Llegan los vencidos, pero llegan, también, los que arrancaron al barro una mirífica gema, y, durante ocho días, se hartarán de hembras y de música. Pasan los que nada hallaron, pero traen los ojos enfebrecidos por el barrunto de un tesoro posible. Esos no descansan ni preguntan dónde hay mujeres. Se encierran con llave en sus habitaciones, examinando las muestras que traen en frascos, y, apenas curados de una llaga o aliviados de una buba, parten, de noche, a la hora en que todos duermen, sin revelar el secreto de su rumbo. El joven no envidia a los de su edad que, cada lunes del año, después de haber oído una última misa en la iglesia del púlpito carcomido, salen con sus ropas de domingos, para irse a la ciudad lejana. Andando de frascos a recetarios, aprende a hablar de yacimientos nuevos: conoce los nombres de quienes encargan bombonas de agua de azahar para bañar a sus indias; repasa los extraños nombres de ríos ignorados por los libros; obsesionado por la percutiente sonoridad del Cataniapo o del Cunucunuma, sueña frente a los mapas, contemplando incansablemente las zonas coloreadas en verde, desnudas, donde no aparecen nombres de poblaciones.
Y un día, al alba, sale por una ventana de su laboratorio, hacia el embarcadero donde los mineros izan la vela de su barca, y ofrece remedios a cambio de ser llevado. Durante diez años comparte las miserias, desengaños, rencores, insistencias más o menos afortunadas, de los buscadores. Nunca favorecido, se aventura más lejos, cada vez más lejos, cada vez más solo, habituado ya a hablar con su propia sombra. Y una mañana se asoma al mundo de las Grandes Mesetas. Camina durante noventa días, perdido entre montañas sin nombre, comiendo larvas de avispas, hormigas, saltamontes, como hacen los indios en meses de hambruna. Cuando desemboca en este valle, una llaga engusanada le está dejando una pierna en el hueso. Los indios del lugar -gente asentada, de una cultura semejante a los factores de la jarra funeraria- lo curan con hierbas. Sólo un hombre blanco vieron antes que él, y piensan, como los de muchos pueblos de la selva, que somos los últimos vástagos de una especie industriosa pero endeble, muy numerosa en otros tiempos, pero que está ahora en vías de extinción. Su larga convalecencia lo hace solidario de las penurias y trabajos de esos hombres que lo rodean. Encuentra algún oro al pie de aquella peña que la luna, esta noche, hace de estaño. Al volver de cambiarlo en Puerto Anunciación, trae semillas, posturas y algún apero de labranza y carpintería. Al regreso del segundo viaje trae una pareja de cerdos atados de patas en el fondo de la barca. Luego, es la cabra preñada y el becerro destetado, para el cual tienen los indios, como Adán, que inventar un nombre, pues jamás vieron semejante animal. Poco a poco, el Adelantado se va interesando por la vida que aquí prospera.
Cuando se baña al pie de alguna cascada, en las tardes, las mozas indias le arrojan pequeños guijarros blancos, desde la orilla, en señal de apremio.
Un día toma mujer, y hay grande holgorio al pie de las rocas. Piensa, entonces, que si sigue apareciendo en Puerto Anunciación con algún polvo de oro en los bolsillos, no tardarán los mineros en seguirle el rastro, invadiendo este valle ignorado para trastornarlo con sus excesos, rencores y apetencias. Con el ánimo de burlar las suspicacias, comercia ostensiblemente con pájaros embalsamados, orquídeas, huevos de tortugas. Un día se percata de que ha fundado una ciudad. Siente, probablemente, la sorpresa que yo mismo tuve al comprender que era conjugable el verbo «fundar» al hablarse de una ciudad. Puesto que todas las ciudades nacieron así, hay razón para esperar que Santa Mónica de los Venados, en el futuro, llegue a tener monumentos, puentes y arcadas. El Adelantado traza el contorno de la Plaza Mayor. Levanta la Casa de Gobierno.
Firma un acta, y la entierra bajo una lápida en lugar visible. Señala el lugar del cementerio para que la misma muerte se haga cosa de orden. Ahora sabe dónde hay oro. Pero ya no le afana el oro. Ha abandonado la búsqueda de Manoa, porque mucho más le interesa ya la tierra, y, sobre ella, el poder de legislar por cuenta propia. El no pretende que esto sea algo semejante al Paraíso Terrenal de los antiguos cartógrafos. Aquí hay enfermedades, azotes, reptiles venenosos, insectos, fieras que devoran los animales trabajosamente levantados; hay días de inundación y días de hambruna, y días de impotencia ante el brazo que se gangrena. Pero el hombre, por muy largo atavismo, está hecho a sobrellevar tales males. Y cuando sucumbe, es trabado en una lucha primordial que figura entre las más auténticas leyes del juego de existir. «El oro -dice el Adelantado- es para los que regresan allá.» y ese allá suena en su boca con timbre de menosprecio -como si las ocupaciones y empeños de los de allá fuesen propias de gente inferior-. Es indudable que la naturaleza que aquí nos circunda es implacable, terrible, a pesar de su belleza. Pero los que en medio de ella viven la consideran menos mala, más tratable, que los espantos y sobresaltos, las crueldades frías, las amenazas siempre renovadas, del mundo de allá. Aquí, las plagas, los padecimientos posibles, los peligros naturales, son aceptados de antemano: forman parte de un Orden que tiene sus rigores. La Creación no es algo divertido, y todos lo admiten por instinto, aceptando el papel asignado a cada cual en la vasta tragedia de lo creado. Pero es tragedia con unidades de tiempo, de acción y de lugar, donde la misma muerte opera por acción de mandatarios conocidos, cuyos trajes de veneno, de escama, de fuego, de miasmas, se acompañan del rayo del trueno que siguen usando, en días de ira, los dioses de más larga residencia entre nosotros. A la luz del sol o al calor de la hoguera, los hombres que aquí viven sus destinos se contentan de cosas muy simples, hallando motivo de júbilo en la tibieza de una mañana, una pesca abundante, la lluvia que cae tras de la sequía, con explosiones de alegría colectiva, de cantos y de tambores, promovidos por sucesos muy sencillos como fue el de nuestra llegada. «Así debió vivirse en la ciudad de Henoch», pienso yo, y al punto vuelve a mi mente una de las interrogaciones que me asaltaron al desembarcar. En ese momento salimos de la Casa de Gobierno para aspirar el aire de la noche.
El Adelantado me muestra entonces, un paredón de roca, unos signos trazados a gran altura por artesanos desconocidos -artesanos que hubieran sido izados hasta el nivel de su tarea por un andamiaje imposible en tales tránsitos de su cultura material-.
A la luz de la luna se dibujan figuras de escorpiones, serpientes, pájaros, entre otros signos sin sentido para mis ojos, que tal vez fueran figuraciones astrales.
Una explicación inesperada viene, de pronto, al encuentro de mis escrúpulos: un día, al regresar de un viaje -cuenta el Fundador-, su hijo Marcos, entonces adolescente, le dejó atónito al narrarle la historia del Diluvio Universal. En su ausencia, los indios habían enseñado al mozo que esos petroglifos que ahora contemplábamos, fueron trazados en días de gigantesca creciente, cuando el río se hinchara hasta allí, por un hombre que, al ver subir las aguas, salvó una pareja de cada especie animal en una gran canoa. Y luego llovió durante un tiempo que pudo ser de cuarenta días y cuarenta noches, al cabo del cual, para saber si la gran inundación había cesado, despachó una rata que le volvió con una mazorca de maíz entre las patas. El Adelantado no hubiera querido enseñar la historia de Noé -por ser patraña – a sus hijos; pero al ver que la sabían sin más variante que una rata puesta en lugar de la paloma, y una mazorca de maíz en lugar de la rama de olivo, confió el secreto de esta ciudad naciente a fray Pedro, a quien consideraba un hombre, porque era de los que viajaban solos por regiones desconocidas y sabía hacer curas y distinguir las yerbas.