Fue entonces cuando la pintora, respondiendo a una palabra de ella, me pidió que pasáramos algunos días en su casa de Los Altos, apacible población de veraneo, muy favorecida por los extranjeros, a causa de su clima y de sus talleres de platería, en la que, por lo mismo, se aplicaban blandamente las disposiciones policiales. Allí tenía su estudio, en una casa del siglo XVII, conseguida por una bagatela, cuyo patio principal parecía una réplica del patio de la Posada de la Sangre, de Toledo. Mouche había aceptado ya la invitación, sin consultarme, y hablaba de paseos florecidos de hortensias silvestres, de un convento que tenía altares barrocos, magníficos artesonados, y una sala donde se flagelaban las profesas al pie de un Cristo negro, frente a la horripilante reliquia de la lengua de un obispo, conservada en alcohol para recuerdo de su elocuencia. Permanecí indeciso, sin responder, menos por falta de ganas que un tanto ardido por el desenfado de mi amiga, y, como había cesado el peligro, abrí la ventana sobre un atardecer que ya pasaba a ser noche. Noté entonces que las dos mujeres se habían puesto del más lucido atuendo para bajar al comedor. Iba a hacer mofa de ello cuando advertí en la calle algo que mucho me interesó: una tienda de víveres, que me había llamado la atención por su raro nombre de La Fe en Dios, con ristras de ajos colgadas de las vigas, abría su puerta más pequeña para dar entrada a un hombre que se acercaba rasando las paredes, con una cesta colgada del brazo. A poco volvía a salir, cargando panes y botellas, con un veguero recién prendido. Como me había despertado con una lacerante necesidad de fumar y no quedaba tabaco en el hotel, señalé aquello a Mouche, que estaba ya en trance de aprovechar colillas. Bajé las escaleras y, urgido por el temor de que se cerrara aquel comercio, crucé la plaza a todo correr. Ya tenía veinte paquetes de cigarrillos en las manos cuando se abrió una recia fusilería en la bocacalle más próxima. Varios francotiradores, apostados sobre la vertiente interior de un tejado, respondieron con rifles y pistolas por sobre la crestería. El dueño de la tienda cerró apresuradamente la puerta, pasando gruesas trancas detrás de los batientes. Me senté en un escabel, cariacontecido, dándome cuenta de la imprudencia cometida por confiar en las palabras de mi amiga. La revolución había terminado, tal vez, en lo que se refería a la toma de los centros vitales de la ciudad; pero seguía la persecución de grupos rebeldes. En la trastienda, varias voces femeninas abejeaban el rosario. Un olor a salmuera de abadejo se me atravesó en la garganta. Volteé unos naipes dejados sobre el mostrador, reconociendo los bastos, copas, oros y espadas de los juegos españoles, cuya pinta había olvidado. Ahora, los disparos se hacían más espaciados. El tendero me miraba en silencio, fumando una breva, bajo la litografía de la miseria de quien vendió al crédito y la feliz opulencia de quien vendió de contado. La calma que dentro de esta casa reinaba, el perfume de los jazmines que crecían bajo un granado en el patio interior, la gota de agua que filtraba un tinajero antiguo, me sumieron en una suerte de modorra: un dormir sin dormir, entre cabeceadas que me devolvían a lo circundante por unos segundos. Dieron las ocho en el reloj de pared. Ya no se oían tiros. Entreabrí la puerta y miré hacia el hotel. En medio de las tinieblas que lo rodeaban brillaba por todos los tragaluces del bar y las arañas del hall que se divisaban a través de las rejas de la puerta de marquesina.
Sonaban aplausos. Al oír en seguida los primeros compases de Les Barricades Mysterieuses, comprendí que el pianista estaba ejecutando algunas de las piezas estudiadas aquella mañana en el piano del comedor, y con muchas copas bebidas, sin duda, pues a menudo los dedos se le descarrilaban en los ornamentos y appogiaiuras. En el entresuelo, detrás de las persianas de hierro, se bailaba. Todo el edificio estaba de fiesta. Estreché la mano al almacenista y me dispuse a correr, cuando sonó un tiro -uno solo -y una bala zumbó a pocos metros, a una altura que pudo ser la de mi pecho. Retrocedí, con un miedo atroz. Yo había conocido la guerra, ciertamente; pero la guerra, vivida como intérprete de Estado Mayor, era cosa distinta: el riesgo se repartía entre varios y el retroceder no dependía de uno. Aquí, en cambio, la muerte había estado a punto de darme la zancadilla por mi propia culpa. Más de diez minutos transcurrieron sin que un estampido rasgara la noche. Pero cuando me preguntaba si iba a salir nuevamente, se oyó otro disparo. Había como un atalayador solitario, apostado en alguna parte, que, de cuando en cuando, vaciaba su arma -un arma vieja, de vaqueta, sin duda- para tener la calle despejada. Unos segundos nada más tardaría yo en llegar a la acera del frente; pero esos segundos bastarían para que yo librara un terrible juego de azar. Pensaba por inesperada asociación de ideas, en el jugador de Buffon que arroja una varilla sobre un tablado, con la esperanza de que no se cruce con las paralelas del tablado. Aquí las paralelas eran esas balas disparadas sin blanco ni tino, ajenas a mis designios, que cortaban el espacio externo cuando menos se esperaba, y me aterraba la evidencia de que yo pudiera ser la varilla del jugador, y que, en un punto, en un ángulo de incidencia posible, mi carne se encontraría sobre la trayectoria del proyectil. Por otra parte, la presencia de una fatalidad no intervenía en ese cálculo de posibilidades ya que de mí dependía arriesgarme a perderlo todo por no ganar nada. Yo debía reconocer, al fin y al cabo, que no era el deseo de volver al hotel lo que me tenía exasperado en una banda de la calle. Repetíase lo que me había impulsado horas antes, dentro de mi borrachera, a viajar a través de aquel edificio de tantos corredores. Mi impaciencia presente se debía a mi poca confianza en Mouche. Pensándola desde aquí, en este lado del foso, del aborrecible tablado de las posibilidades, la creía capaz de las peores perfidias físicas, aunque nunca hubiera podido formular un cargo concreto contra ella, desde que nos conocíamos. Yo no tenía en qué fundar mi suspicacia, mi eterno recelo; pero demasiado sabía que su formación intelectual, rica en ideas justificadoras de todo, en razonamientos-pretextos, podía inducirla a prestarse a cualquier experiencia insólita, propiciada por la anormalidad del medio que esta noche la envolvía. Me decía que, por lo mismo, no valía la pena arrostrar la muerte por quitarme una mera duda de encima. Y, sin embargo, no podía tolerar la idea de saberla allí, en aquel edificio habitado por la ebriedad, libre del peso de mi vigilancia. Todo era posible en aquella casa de la confusión, con sus bodegas oscuras y sus incontables habitaciones, acostumbradas a los acoplamientos que no dejan huella.
No sé por qué se insinuó en mi mente la idea de que este cauce de la calle que cada tiro ensanchaba, ese foso, esa hondura que cada bala hacía más insalvable, era como una advertencia, como una prefiguración de acontecimientos por venir. En aquel instante ocurrió algo raro en el hotel. Las músicas, las risas, se quebraron a un tiempo. Sonaron gritos, llantos, llamadas, en todo el edificio. Se apagaron luces, se encendieron otras. Había como una sorda conmoción allí dentro; un pánico sin fuga. Y de nuevo se abrió la fusilería en la bocacalle más cercana.
Pero esta vez vi aparecer varias patrullas de infantería, con armas largas y ametralladoras. Los soldados empezaron a progresar lentamente, tras de las columnas de los soportales, alcanzando el lugar en donde estaba la tienda. Los francotiradores habían abandonado el tejado y las tropas regulares cubrían ahora el tramo de calle que me tocaba atravesar.
Haciéndome acompañar por un sargento llegué por fin al hotel. Cuando abrieron la reja y entré en el hall me detuve estupefacto: sobre una gran mesa de nogal transformada en túmulo, yacía el Kappelmeister, con un crucifijo entre las solapas de su frac.