas de Algo -de Algo desconocido y terrible- a que deben conducir esos túneles que se ahondan en sus flancos, a cien palmos sobre nuestras cabezas. Cada meseta se presenta con una morfología propia, hecha de aristas, de cortes bruscos, de perfiles rectos o quebrados.

La que no se adorna de un obelisco encarnado, de un farallón de basalto, tiene una terraza flanqueante, se recorta en biseles, afila sus ángulos, o se corona de extraños cipos que semejan figuras en procesión. De pronto, rompiendo con esa severidad de lo creado, algún arabesco de la piedra, alguna fantasía geológica, se confabula con el agua para poner un poco de movimiento en este país de lo inconmovible. Es, allá, una montaña de granito casi rojo, que suelta siete cascadas amarillas por el almenaje de una cornisa cimera. Es un río que se arroja al vacío y se deshace en arcoiris sobre la cuesta jalonada de árboles petrificada. Las espumas de un torrente bullen bajo enormes arcos naturales, acrecidos por ecos atronadores, antes de dividirse y caer en una sucesión de estanques que se derraman unos en otros. Se adivina que arriba, en las cumbres, en el escalonamiento de las últimas planicies lunares, hay lagos vecinos de las nubes que guardan sus aguas vírgenes en soledades nunca holladas por una planta humana. Hay escarchas en el amanecer, fondos helados, orillas opalescentes, y honduras que se llenan de noche antes del crepúsculo. Hay monolitos parados en el borde de las cimas, agujas, signos, hendeduras que respiran sus nieblas; peñascos rugosos, que son como coágulos de lava -meteoritas, acaso caídas de otro planeta. No hablamos. Nos sentimos sobrecogidos ante el fausto de las magnas obras, ante la pluralidad de los perfiles, el alcance de las sombras, la inmensidad de las explanadas.

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