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Pero Mouche aparece ahora, con la ropa empapada, pidiendo ayuda, como huyendo de algo terrible. Antes de haber podido dar un paso, veo a Rosario, mal cubierta por un grueso refajo, que alcanza a mi amiga, la arroja al suelo de un empellón y la golpea bárbaramente con una estaca. Con la cabellera suelta sobre los hombros, escupiendo insultos, pegando a la vez con los pies, la madera y la mano libre, nos ofrece una tal estampa de ferocidad que corremos todos a agarrarla. Todavía se retuerce, patea, muerde a quienes la sujetan, con un furor que se traduce en gruñidos roncos, en bufidos, por no encontrar la palabra. Cuando levanto a Mouche, apenas si puede tenerse en pie. Un golpe le ha roto dos dientes. Le sangra la nariz. Está cubierta de arañazos y desollones.

El doctor Montsalvatje la lleva a la choza de los herbarios, para curarla. Mientras tanto, rodeando a Rosario, tratamos de saber qué ha ocurrido. Pero ahora se sume en un mutismo obstinado, negándose a responder. Está sentada en una piedra, con la cabeza gacha, repitiendo, con exasperante testarudez, un gesto de denegación que arroja su cabellera negra a un lado y otro, cerrándole cada vez el semblante aún enfurecido. Voy a la choza. Hedionda a farmacia, rubricada de esparadrapos, Mouche gimotea en la hamaca del Herborizador. A mis preguntas responde que ignora el motivo de la agresión; que la otra se había vuelto como loca, y sin insistir más sobre esto, rompe a llorar, diciendo que quiere regresar en el acto, que no soporta más, que este viaje la agota, que se siente en el borde de la demencia.

Ahora suplica y sé que, hace muy poco todavía, la súplica, por inhabitual en su boca, lo hubiera logrado todo de mí. Pero en este momento, junto a ella, viendo su cuerpo sacudido por los sollozos de una desesperación que parece sentida, permanezco frío, acorazado por una dureza que me admira y alabo, como pudiera alabarse, por oportuna y firme, una voluntad ajena. Nunca hubiera pensado que Mouche, al cabo de una tan prolongada convivencia, llegara un día a serme tan extraña. Apagado el amor que tal vez le tuviera -hasta dudas me asaltaban ahora acerca de la realidad de ese sentimiento-, hubiera podido subsistir, al menos, el vínculo de una amistosa ternura.

Pero los retornos, cambios, recapacitaciones, que se habían sucedido en mí, en menos de dos semanas, añadidos al descubrimiento de la víspera me tenían insensible a sus ruegos. Dejándola gemir su desamparo, regresé a la casa de los griegos, donde Rosario, algo calmada, se había ovillado, silenciosa, con los brazos atravesados sobre la cara, en un chinchorro.

Una suerte de malestar fruncía el ceño a los hombres, aunque parecieran pensar en otra cosa. Los griegos ponían demasiada nerviosidad en el adobo de una sopa de pescados que hervía en una enorme olla de barro, dándose a discusiones en torno al aceite, y al ají y el ajo, que sonaban en falsete. Los caucheros remendaban sus alpargatas en silencio. El Adelantado estaba bañando a Gavilán, que se había regodeado sobre una carroña, y como el perro se sentía agraviado por las jicaras de agua que le caían encima, enseñaba los dientes a quienes lo miraban.

Fray Pedro desgranaba las cuentas de su rosario de semillas. Y yo sentía, en todos ellos, una tácita solidaridad con Rosario. Aquí, el factor de disturbios, que todos repelían por instinto, era Mouche. Todos adivinaban que la violenta reacción de la otra se debía a algo que le confería el derecho de haber agredido con tal furia -algo que los caucheros, por ejemplo, podían atribuir al despecho de Rosario, tal vez enamorada de Yannes y enardecida por el insinuante comportamiento de mi amiga. Transcurrieron varias horas de sofocante calor, durante las cuales cada cual se encerró en sí mismo. A medida que nos acercábamos a la selva, yo advertía, en los hombres, una mayor aptitud para el silencio. A ello se debía, acaso, el tono sentencioso, casi bíblico, de ciertas reflexiones formuladas con muy pocas palabras.

Cuando se hablaba era en tiempo pausado, cada cual escuchando y concluyendo antes de responder. Cuando la sombra de las piedras comenzó a espesarse, el doctor Montsalvatje nos trajo de la choza de los herbarios la más inesperada noticia: Mouche tiritaba de fiebre. Al salir de un sueño profundo, se había incorporado, delirando, para hundirse luego en una inconsciencia estremecida de temblores. Fray Pedro, autorizado por la larga experiencia de sus andanzas, diagnosticó la crisis de paludismo -enfermedad a la cual, por lo demás, no se concedía gran importancia en estas regiones-. Se deslizaron comprimidos de quinina en la boca de la enferma, y quedé a su lado rezongando de rabia. A dos jornadas del término de mi encomienda, cuando hollábamos las fronteras de lo desconocido y el ambiente se embellecía con la cercanía de posibles maravillas, tenía Mouche que haber caído así, estúpidamente, picada por un insecto que la eligiera a ella, la menos apta para soportar la enfermedad. En pocos días, una naturaleza fuerte, honda y dura, se había divertido en desarmarla, cansarla, afearla, quebrarla, asestándole, de pronto, el golpe de gracia. Me asombraba ante la rapidez de la derrota, que era como un ejemplar desquite de lo cabal y auténtico. Mouche, aquí, era un personaje absurdo, sacado de un futuro en que el arcabuco fuera sustituido por la alameda. Su tiempo, su época, eran otros. Para los que con nosotros convivían ahora, la fidelidad al varón, el respeto a los padres, la rectitud de proceder, la palabra dada, el honor que obligaba y las obligaciones que honraban, eran valores constantes, eternos, insoslayables, que excluían toda posibilidad de discusión. Faltar a ciertas leyes era perder el derecho a la estimación ajena, aunque matar por hombría no fuese culpa mayor. Como en ios más clásicos teatros, los personajes eran, en este gran escenario presente y real, los tallados en una pieza del Bueno y el Malo, la Esposa Ejemplar o la Amante Fiel, el Villano y el Amigo Leal, la Madre digna o indigna. Las canciones ribereñas cantaban, en décimas de romance, la trágica historia de una esposa violada y muerta de vergüenza, y la fidelidad de la zamba que durante diez años esperó el regreso de un marido a quien todos daban por comido de hormigas en lo más remoto de la selva. Era evidente que Mouche estaba de más en tal escenario, y yo debía reconocerlo así, a menos de renunciar a toda dignidad, desde que había sido avisado de su ida a la isla de Santa Prisca, en compañía del griego. Sin embargo, ahora que había sido derribada por la crisis palúdica, su regreso implicaba el mío; lo cual equivalía a renunciar a mi única obra, a volver endeudado, con las manos vacías, avergonzado ante la sola persona cuya estimación me fuera preciosa -y todo por cumplir una tonta función de escolta junto a un ser que ahora aborrecía. Adivinando tal vez la causa de la tortura que debía reflejarse en mi semblante, Montsalvatje me trajo el más providencial alivio, dicendo que no tendría inconveniente en llevarse a Mouche, mañana. La conduciría hasta donde pudiera aguardarme con toda comodidad: forzarla a seguir más adelante, débil como quedaría después del primer acceso, era poco menos que imposible.

Ella no era mujer para tales andanzas. Anima, vágula, blándula -concluyó irónicamente-. Le respondí con un abrazo.

La luna ha vuelto a alzarse. Allá, al pie de una piedra grande muere el fuego que reunió a los hombres en las primeras horas de la noche. Mouche suspira más que respira y su sueño febril se puebla de palabras que más parecen estertores y garrasperas.

Una mano se posa sobre mi hombro: Rosario se siente a mi lado en la estera, sin hablar. Comprendo, sin embargo, que una explicación se aproxima, y espero en silencio. El graznido de un pájaro que vuela hacia el río, despertando a las chicharras del techo, parece decidirla. Empezando con voz tan queda que apenas si la oigo, me cuenta lo que demasiado sospecho. El baño en la orilla del río. Mouche, que presume de la belleza de su cuerpo y nunca pierde oportunidad de probarlo, que la incita, con fingidas dudas sobre la dureza de su carne, a que se despoje del refajo conservado por aldeano pudor.

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