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Fray Pedro de Henestrosa había tenido la suprema merced que el hombre puede otorgarse a sí mismo: la de salir al encuentro de su propia muerte, retarla y caer traspasado en lucha que sea, para el vencido, asaeteada victoria de Sebastián: confusión y derrota final de la muerte.

XXXVII

(8 de diciembre)

Cuando el muchacho que me guiaba señaló la casa, diciendo que allí estaba la posada nueva, me detuve con dolorosa sorpresa: detrás de esas paredes espesas, bajo ese tejado cubierto de yerbas mecidas por el viento, habíamos velado cierta noche al padre de Rosario. Allá, en una cocina enorme, me había acercado a Tu mujer por vez primera, con una oscura conciencia de su futura importancia. Ahora nos sale al paso un Don Melisio, cuya «Doña», negra enana, agarra tres maletas de manos de los mozos que me siguen y se las empila sobre la cabeza como si nada pesaran los papeles y libros que las llenan hasta reventarles las correas, alejándose hacia el patio con los ojos salidos de la cara. Las habitaciones están como antes, aunque sin el cándido adorno de los cromos viejos. El patio guarda las mismas matas; la cocina, aquella tinaja ventruda que daba a las voces una resonancia de nave de catedral. La vasta sala del frente, en cambio, ha sido transformada en comedor y tienda mixta, con grandes rollos de cuerdas en los rincones y varios estantes en que hay latas de pólvora negra, bálsamos y aceites, y medicinas en frascos de formas desusadas, como destinadas a enfermedades de otro siglo. Don Melisio me explica que compró la casa a la madre de Rosario, y que ésta, con todas sus hijas solteras, ha ido a reunirse con una hermana que tiene tras de los Andes, a once o doce jornadas de viaje. Una vez más me admiro ante la naturalidad con que las gentes de estas tierras consideran el ancho mundo, echándose a navegar o a rodar durante semanas largas, con sus hamacas enrolladas en el hombro, sin los sustos del hombre cultivado ante las distancias que los precarios medios de transporte hacen inmensas. Además, el plantar la tienda en otra parte, pasar del estuario a la cabecera de un río, mudar la vivienda a la otra banda de un llano que tarda días en cruzarse, forma parte del innato concepto de libertad de seres ante cuyos ojos se presenta la tierra sin cercados, cipos ni deslindes. El suelo, aquí es de quien quiera tomarlo: a fuego y a machete se limpia una orilla de río, se para una cobija sobre cuatro horcones, y esto es ya un hato que lleva el nombre de quien se proclama su dueño, como los antiguos Conquistadores, rezando un Padrenuestro y arrojando ramas al viento.

No se es más rico por ello; pero en Puerto Anunciación, el que no se cree poseedor del secreto de un yacimiento de oro, se siente terrateniente. El perfume a sarrapia y a vainilla que llena la casa me pone de buen humor. Y luego, es esa presencia del fuego, nuevamente, en la chimenea donde chisporrotea un pernil de danta, por todas sus grasas que ya huelen a bellotas desconocidas. Ese regreso al fuego, a la lumbre viva, a la llama que danza, a la pavesa que salta y encuentra, en la ardorosa sabiduría del rescoldo, una resplandeciente vejez, bajo la arrugada grisura de las cenizas. Pido una botella y vasos a la enana negra Doña Casilda, y mi mesa es de quien quiera recordar que aquí estuve hace siete meses -lo cual me trae comensales al cabo de un rato-.

Ahí están, con sus noticias de más arriba o de más abajo, el Pescador de Toninas, el hombre de los manatíes, el carpintero que tan bien medía los ataúdes a ojo de buen cubero, y un mozo lento de gestos, con perfil aindiado, a quien llaman Simón, y que, hastiado de ser zapatero en Santiago de los Aguinaldos, viene ahora de remontar los ríos menos navegados en una canoa llena de mercancías destinadas al trueque. En respuestas a mis primeras preguntas, se me confirma la muerte de fray Pedro: su cadáver fue hallado, traspasado de flechas y con el tórax abierto, por uno de los hermanos de Yannes. Como tremendo aviso a quienes pretendieron hollar sus dominios, los indios bravios pusieron el cuerpo mutilado en una curiara, llevada luego por las aguas hasta donde la encontrara el griego, cubierta de buitres, a la orilla de un caño. «Es el segundo que muere así», comenta el Carpintero añadiendo que entre los barbudos esos los hay que tienen las bragas muy bien puestas.

Ahora, para mala suerte mía, me dicen que el Adelantado ha estado en Puerto Anunciación hace apenas quince días. Y otra vez se repiten las leyendas que corren acerca de lo que se posee o busca en la selva.

Simón me revela que en la cabecera de ríos inexplorados tuvo la sorpresa de encontrar gente establecida que levantaba casas y sembraba la tierra, sin buscar el oro. Otro sabe de quien ha fundado tres ciudades y las ha llamado Santa Inés, Santa Clara y Santa Cecilia, a la advocación de las patronas de sus tres hijas mayores. Cuando la enana negra Doña Casilda nos trae la tercera botella de aguardiente avellanado, Simón se ha ofrecido ya a llevarme, en su canoa, hasta donde encontré los instrumentos destinados al Curador. Le digo que voy a buscar otra colección de tambores y de flautas, para no explicar el verdadero objeto de mi viaje. De allí seguiré adelante con los remeros indios de la otra vez, que conocen el rumbo. El mozo no ha navegado por esos lugares y sólo vio de muy lejos, alguna vez, los contrafuertes primeros de las Grandes Mesetas. Pero me comprometo a guiarlo más allá de la antigua mina de los griegos. Al cabo de tres horas de remo, río arriba, tenemos que encontrar aquel valladar de árboles -aquella muralla de troncos, como trazada a cordel – donde está la entrada del caño de paso. Buscaré la señal incisa, que es identificación del pasadizo abovedado de ramas. Más allá, siempre hacia el Este con ayuda de la brújula, hemos de caer en el otro río, donde me agarrara la tempestad, cierta tarde memorable de mi existencia. Llegado a donde hallé los instrumentos, veré cómo me desprendo de mi compañero de viaje, siguiendo con la gente de la aldea… Seguro ya de salir mañana, me acuesto con una deliciosa sensación de alivio. Ya esas arañas que tejen entre las vigas del techo no serán para mí de mal agüero. Cuando todo parecía perdido, allá -¡y qué de allá me parece todo ahora!- fue zanjado el vínculo legal, y un acierto en la composición de un falso concierto romántico destinado al cine me abrió la puerta del laberinto. Estoy, por fin, en los umbrales de mi tierra de elección, con todo lo necesario para trabajar durante mucho tiempo. Por precaución ante mí mismo, por cumplir con una vaga superstición que consiste en admitir la posibilidad de lo peor para conjurarlo y alejarlo, quiero imaginar que algún día me canse de lo que aquí vengo a buscar; pienso que alguna obra mía me imponga el deseo de regresar allá por el tiempo de una edición. Pero entonces, aun sabiendo que finjo admitir lo que no admito, me asalta un verdadero miedo: miedo a todo lo que acabo de ver, de padecer, de sentir pesar sobre mi existencia. Miedo a las tenazas, miedo al bolge. No quiero volver a hacer mala música, sabiendo que hago mala música. Huyo de los oficios inútiles, de los que hablan por aturdirse, de los días hueros, del gesto sin sentido, y del Apocalipsis que sobre todo aquello se cierne. Estoy ansioso de sentir nuevamente el correr de la brisa entre mis muslos; estoy impaciente por hundirme en los torrentes fríos de las Grandes Mesetas, y volverme sobre mí mismo, debajo del agua, para vez cómo el cristal vivo que me circunda se tiñe de un verde claro en la luz que nace. Y, sobre todo, estoy tan ansioso de sopesar a Rosario con mi cuerpo entero, de sentir su calor abierto sobre mi carne en pálpito, y cuando mis manos recuerdan sus corvas, sus hombros, la honda blandura hallada bajo su vellón corto y duro, los embates del deseo se me hacen casi dolorosos en su apremio. Sonrío, pensando que escapé de la Hidra, tomé el Navio Argos, y que quien ostenta la Cabellera de Berenice debe estar al pie de las Rúbricas del Diluvio, ahora que pasaron las lluvias, recogiendo las yerbas que tanto hacía macerar en jarras de burbujeantes remedios, ennoblecidos por el sereno de luna o el albor de los cierzos amanecidos. Vuelvo a ella más consciente que antes de amarla, por cuanto he pasado por nuevas Pruebas; por cuanto he visto el teatro y el fingimiento en todas partes. Además, aquí se plantea una cuestión de trascendencia mayor para mi andar por el Reino de este Mundo -la única cuestión, en fin de cuentas, que excluye todo dilema: saber si puedo disponer de mi tiempo o si otros han de disponer de él, haciéndome bogavante o espaldero de galeras, según el celo puesto por mí en no vivir y servirlos-. En Santa Mónica de los Venados, mientras estoy con los ojos abiertos, mis horas me pertenecen. Soy dueño de mis pasos y los afinco en donde quiero.

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