Ir… cerré los ojos esperando que cuando volviera a abrirlos su presencia tentadora hubiera desaparecido. Me equivoqué. Seguía allí. Ante mí. Y aunque su rostro deseaba dar una apariencia indiferente pude percibir en sus hermosos ojos verdes la misma satisfacción apenas oculta que experimenta el felino momentos antes de lanzarse sobre su codiciada presa. Abrumado por aquella mirada, bajé la cabeza. Fue así como mis ojos chocaron con mi indumentaria. Tan sólo unas horas antes era un manto austero de batalla y combate. Ahora no pasaba de ser un gran trapo empapado de sangre en diversos estados de coagulación, la sangre de todos aquellos sacrificados por la supervivencia de Britannia, la sangre que había sido derramada por mí y por todos los britanni para que pudiéramos seguir siendo libres en medio de un mundo que se desplomaba bajo los golpes despiadados de los barbari… No, yo no podía regresar a Avalon. No me era lícito abandonar aquel campo de batalla entre la civilización y la barbarie mientras otros entregaban los últimos jirones de su existencia hasta el final.
Respiré hondo y levanté los ojos. Vivian seguía mirándome, pero ya apenas lograba ocultar la sonrisa. Alargó la diestra y susurró como sólo ella sabía hacerlo:
– Vámonos.
– No, Vivian. No voy a marcharme contigo -respondí rebañando la fuerza que precisaba de algún lugar oculto situado en lo más profundo de mi ser-. Mi lugar está aquí.
Y entonces la dama del lago, la dueña de la isla de Avalon, la única mujer a la que había amado por encima de cualquier consideración se volvió completamente transparente y su cuerpo se fue desvaneciendo como si estuviera formado por algún material sutil situado fuera del alcance del poder de los hombres. Por un instante, tan sólo un instante, quedaron flotando en el aire azul de la noche, sus labios, su sonrisa, sus ojos. Luego también desaparecieron y yo, con los miembros doloridos y el corazón sin posibilidad de recibir una restauradora cauterización, regresé a cumplir con mi deber.
QUINTA PARTE FINIS
Fama, malum qua non aliud velocius ullum… Una razón casi total tenía mi venerado Virgilio cuando señaló que no hay mal que supere en velocidad a la fama. He visto a demasiadas personas corrompidas por la popularidad y el aplauso como para poder negar esa realidad. Por la fama, el clérigo que era benévolo y compasivo busca tan sólo la aclamación de una masa que, a fin de cuentas, tampoco sabe mucho de él. Por la fama, el miles, valiente y esforzado, deja de cumplir con su deber y se entrega a veladas en las que lo único que se comenta son sus pasadas y ya inútiles hazañas. Por la fama, el sabio pierde la conciencia de lo que es realmente importante y se sumerge en la necedad inmensa de aceptar halagos inmerecidos y peligrosas adulaciones. Debemos guardarnos de las mentiras, no pocas veces groseras, de la Fama y mantenernos en el camino que Dios nos ha trazado. Poco importa la repercusión que tenga. Lo verdaderamente relevante es ser fiel a nuestro destino.
I
Los recuerdos que conservo de las semanas posteriores a la batalla de la colina son confusos y desazonantes, como las remembranzas de un beodo trastabillante al cabo de una agitada noche de borrachera. Lo más que he conseguido conservar de aquellos días son jirones sueltos de vivencias y retazos malcosidos de episodios. Mientras seguía ocupándome de recomponer huesos y de administrar pócimas, me llegaban noticias continuas de la manera en que Artorius había logrado aniquilar por completo a los despiadados barbari. Sin embargo, a pesar de la importancia de lo que sucedía, mi corazón estaba en otro lugar. Tras contemplar a Vivian una sensación pesada de dolor imposible de calmar se había apoderado nuevamente de mi corazón. Era como el caso de aquel enfermo que piensa haber sanado completamente de su dolencia y que descubre desazonado que los síntomas más álgidos comienzan a asaetearlo con singular dureza. Había pensado que se vería libre del sufrimiento y, de repente, se encuentra con que éste se hallaba tan sólo agazapado en una curva invisible del camino de la vida esperando el momento para asestarle el peor de los golpes.
– Fueron días terribles -no podría negarlo- en los que el sueño me permitía reposar someramente. Sin embargo, cuando me levantaba por las mañanas mi cuerpo y mi corazón eran presa de una sensación de apenas haberme dejado caer en el lecho y, sobre todo, en mi interior se hacía presente con más fuerza que nunca el recuerdo de Vivian, de la Vivian que había conocido tiempo atrás y en cuyos brazos había encontrado el amor, pero también de la Vivian que había aparecido en medio del fragor y el estruendo para invitarme a marchar a su mundo. Intentaba entonces expulsarla de mis dolorosos pensamientos convencido de que su memoria equivalía a apretar con la mano desnuda los restos de un jarro roto, un jarro que no se recompondrá, pero que puede destrozar todo un miembro. Y así se agitaba mi espíritu, y padecía mi alma y sufría mi cuerpo, cuando recibí la orden de encaminarme a Camulodunum.
Resultaría difícil exagerar la alegría que encontré en aquel enclave donde Artorius había fijado la sede de su gobierno. Los habitantes de aquella población se hallaban poseídos por un sentimiento de importancia que -debo confesarlo- me parecía exagerado, pero, a la vez, no dejaba de inspirarme cierto poso de diversión. Sí, diversión porque aquellos campesinos britanni parecían sentirse tan importantes como aquellos otros de la península Itálica que formaron el imperio romano. Pero no se trataba sólo de ellos. A Camulodunum no dejaban de afluir como un verdadero torrente sujetos de las más diversas procedencias. Los clérigos de las iglesias restauradas que venían a traer frutos de la tierra a Artorius y a pedirle nuevos favores; los milites que no habían querido combatir desde hacía años, pero que ahora sentían un reverdecer de su ardor castrense; los supuestos sabios que deseaban transmitir unas enseñanzas a las que ponían precio; los mercaderes que ansiaban volver a vender y comprar con tranquilidad; los lugareños de las más diversas procedencias que reclamaban justicia… toda aquella gente y muchísima más llegaba a Camulodunum y en no pocas ocasiones decidía quedarse para siempre.
– Y es que -no podía negarse- a esas alturas la ley y el orden se habían impuesto en la zona de Britannia sometida al gobierno de Artorius, el Regissimus. Todo ello se sustentaba
– como señala el apóstol Pablo en su epístola a los romanos- en el poder de la espada que esgrime la autoridad. Aquellos equites, escasos, pero bien entrenados; reducidos en número, pero aguerridos; pocos, pero rápidos como el relámpago a la hora de llegar a donde se les necesitaba, eran la clave de toda la restauración llevada a cabo por Artorius. No resulta extraño por ello que no tardaran en difundirse las leyendas más extravagantes sobre ellos y que incluso se llegara a decir que la espada del Regissimus cantaba. Sin duda, su utilización había debido de parecerle a muchos más armoniosa que un coro de ángeles celestiales. Sin embargo, aun aceptando que sobraban los motivos para el gozo, mi espíritu se hallaba desposeído de paz.
Artorius había decidido otorgarme unas dependencias en el castra. Eran -podía decirse así- espaciosas, pero no conseguí encontrar mi sitio en medio de aquella ciudad casi renacida de la nada. Como sucede en tantas ocasiones, la infelicidad del presente me catapultó hacia los recuerdos de un pasado que yo recordaba no con exactitud, pero sí con enorme nostalgia. Debía asistir a desfiles de triunfo y gloria, pero mi corazón vagaba en esos momentos por una pequeña iglesia cuyos escalones de piedra basta subía y bajaba sin cesar o era invitado a un banquete celebrado por el Regissimus y
sus equites, pero mis manos apenas tocaban los alimentos mientras mi mente divagaba por una isla de playas blancas y prados herbosos. La gente de Artorius se percataba de mi aspecto distraído, por supuesto, ya que nunca he sido muy hábil para disimular y además ni siquiera lo pretendía. Sin embargo, lo atribuían a mi sabiduría que, dicho sea de paso, era más supuesta que real.