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Nada de lo visto por nosotros hasta ahora correspondía, evidentemente, a lo que ella hubiera querido encontrar en este viaje, en caso de que hubiese querido encontrar algo, en realidad. Y, sin embargo, Mouche solía hablar inteligentemente del recorrido que hiciera por Italia, antes de nuestro encuentro.

Por lo mismo, al observar cuán falsas o desafortunadas eran sus reacciones ante este país que nos agarraba de sorpresa, indocumentados, sin saber de su pasado, sin formación libresca al respecto, empezaba yo a preguntarme si, en el fondo, sus agudas observaciones acerca de la misteriosa sensualidad de las ventanas del Palacio Barberini, la obsesión de los querubines en los cielos de San Juan de Letrán, la casi femenina intimidad de San Carlos de las Cuatro Puertas, con su claustro todo en curvas y penumbras, no eran sino citas oportunas, puestas al ritmo del día, de cosas leídas, oídas, tomadas a sorbos en las fuentes de uso más generalizado. Por lo pronto, sus juicios siempre respondían a una consigna estética del momento. Iba a lo musgoso y umbroso cuando se tenía por nuevo hablar de musgos y de sombras y, por lo mismo, puesta ante un objeto que le fuera ignorado, un hecho difícilmente asociable, un tipo de arquitectura que no le hubiese sido anunciado por algún libro, yo la veía, de pronto, como desconcertada, vacilante, incapaz de formular una opinión válida, comprando un hipocampo polvoriento, por literatura, donde hubiera podido adquirir una tosca miniatura religiosa de Santa Rosa con su palma florecida. Como la pintora canadiense había sido la amante de un poeta muy conocido por sus ensayos sobre Lewis y Ana Radcliff, Mouche, alborozada, volvía a moverse en terrenos de surrealismo, astrología, interpretación de los sueños, con todo lo que esto acarreaba consigo. Cada vez que se encontraba -y no era frecuente, sin embargo- con una mujer que, según decía en tales casos, «hablaba su mismo idioma», se entregaba a esa nueva amistad con una dedicación de cada hora, un lujo de atenciones, un desasosiego, que llegaban a exasperarme.

No le duraban largo tiempo esas crisis efusivas; concluían el día menos pensado, tan repentinamente como hubieran empezado. Pero mientras transcurrían, llegaban a despertar en mí las más intolerables sospechas. Ahora, como otras veces, era una mera corazonada, una inquietud, una duda; nada me demostraba que hubiera nada culpable.

Pero la idea lacerante se había apoderado de mí la tarde anterior, después del entierro del Kappelmeister.

Al regreso del cementerio, adonde había ido con una comisión de huéspedes, todavía quedaban pétalos de flores mortuorias -demasiado olorosas en este país- en el piso del hall. Los barrenderos de calles procedían a llevarse la carroña cuyo hedor se hiciera sentir tan abominablemente durante nuestro encierro, y como las patas del caballo, descarnadas por los buitres, no cabían en el carro, las cortaban a machetazos, haciendo volar los cascos, con huesos y herraduras, en los enjambres de moscas verdes que revoloteaban sobre el asfalto.

Adentro, vueltos de la revolución como de un tránsito normal, los sirvientes colocaban los muebles en su lugar y bruñían los picaportes con gamuzas. Mouche, al parecer, había salido con su amiga. Cuando ambas reaparecieron, pasado el toque de queda, afirmando que habían estado caminando por las calles, extraviadas en la multitud que celebraba el triunfo del partido victorioso, me pareció que algo raro les ocurría. Las dos tenían un no sé qué de indiferencia fría ante todo, de suficiencia -como de gente que regresara de un viaje a dominios vedados -, que no les era habitual. Yo las había observado tenazmente para sorprender alguna mirada entendida; pensaba cada frase dicha por una u otra, buscándoles un sentido oculto o revelador; trataba de sorprenderlas con preguntas desconcertantes, contradictorias, sin el menor resultado. Mi prolongada frecuentación de ciertos ambientes, mis alardes de cinismo, me decían que ese proceder era grotesco.

Y, sin embargo, sufría por algo mucho peor que los celos: la insoportable sensación de haber sido dejado fuera de un juego tanto más aborrecible por ello mismo. No podía tolerar la perfidia presente, la simulación, la representación mental de ese «algo»

oculto y deleitoso que podía urdirse a mis espaldas por convenio de hembras. De súbito, mi imaginación daba una forma concreta a las más odiosas posibilidades físicas, y, a pesar de haberme repetido mil veces que era un hábito de los sentidos y no amor lo que me unía a Mouche, me veía dispuesto a comportarme como un marido de melodrama. Yo sabía que cuando hubiera pasado la tormenta y confiara esas torturas a mi amiga, ella se encogería de hombros, afirmando que era demasiado ridículo para provocar su enojo, y atribuiría la animalidad de tales reacciones a mi primera educación, transcurrida en un ámbito hispanoamericano. Pero, una vez más, en la quietud de estas calles desiertas, me habían asaltado sospechas. Apreté el paso para llegar cuanto antes a la casa, con el temor y el anhelo, a la vez, de una evidencia. Pero allá me aguardaba lo inesperado: había un tremendo alboroto en el estudio, con mucho trasiego de copas. Tres artistas jóvenes habían llegado de la capital un momento antes, huyendo, como nosotros, de un toque de queda que les obligaba a encerrarse en sus casas desde el crepúsculo. El músico era tan blanco, tan indio el poeta, tan negro el pintor, que no pude menos que pensar en los Reyes Magos al verles rodear la hamaca en que Mouche, perezosamente recostada, respondía a las preguntas que le hacían, como prestándose a una suerte de adoración. El tema era uno solo: París. Y yo observaba ahora que estos jóvenes interrogaban a mi amiga cómo los cristianos del Medioevo podía interrogar al peregrino que regresaba de los Santos Lugares. No se cansaban de pedir detalles acerca de cómo era el físico de tal jefe de escuela que Mouche se jactara de conocer; querían saber si determinado café era frecuentado aún por tal escritor; si otros dos se habían reconciliado después de una polémica acerca de Kierkegaard; si la pintura no figurativa seguía teniendo los mismos defensores.

Y cuando su conocimiento del francés y del inglés no alcanzaba para entender todo lo que les contaba mi amiga, eran miradas implorantes a la pintora para que se dignara traducir alguna anécdota, alguna frase cuya preciosa esencia podía perderse para ellos. Ahora que, habiendo irrumpido en la conversación con el maligno propósito de quitar a Mouche sus oportunidades de lucimiento, yo interrogaba a esos jóvenes sobre la historia de su país, los primeros balbuceos de su literatura colonial, sus tradiciones populares, podía observar cuan poco grato les resultaba el desvío de la conversación. Les pregunté entonces, por no dejar la palabra a mi amiga, si habían ido hacia la selva. El poeta indio respondió, encongiéndose de hombros, que nada había que ver en ese rumbo, por lejos que se anduviera, y que tales viajes se dejaban para los forasteros ávidos de coleccionar arcos y carcajes. La cultura -afirmaba el pintor negro- no estaba en la selva.

Según el músico, el artista de hoy sólo podía vivir donde el pensamiento y la creación estuvieran más activos en el presente, regresándose a la ciudad cuya topografía intelectual estaba en la mente de sus compañeros, muy dados, según propia confesión, a soñar despiertos ante una Carta Taride, cuyas estaciones de «metro» estaban figuradas en espesos círculos azules: Solferino, Oberkampf, Corvisard, Mouton-Duvernet. Entre esos círculos, por sobre el dibujo de las calles, cortando varias veces la arteria clara del Sena, se pintaban las vías mismas, entretejidas como los cordeles de una red. En esa red caerían pronto los jóvenes Reyes Magos, guiados por la estrella encendida sobre el gran pesebre de Saint-Germain-des-Prés. Según el color de los días, les hablarían del anhelo de evasión, de las ventajas del suicidio, de la necesidad de abofetear cadáveres o de disparar sobre el primer transeúnte. Algún maestre de delirios les haría abrazar el culto de un Dyonisos, «dios del éxtasis y del espanto, de la salvajada y la liberación; dios loco cuya sola aparición pone a los seres vivos en estado de delirio», aunque sin decirles que el invocador de ese Dyonisos, el oficial Nietzsche, se hubiera hecho retratar cierta vez luciendo el uniforme de la Reichsweher, con un sable en la mano y el casco puesto sobre un velador de estilo muniquense, como agorera prefiguración del dios del espanto que habría de desatarse, en realidad, sobre la Europa de cierta Novena Sinfonía. Los veía yo enflaquecer y empalidecer en sus estudios sin lumbre -oliváceo el indio, perdida la risa el negro, maleado el blanco-, cada vez más olvidados del Sol dejado atrás, tratando desesperadamente de hacer lo que bajo la red se hacía por derecho propio.

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