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Formado en conservatorios de la Suiza alemana, proclamaba la superioridad del corno de timbre bien metálico, hijo de la trompa de caza que había resonado en todas las Selvas Negras, oponiéndolo a lo que, con tono peyorativo, llamaba en francés le cor, pues estimaba que la técnica enseñada en París asimilaba su instrumento másculo a las femeninas maderas.

Para demostrarlo volteaba el pabellón del instrumento y lanzaba el tema de Sigfrido por sobre las paredes medianeras del patio con un ímpetu de heraldo del Juicio Final. Lo cierto era que a una escena de caza de la Raymunda de Glazounoff se debía mi nacimiento de este lado del Océano. Mi padre había sido sorprendido por el atentado de Sarajevo en lo mejor de una temporada wagneriana del Teatro Real de Madrid, y, encolerizado por el inesperado arresto bélico de los socialistas alemanes y franceses, había renegado del viejo continente podrido, aceptando el atril de primera trompa en una gira que Anna Pawlova llevaba a las Antillas. Un matrimonio cuya elaboración sentimental me resultaba obscura hizo que yo gateara mis primeras aventuras en un patio sombreado por un gran tamarindo, mientras mi madre, atareada con la negra cocinera, cantaba el cuento del Señor Don Gato, sentada en silla de oro, al que preguntan que si quiere ser casado con una gata montesa, sobrina de un gato pardo. La prolongación de la guerra, la escasa demanda de un instrumento que sólo se empleaba en temporadas de ópera, cuando soplaban los nortes del invierno, llevó a mi padre a abrir un pequeño comercio de música.

A veces, agarrado por la nostalgia de los conjuntos sinfónicos en que había tocado, sacaba una batuta de la vitrina, abría la oartitura de la Novena Sinfonía y dábase a dirigir orquestas imaginarias, remedando los gestos de Nikisch o de Mahler, cantando la obra entera con las más tremebundas onomatopeyas de percusión, bajos y metales. Mi madre cerraba apresuradamente las ventanas para que no lo creyeran loco, aceptando, sin embargo, con vieja mansedumbre hispánica, que cuanto hiciera ese esposo, que no bebía ni jugaba, debía tomarse por bueno, aunque pudiera parecer algo estrafalario. Precisamente mi padre era muy aficionado a frasear noblemente, con su voz abaritonada, el movimiento ascendente, a la vez lamentoso, fúnebre y triunfal, de la coda que ahora se iniciaba sobre un temblor cromático en la hondura del registro grave. Dos rápidas escalas desembocaron en el unísono de un exordio arrancado a la orquesta como a puñetazos. Y fue el silencio. Un silencio pronto reconquistado por el alborozo de los grillos y el crepitar de las brasas.

Pero yo esperaba, impaciente, el sobresalto inicial del scherzo. Y ya me dejaba llevar, envolver, por el endiablado arabesco que pintaban los segundos violines, ajeno a todo lo que no fuera la música cuando el «doblado» de trompas, de tan peculiar sonoridad, impuesto por Wagner a la partitura beethoveniana por enmendar un error de escritura, volvió a sentarme al lado de mi padre en los días en que no estuviera ya junto a nosotros, con su costurero de terciopelo azul, la que tanto me había cantado la historia del Señor Don Gato, el romance de Mambrú y el llanto de Alfonso XII por la muerte de Mercedes: Cuatro duques la llevaban, por las calles de Aldaví. Pero entonces las veladas se consagraban a la lectura de la vieja Biblia luterana que el catolicismo de mi madre tuviera oculta, por tantos años, en el fondo de un armario. Ensombrecido por la viudez, amargado por una soledad que no sabía hallar remedios en la calle, mi padre había roto con cuanto le atara a la ciudad cálida y bulliciosa de mi nacimiento, marchando a América del Norte, donde volvió a iniciar su comercio con muy escasa fortuna.

La meditación del Eclesiastés, de los Salmos, se asociaban en su mente a inesperadas añoranzas. Fue entonces cuando comenzó a hablarme de los obreros que escuchaban la Novena Sinfonía. Su fracaso en este continente se iba traduciendo, cada vez más, en la saudade de una Europa contemplada en cimas y alturas, en apoteosis y festivales. Esto, que llamaban el Nuevo Mundo, se había vuelto para él un hemisferio sin historia, ajeno a las grandes tradiciones mediterráneas, tierra de indios y de negros, poblado por los desechos de las grandes naciones europeas, sin olvidar las clásicas rameras embarcadas para la Nueva Orleáns por gendarmes de tricornio, despedidas por marchas de pífano -detalle, este último, que me parecía muy debido al recuerdo de una ópera del repertorio-. Por contraste evocaba las patrias del continente viejo con devoción, edificando ante mis ojos maravillados una Universidad de Heidelberg que sólo podía imaginarme verdecida de yedras venerables.

Iba yo, por la imaginación, de las tiorbas del concierto angélico a las insignes pizarras de la Gewandhause, de los concursos de minnesangers a los conciertos de Potsdam, aprendiendo los nombres de ciudades cuya mera gráfica promovía en mi mente espejismos en ocre, en blanco, en bronce -como Bonn-, en vellón de cisne -como Siena-. Pero mi padre, para quien la afirmación de ciertos principios constituía el haber supremo de la civilización, hacía hincapié, sobre todo, en el respeto que allá se tenía por la sagrada vida del hombre. Me hablaba de escritores que hicieron temblar una monarquía, desde la calma de un descacho, sin que nadie se atreviera a importunarlos. Las evocaciones del Yo Acuso, de las campañas de Rathenau, hijas de la capitulación de Luis XVI ante Mirabeau, desembocaban siempre en las mismas consideraciones acerca del progreso irrefrenable, de la socialización gradual, de la cultura colectiva, llegándose al tema de los obreros ilustrados que allá, en su ciudad natal, junto a una catedral del siglo XIII, pasaban sus ocios en las bibliotecas públicas y los domingos, en vez de embrutecerse en misas -pues allá el culto de la ciencia estaba sustituyendo a las supersticiones- llevaban sus familias a escuchar la Novena Sinfonía.

Y así los había visto yo, desde la adolescencia, con los ojos de la imaginación, esos obreros vestidos de blusa azul y pantalón de pana, noblemente conmo vidos por el soplo genial de la obra beethoveniana, escuchando tal vez este mismo trío, cuya frase tan cálida, tan envolvente, ascendía ahora por las voces de los violoncellos y de las violas. Y tal había sido el sortilegio de esa visión que, al morir mi padre, consagré el escaso dinero de su magra herencia, el fruto de una subasta de sonatas y partitas, al empeño de conocer mis raíces. Atravesé el Océano, un buen día, con el convencimiento de no regresar. Pero al cabo de un aprendizaje del asombro que yo hubiera calificado más tarde, en broma, de adoración de las fachadas, fue el encuentro con realidades que contrariaban singularmente las enseñanzas de mi padre.

Lejos de mirar hacia la Novena Sinfonía , las inteligencias estaban como ávidas de marcar el paso en desfiles que pasaban bajo arcos de triunfo de carpintería y mástiles totémicos de viejos símbolos solares. La transformación del mármol y el bronce de las antiguas apoteosis en gigantescos despilfarros de pinotea, tablas de un día, y emblemas de cartón dorado, hubiera debido hacer más desconfiado.

a quienes escuchaban palabras demasiado amplificadas por los altavoces, pensaba yo. Pero no parecía que así fuera. Cada cual se creía tremendamente investido, y había muchos que se sentaban a la derecha de Dios para juzgar a los hombres del pasado por el delito de no haber adivinado lo futuro. Yo había visto ya, ciertamente, a un metafísico de Heidelberg haciendo de tambor mayor de una parada de jóvenes filósofos que marchaban, sacándose el tranco de la cadera, para votar por quienes hacían escarnio de cuanto pudiera calificarse de intelectual.

Yo había visto a las parejas ascender, en noches de solsticios, al Monte de las Brujas para encender viejos fuegos, votivos, desprovistos ya de todo sentido.

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