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Se presenta como una estudiosa de la astrología, que se aprovecha de la misión confiada a un amigo para acercarse a las nociones cosmogónicas de los indios más primitivos. Completa su novela afirmando que abandonó voluntariamente la empresa, allí donde la derribara el paludismo, regresando en la canoa del doctor Montsalvatje. No dice más, sabiendo que esto basta para que los interesados entiendan lo que deben entender: en realidad se está vengando de mi fuga con Rosario y del hermoso papel que mi esposa se ha visto atribuir por la opinión, en la vasta impostura. Y lo que no dice, lo hace vislumbrar el periodista con malvada ironía: Ruth ha empeñado la nación entera en el rescate de un hombre que, en realidad, fue a la selva con una querida. El aspecto equívoco de la historia quedaba evidenciado por el silencio de quien, ahora, salía de la sombra con la más pérfida oportunidad. De súbito, el sublime teatro conyugal de mi esposa se hundía en el ridículo. Y ella me miraba, en este instante, con un furor situado más allá de las palabras; su cara parecía hecha de la materia yesosa de las máscaras trágicas, y la boca, inmovilizada en una mueca sardónica, dejaba ver sus dientes -era defecto que ocultaba mucho- en arco demasiado cerrado.

Sus manos crispadas se habían hundido en su cabellera, como buscando algo que apretar y romper.

Comprendí que debía adelantarme al estallido de una cólera que ya no podría contenerse, y precipité la crisis largando de golpe todo lo que no había pensado decir sino varios días después, cuando me asistiera la abyecta pero innegable fuerza del dinero.

Culpé su teatro, su vocación antepuesta a todo, la separación de los cuerpos, el absurdo de una vida conyugal reducida a la fornicación del séptimo día.

Y llevado por una vindicativa necesidad de añadir a lo revelado la precisa hincada del detalle, le dije cómo su carne, un buen día, se me había hecho distante; cómo su persona se había transformado, para mí en la mera imagen del deber que se cumple por pereza ante los trastornos que durante un tiempo acarrea una ruptura aparentemente injustificada.

Le hablé luego de Mouche, de nuestros primeros encuentros, en su estudio adornado con figuraciones astrales, donde, al menos, había encontrado algo del juvenil desorden, del impudor alegre, un tanto animal, que era inseparable, para mí, del amor físico.

Ruth, desplomada sobre la alfombra, jadeante, con todas las venas de la cara dibujadas en verde, sólo acertaba a decirme, en una suerte de estertor gimiente, como queriendo llegar cuanto antes al fin de una operación intolerable: «Sigue… Sigue… Sigue.»

Pero yo había pasado a narrarle mi desprendimiento de Mouche, mi asco presente por sus vicios y mentiras, mi desprecio por cuanto significaban las falacias de su vida, su oficio de engaño y el perenne aturdimiento de sus amigos engañados por las ideas engañosas de otros engañados -desde que lo contemplaba todo con ojos nuevos, como si regresara, con la vista devuelta, de un largo tránsito por moradas de verdad-. Ruth se puso de rodillas para escucharme mejor. Y al punto vi nacer en su mirada el peligro de una compasión demasiado fácil, de una generosa indulgencia que en modo alguno quería aceptar. Su rostro se iba endulzando de humana comprensión ante la debilidad castigada, y pronto habría una mano para el caído y vendría el perdón sollozante y magnánimo. Por una puerta abierta veía su cama demasiado bien arreglada, con las sábanas mejores, las flores en el velador, mis pantuflas colocadas al lado de las suyas, como anticipación de un abrazo previsto, al que no faltaría la reconfortante conclusión de una cena delicada que debía estar dispuesta en alguna parte del departamento, con sus vinos blancos puestos a enfriar. El perdón estaba tan cerca que creí llegado el momento de asestar el golpe decisivo, y saqué a Rosario de su secreto, presentando este imprevisto personaje al estupor de Ruth como algo remoto, singular, incomprensible para los de acá, pues su explicación requería la posesión de ciertas llaves. Le pintaba un ser sin asidero para nuestras leyes, que sería inútil tratar de alcanzar por los caminos comunes; un arcano hecho persona, cuyos prestigios me habían marcado, luego de pruebas que debían callarse, como se callaban los secretos de una orden de caballería. En medio del drama que tenía este conocido aposento por marco, me iba divirtiendo malignamente en aumentar el desconcierto de mi esposa, con el aspecto de Kundry que mis palabras prestaban a Rosario, plantando en torno de ella una decoración de Paraíso Terrenal, donde la boa rastreada por Gavilán hubiera hecho las veces de serpiente. Esa distensión de mí mismo dentro de la invención verbal daba,a mi voz un sonido tan firme y asentado que Ruth, viéndose amenazada por un real peligro, se colocó frente a mí para escuchar con más atención. De repente dejé caer la palabra divorcio, y como ella no parecía comprender, la repetí varias veces, sin enojo, con el tono resuelto y nada alterado de quien expone una decisión inquebrantable. Entonces una gran trágica se alzó ante mí. No podría recordar lo que me dijo durante la media hora en que la habitación fue su escenario. Lo que más me impresionó fueron los gestos: los gestos de sus brazos delgados, que iban del cuerpo inmóvil al semblante de yeso, apoyando las palabras con patética justeza. Sospecho ahora que todas las inhibiciones dramáticas de Ruth, su atadura de años a un mismo papel, sus deseos, siempre aplazados, de lacerarse en escena, viviendo el dolor y la furia de Medea, hallaron de pronto, un alivio en aquel monólogo que ascendía al paroxismo…

Pero de pronto, sus brazos cayeron, bajó la voz al registro grave, y mi esposa fue la Ley. Su idioma se hizo idioma de tribunales, de abogados, de fiscales. Helada y dura, inmovilizada en una actitud acusadora, atiesada por la negrura del vestido que había dejado de modelarla, me advirtió que tenía los medios de tenerme atado por largo tiempo, que llevaría el divorcio por los caminos más enredados y sinuosos, que me confundiría con los lazos legales más pérfidos, con las tramitaciones más embrolladas, para impedir el regreso a donde vivía la que designaba ahora con el término ridiculizante de Tu Átala.

Parecía una estatua majestuosa, apenas femenina, plantada sobre la alfombra verde como un Poder inexorable, como una encarnación de la Justicia. Le pregunté por fin si era cierto lo de su embarazo. En ese momento, Temis se hizo madre: se abrazó a su propio vientre con gesto desolado, doblándose sobre la vida que le estaba naciendo en las entrañas, como para defenderla de mi avilantez, y rompió a llorar de modo humilde, casi infantil, sin mirarme, tan adolorida que sus sollozos, venidos de lo hondo, apenas si se marcaban en leves gemidos. Luego, como calmada, fijó los ojos en la pared, con semblante de contemplar algo remoto; se levantó con gran esfuerzo y fue a su habitación, cerrando la puerta detrás de sí. Cansado por la crisis, necesitado de aire, bajé las escaleras. Al cabo de los peldaños, fue la calle.

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