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Pero nada me había impresionado tanto como esa citación a juicio, esa resurrección para castigo y profanación de la tumba de quien hubiera rematado una sinfonía con el coral de la Confesión de Augsburgo, o de aquel otro que había clamado, con una voz tan pura, ante las olas verdegrises del gran Norte: «¡Amo el mar como mi alma!». Cansado de tener que recitar el Intermezzo en voz baja y de oír hablar de cadáveres recogidos en las calles, de terrores próximos, de éxodos nuevos, me refugié, como quien se acoge a sagrado, en la penumbra consoladora de los museos, emprendiendo largos viajes a través del tiempo. Pero cuando salí de las pinacotecas las cosas marchaban de mal en peor. Los periódicos invitaban al degüello. Los creyentes temblaban, bajo los pulpitos, cuando sus obispos alzaban la voz. Los rabinos escondían la thorah, mientras los pastores eran arrojados de sus oratorios. Se asistía a la dispersión de los ritos y al quebrantamiento del verbo. De noche, en las plazas públicas, los alumnos de insignes Facultades quemaban libros en grandes hogueras. No podía darse un paso en aquel continente sin ver fotografías de niños muertos en bombardeos de poblaciones abiertas, sin oír hablar de sabios confinados en salinas, de secuestros inexplicados, de acosos y defenestraciones, de campesinos ametrallados en plazas de toros. Yo me asombraba -despechado, herido a lo hondo- de la diferencia que existía entre el mundo añorado por mi padre y el que me había tocado conocer. Donde buscaba la sonrisa de Erasmo, el Discurso del Método, el espíritu humanístico, el fáustico anhelo y el alma apolínea, me topaba con el auto de fe, el tribunal de algún Santo Oficio, el proceso político que no era sino ordalía de nuevo género. Ya no podía contemplarse un tímpano ilustre, un campanil, gárgola o ángel sonriente sin oírse decir que ahí estaban previstas ya las banderías del presente y que los pastores de Nacimientos adoraban algo que no era, en suma, lo que cabalmente iluminaba el pesebre. La época me iba cansando.

Y era terrible pensar que no había fuga posible, fuera de lo imaginario, en aquel mundo sin escondrijos, de naturaleza domada hacía siglos, donde la sincronización casi total de las existencias hubiera centrado las pugnas en torno a dos o tres problemas puestos en carne viva. Los discursos habían sustituido a los mitos; las consignas a los dogmas.

Hastiado del lugar común fundido en hierro, del texto expurgado y de la cátedra desierta, me acerqué nuevamente al Atlántico con el ánimo de pa sarlo ahora en sentido inverso. Y, dos días antes de mi partida, me vi contemplando una olvidada danza macabra que desarrollaba sus motivos sobre las vigas del osario de San Sinforiano, en Blois. Era una suerte de patio de granja, invadido por las yerbas, de una tristeza de siglos, encima de cuyos pilares se conjugaba, una vez más, el inagotable tema de la vanidad de las pompas, del esqueleto hallado bajo la carne lujuriante, del costillar podrido bajo la casulla del prelado, del tambor atronado con dos tibias en medio de un xilofonante concierto de huesos.

Pero aquí, la pobreza del establo que rodeaba el eterno Ejemplo, la proximidad del río revuelto y turbio, la cercanía de granjas y fábricas, la presencia de cochinos gruñendo como el cerdo de San Antón, al pie de las calaveras talladas en una madera engrisada por siglos de lluvias, daban una singular vigencia a ese retablo del polvo, la ceniza, la nada, situándolo dentro de la época presente. Y los timbales que tanto percuten en el scherzo beethoveniano cobraban una fatídica contundencia, ahora que los asociaba, en mi mente, a la visión del osario de Blois, en cuya entrada me sorprendieron las ediciones de la tarde con la noticia de la guerra.

Los leños eran rescoldos. En una ladera, más arriba del techo y de los pinos, un perro aullaba en la bruma. Alejado de la música por la música misma, regresaba a ella por el camino de los grillos, esperando la sonoridad de un si bemol que ya contaba en mi oído. Y ya nacía, de una queda invitación de fagote y clarinete, la frase admirable del Adagio, tan honda dentro del pudor de su lirismo. Este era el único pasaje de la Sinfonía que mi madre -más acostumbraba a la lectura de habaneras y selecciones de ópera- lograba tocar a veces, por su tiempo pausado, en una transcripción para piano que sacaba de una gaveta de la tienda. Al sexto compás, plácidamente rematado en eco por las maderas, acabo de llegar del colegio, luego de mucho correr para resbalar sobre las pequeñas frutas de los álamos que cubren las aceras. Nuestra casa tiene un ancho soportal de columnas encaladas, situado como un peldaño de escalera, entre los soportales vecinos, uno más alto, otro más bajo, todos atravesados por el plano inclinado de la calzada que asciende hacia la Iglesia de Jesús del Monte, que se yergue allá, en lo alto de los tejados, con sus árboles plantados sobre un terraplén cerrado por barandales. La casa fue antaño de gente señora; conserva grandes muebles de madera oscura, armarios profundos y una araña de cristales biselados que se llena de pequeños arcoiris al recibir un último rayo de sol bajado de las lucetas azules, blancas, rojas, que cierran el arco del recibidor como un gran abanico de vidrio.

Me siento de piernas tiesas en el fondo de un sillón de mecedora, demasiado alto y ancho para un niño, y abro el Epítome de Gramática de la Real Academia, que esta tarde tengo que repasar. Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves agora… rezael ejemplo que ha poco regresó a mi memoria. Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves agora… La negra, allá en el hollín de sus ollas, canta algo que se habla de los tiempos de la Colonia y de los mostachos de la Guardia Civil. Ya se ha pegado la tecla del fa sostenido, como de costumbre, en el piano que toca mi madre. En lo último de la casa hay una habitación a cuya reja trepa un tallo de calabaza. Llamo a María del Carmen, que juega entre las arecas en tiestos, los rosales en cazuela, los semilleros de claveles, de calas, los girasoles del traspatio de su padre el jardinero. Se cuela por el boquete de la cerca de cardón y se acuesta a mi lado, en la cesta de lavandería en forma de barca que es la barca de nuestros viajes. Nos envuelve el olor a esparto, a fibra, a heno, de esta cesta traída, cada semana, por un gigante sudoroso, que devora enormes platos de habas a quien llaman Baudilio.

No me canso de estrechar a la niña entre mis brazos.

Su calor me infunde una pereza gozosa que quisiera alargar indefinidamente. Como se aburre de estar así, sin moverse, la aquieto diciéndole que estamos en el mar. y que falta poco para llegar al muelle; que será aquel baúl de tapa redonda, cubierta de hojalata de muchos colores, a cuya agarradera se amarran las naves. En el colegio me han hablado de sucias posibilidades entre varones y hembras. Las he rechazado con indignación, sabiendo que eran porquerías inventadas por los grandes para burlarse de los pequeños.

El día que me lo dijeron no me atreví a mirar a mi madre de frente. Pregunto ahora a María del Carmen si quiere ser mi mujer, y como responde que sí, la aprieto un poco más, imitando con la voz, para que no se aparte de mí, el ruido de las sirenas de barcos. Respiro mal, me lleno de latidos, y este malestar es tan grato, sin embargo, que no comprendo por qué, cuando la negra nos sorprende así, se enoja, nos saca de la cesta, la arroja sobre un armario y grita que estoy muy grande para esos juegos.

Sin embargo, nada dice a mi madre. Acabo por quejarme a ella, y me responde que es hora de estudiar. Vuelvo al Epítome de Gramática, pero me persigue el olor a fibra, a mimbre, a esparto. Este olor cuyo recuerdo regresa del pasado, a veces, con tal realidad que me deja todo estremecido. Ese olor que vuelvo a encontrar esta noche; junto al armario de las yerbas silvestres, cuando el Adagio concluye sobre cuatro acordes pianissimo, el primero arpegiado, y un estremecimiento, perceptible a través de la transmisión, conmueve la masa coral cuya entrada se aproxima. Adivino el gesto enérgico del director invisible, por el cual se entra, de golpe, en el drama que prepara el advenimiento de la Oda de Schiller.

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