Pero hay algo más, que me irrita sobremanera: el periódico, que tan generosamente acaba de premiar a los aviadores por mi rescate, muy dado a congraciarse con el hogar y la familia, se empeña en presentarme a sus lectores como un personaje ejemplar.
Una temática persistente se hace demasiado audible tras la prosa de los artículos que se refieren a mí: soy un mártir de la investigación científica, que torna al regazo de la esposa admirable; también en el mundo del teatro y del arte puede hallarse la virtud conyugal; el talento no se excusa para infringir las normas de la sociedad; vean la Pequeña Crónica de Ana Magdalena, evoquen el apacible hogar de Mendelssohn, etc. Cuando me voy enterando de todo lo hecho por sacarme de la selva, me siento a la vez avergonzado e irritado. Yo he costado al país una verdadera fortuna: más de lo necesario para asegurar una existencia holgada a varias familias por una vida entera. En mi caso, como en el de Fawcett, me sobrecoge el absurdo de una sociedad capaz de soportar fríamente el espectáculo de ciertos suburbios -como ésos, sobre los cuales estamos volando, con sus niños hacinados bajo planchas de palastro-, pero que se enternece y sufre pensando que un explorador, etnógrafo o cazador, pueda haberse extraviado o ser cautivo de bárbaros, en el desempeño de un oficio libremente elegido, que incluye tales riesgos en sus reglas, como es albur del toreo recibir cornadas. Millones de seres humanos han sido capaces de olvidar, por un tiempo, las guerras que se ciernen sobre el orbe, para estar pendientes de noticias mías. Y los que ahora se disponen a aplaudirme, ignoran que van a aplaudir a un embustero.
Porque todo, en este vuelo que ahora se arrumba hacia la pista es embuste. Estaba yo en el bar del hotel donde habíamos velado al Kappelmeister, cuando, venida del otro extremo del hemisferio, me llegó la voz de Ruth por el hilo del teléfono. Lloraba y reía, y estaba rodeada, allá, de tanta gente, que apenas entendí lo que quería decirme. De pronto, fueron expresiones de amor, y la noticia de que había abandonado el teatro para estar siempre junto a mí, y que iba a tomar el primer avión para reunirse conmigo. Aterrado por ese propósito, que la traería a mi terreno, en la antesala misma de mi evasión, allí donde el divorcio se hacía sumamente largo y difícil en virtud de leyes muy hispánicas, que incluían rogativas al Tribunal de la Rota, le grité que permaneciera en nuestra casa y que quien tomaría el avión aquella misma noche sería yo. En la despedida confusa, entrecortada de sonidos parasitarios, creí oír algo acerca de que quería ser madre.
Pero luego, repasando mentalmente cuanto inteligible hubiera emergido de la conversación, quedé con el pulso en suspenso, preguntándome si había dicho que quería ser madre o que iba a ser madre. Esto ultimo, para desventura mía, estaba dentro de las posibilidades, puesto que me había acoplado con ella, por última vez, en rutinario rito dominical, hacía menos de seis meses. Ese fue el momento en que acepté la suma considerable ofrecida por el periódico de mi rescate para reservarle la exclusividad de innumerables mentiras -ya que son cincuenta cuartillas de mentiras las que voy a vender ahora-. No puedo, en efecto, revelar lo que de maravilloso ha tenido mi viaje, puesto que ello equivaldría a poner los peores visitantes sobre el rumbo de Santa Mónica y del Valle de las Mesetas. Por suerte, los pilotos que me hallaron sólo se refirieron a una misión en sus reportes, por el hábito verbal de llamar «misión» todo lugar apartado donde un fraile ha plantado una cruz. Y como las misiones no inspiran mayor curiosidad al público, puedo callarme muchas cosas.
Lo que venderé, pues, es una patraña que he idr repasando durante el viaje: prisionero de una tribmás desconfiada que cruel; logré fugarme, atravesando, solo, centenares de kilómetros de selva; al fin, extraviado y hambriento, llegué a la «misión» donde me encontraron. Tengo en mi maleta una novela famosa, de un escritor suramericano, en que se precisan los nombres de animales, de árboles, refiriéndose leyendas indígenas, sucedidos antiguos, y todo lo necesario para dar un giro de veracidad a mi relato.
Cobraré mi prosa, y con una suma de dinero que puede asegurar a Ruth unos treinta años de vida apacible, plantearé el divorcio con menos remordimientos.
Porque es indudable que mi caso ha venido a agravarse, en lo moral, con esta duda acerca de su gravidez -gravidez que explicaría su brusca deserción del teatro y la necesidad de acercarse a mí-.
Siento que habré de combatir la más terrible de todas las tiranías: la que suelen ejercer los que aman sobre la persona que no quiere ser amada, asistidos por la tremenda fuerza de una ternura y una humildad que desarman la violencia y acallan las palabras de repudio. No hay peor adversario, en una lucha como la que voy a librar, que quien acepta todas las culpas y pide perdón antes de que le señalen la puerta.
Apenas dejo la escalerilla del avión, la boca de Ruth acude a mi encuentro y su cuerpo me busca en la inesperada intimidad creada por los abrigos abiertos que se hacen uno a ambos lados de nuestros flancos; reconozco el contacto de sus senos y de su vientre bajo el ligero tejido que los viste, y es luego un prorrumpir en sollozos sobre mi hombro.
Estoy cegado por mil relámpagos que son como espejos rotos en el atardecer del aeródromo. Pero llega ya el Curador, que se me abraza emocionado; viene luego la delegación de la Universidad, encabezada por el Rector y los Decanos de las Facultades; varios altos funcionarios del gobierno y de la municipalidad, el director del periódico -¿no estaba también ahí Extieich, con el pintor de las cerámicas y la bailarina?
– , y, finalmente, el personal de mi estudio de sincronización, con el presidente de la empresa y el comisionado de relaciones públicas -completamente borracho ya-. De la confusión y el aturdimiento que me envuelven veo surgir, como venidos de muy lejos, muchos rostros que ya había olvidado: rostros de tantos y tantos que conviven estrechamente con nosotros durante años, por la práctica común de un oficio o la concurrencia obligada a un área de trabajo, y que, sin embargo, a poco de dejar de verse, desaparecen con sus nombres y el sonido de las palabras que decían. Escoltado por esos espectros me encamino hacia la recepción del Ayuntamiento. Y observo a Ruth, ahora, bajo las arañas de la galería de los retratos, y me parece que interpreta el mejor papel de su vida: enredando y desenredando un inacabable arabesco, se hace poco a poco el centro del acto, su eje de gravitación, y quitando toda iniciativa a las demás mujeres, usurpa las funciones de ama de casa con una gracia y una movilidad de bailarina.
Está en todas partes; se desliza detrás de las columnas, desaparece para resurgir en otro lugar, ubicua, inasible; entona el gesto cuando un fotógrafo la acecha; alivia una jaqueca importante, hallando la oblea oportuna en su cartera; regresa a mí con una golosina o una copa en la mano, me contempla con emoción por espacio de un segundo, me roza con su cuerpo con gesto íntimo, que cada cual cree ser el único en haber sorprendido; va, viene, coloca unr palabra ingeniosa donde alguien citó a Shakespeare, da una breve declaración a la prensa, afirma que me acompañará la próxima vez que yo vaya a la selva; se yergue, esbelta, ante el camarógrafo, de las actualidades, y es su actuación tan matizada, diversa, insinuante, dándose sin dejar de guardar las distancias, haciéndose admirar de cerca aunque siempre atenta a mí, usando de mil artimañas inteligentes para ofrecerse a todos como la estampa de la dicha conyugal, que dan ganas de aplaudir. Ruth, en esta recepción, tiene la estremecida alegría de la espos: que va a vivir -esta vez sin el dolor de la desflo ración- una segunda noche de bodas; es Genoveva de Brabante, vuelta al castillo; es Penélope oyendo a Ulises hablarle del lecho conyugal; es Griseldis, engrandecida por la fe y la espera. Al fin, cuando presiente que sus recursos van a agotarse, que una reiteración puede quitar relumbre al juego de la Protagonista, habla tan persuasivamente de mi fatiga, de mi deseo de reposo y de intimidad, después de tantas y tan crueles tribulaciones, que nos dejan marchar, entre los guiños entendidos de los hombres que ven descender a mi esposa la escalinata de honor, colgada de mi brazo, con el cuerpo modelado por el vestido. Tengo la impresión, al salir del Ayuntamiento, que sólo falta bajar el telón y apagar las candilejas. Me siento ajeno a todo esto. He quedado muy lejos de aquí. Cuando hace un momento me dijo el presidente de mi empresa: «Tómese unos días más de reposo», lo miré extrañamente, casi indignado de que se atreviera a arrogarse todavía alguna potestad sobre mi tiempo. Y ahora vuelvo a encontrar la que fue mi casa, como si entrara en casa de otro. Ninguno de los objetos que aquí veo tiene para mí el significado de antes, ni tengo deseos de recuperar esto o aquello. Entre los libros alineados en los entrepaños de la biblioteca hay centenares que para mí han muerto. Toda una literatura que yo tenía por lo más inteligente y sutil que hubiera producido la época, se me viene abajo con sus arsenales de falsas maravillas. El olor peculiar de este apartamento me devuelve a una vida que no quiero vivir por segunda vez… Al entrar, Ruth se había inclinado para recoger un recorte de periódico que alguien -un vecino, sin duda- hubiera deslizado por debajo de la puerta. Parece ahora que su lectura le causa una creciente sorpresa. Me alegro ya de esta distracción de su mente que retarda los temidos gestos de cariño, dándome el tiempo de pensar lo que voy a decirle, cuando hace un ademán violento y se me acerca con los ojos encendidos por la ira. Me entrega un trozo de papel de periódico, y me estremezco al ver una fotografía de Mouche, en coloquio con un periodista conocido por su explotación del escándalo. El título del artículo -tomado de un tabloide despreciable- habla de revelaciones acerca de mi viaje. Su autor relata una conversación tenida con la que fuera mi amante. Esta le declaró del modo más sorpresivo que fue colaboradora mía en la selva: según sus palabras, mientras yo estudiaba los instrumentos primitivos desde el punto de vista organográfico, ella los consideraba bajo el enfoque astrológico -pues, como es sabido, muchos pueblos de la antigüedad relacionaron sus escalas con una jerarquía planetaria. Con una intrepidez aterradora, cometiendo errores risibles para cualquier especialista, Mouche habla de la «danza de la lluvia» de los indios Zunis, con su suerte de sinfonía elemental en siete movimientos; cita los ragas indostánicos, nombra a Pitágoras, con ejemplos debidos, evidentemente, a la amistad de Extieich. Y es hábil, a pesar de todo, ya que con ese despliegue de falsa erudición trata de justificar, ante los ojos del público, su presencia junto a mí en el viaje, haciendo olvidar la verdadera índole de nuestras relaciones.