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Como supo ver tan correctamente el apóstol de los gentiles, la preocupación hacia los demás debe comenzar por los cercanos y quien no se ocupa de su familia, de su mujer, de sus hijos, es peor que un infiel o que un renegado.

III

Como toda Britannia sabe, Artorius obtuvo una clamorosa victoria sobre los barbari que venían de Hibernia y, como yo esperaba, sucedió a Aurelius Ambrosius de acuerdo con las disposiciones de su última voluntad. No encontró oposición alguna porque resulta difícil enfrentarse con un hombre que acaba de obtener un triunfo extraordinario, porque el Regissimus lo había adoptado y establecido que le sucediera y porque yo, un físico del que se narraban las más increíbles historias, había dado fe de su voluntad.

«La espada del Regissimus estaba hundida en una piedra y el físico le ha mostrado a Artorius cómo sacarla…», llegó a comentar alguno de los soldados no demasiado entusiasmado con la sucesión.

La verdad es que había algo de verdad en lo que decía, pero me consta que con el paso del tiempo esa frase ha dado lugar a las leyendas más absurdas sobre Artorius arrancando una espada de una roca gracias a mi magia prodigiosa y a mis consejos. Creo que la facilidad exagerada con que la gente presta oídos a las consejas más absurdas es uno de los comportamientos más tristes que me ha sido dado observar y el hecho de que esas leyendas afirmen prodigios de mí no me las convierte en más gratas. Más bien todo lo contrario. Soy más consciente de la falsedad absoluta que las nutre y de la estúpida credulidad que las recibe. Para ser sinceros, la realidad fue algo diferente.

Recuerdo con nitidez el primer momento en que volví a ver a Artorius. Nada más percibir su silueta, fuerte y maciza, parpadeé para verificar que era quien yo pensaba, pero no necesité asegurarme. Fue él quien me dijo:

– Soy Artorius y me dicen que tú eres el físico que tiene el testamento del Regissimus.

Sin decir una sola palabra, me llevé la mano al pecho y le tendí el escrito. Lejos de dejar de manifiesto la menor premura, desenrolló el texto con calma y, cuando se percató de la incómoda falta de luz, se acercó a una de las ventanas. No tardó demasiado en descifrarlo, de lo que deduje que poseía una cierta formación.

– ¿Esto es lo que dijo el Regissimus? -me preguntó a la vez que me devolvía el documento.

Cualquier otra persona se hubiera sentido ofendida ante unas palabras como aquéllas, pero yo no tenía tiempo para ese tipo de sentimientos, no pocas veces inútiles. Le miré procurando no exteriorizar lo que me pasaba por el corazón y respondí:

– Yo mismo tomé nota de todo lo consignado. Todo, absolutamente todo, son palabras del difunto.

Artorius frunció los labios y se acarició el mentón con suavidad. Fue así como pude percatarme de que su equipo castrense no se hallaba en la mejor situación.

– ¿Por qué -comenzó a preguntar- crees que dejó establecido que el Regissimus… el que venga después que yo si es que los soldados aceptan que yo sea el nuevo, tenga que descender de la familia de Aurelius Ambrosius?

Tenía respuesta a aquella pregunta. Cuestión distinta era que estuviera dispuesto a dársela a Artorius.

– Domine -dije-. Creo que las razones son lo de menos. El testamento tiene dos condiciones resolutivas y si cualquiera

de ellas no es obedecida, no podrás ser Regissimus. Creo que eso es lo que importa.

Artorius pareció dudar por un instante. Incluso entornó los ojos oscuros como si así pudiera ver lo que albergaba en el interior de mi corazón. Sin embargo, Dios no le había otorgado ese don maravilloso y, al comprobar que mi silencio persistía, desistió de sus intenciones.

– Sí -dijo al fin-. Tienes razón. Aparte de la razón, ¿tienes caballo?

– No -respondí.

– Temo que no puedo proporcionarte ninguno -señaló torciendo el gesto pesaroso de lo que deduje que, verdaderamente, lamentaba que tuviera que ir a pie-. En cualquier caso, desearía contar con tus servicios… Un físico…

– … siempre es útil para un ejército en guerra -concluí su frase.

– Sí… sí… -aceptó con una sonrisa de satisfacción ante mi respuesta-. Bueno, no perdamos más tiempo. Mis hombres esperan.

No había dejado de llover, el camino se había convertido en un ancho canal de barro fluido y me costaba mantener la marcha al mismo ritmo que los caballos. Aun así, no me sentí mal mientras nos dirigíamos al castra. Todo lo contrario. Cuanto más lo pensaba, más me parecía que Artorius era una elección excelente, tan excelente que nunca se me hubiera podido ocurrir por mí mismo. Por supuesto, no era un hombre especialmente profundo ni cultivado, pero sí daba la impresión de ser valeroso. Al mismo tiempo y a juzgar por la manera en que lo miraban sus hombres -no pocos de los cuales tenían el cuerpo surcado de cicatrices, cortes o heridas- daba la sensación de que faltaba poco para que lo veneraran. Me decía que por la manera en que emitía órdenes, en que cabalgaba o en que echaba mano de las armas en algunos momentos, sólo podía pensar que era alguien decidido a combatir si resultaba necesario. Esa circunstancia me parecía especialmente relevante ya que de nada hubiera servido un jefe más elocuente o más erudito si luego le hubieran faltado las cualidades esenciales en una guerra, el deseo de vencer y el valor para convertir ese anhelo en realidad.

A todo aquello se unía algo más que hacía que me sintiera animado a pesar del frío, de la lluvia y del barro. Mientras escribía el testamento de Aurelius Ambrosius había comprendido que tras dejar Avalon y, sobre todo, a Vivian, aquel don del que me había hablado Blastus años atrás había vuelto a manifestarse en mí. Era bien cierto que, aunque yo había salido de su isla, Vivian no había salido de mi corazón. Tampoco podía negar que no pocas veces a lo largo del día, sin ninguna razón aparente, las imágenes de sus ojos, de sus manos, de sus labios o de sus senos me sabían desde lo más profundo del corazón provocándome un efecto invenciblemente turbador. Sentía entonces como un dolor repentino provocado por la fuerte convicción de que no volvería a escuchar su voz musical o de que nunca me tropezaría con su figura excepcional al abrir los ojos por la mañana. Sin embargo, ahora, al reflexionar en el hecho de que había regresado al lagar concreto que Dios había dispuesto para mí, quizá desde antes de mi nacimiento, experimentaba un consuelo suave similar al que se siente cuando se recibe el dulce beso del bálsamo sobre una herida que arde.

En este tipo de pensamientos me hallaba inmerso cuando vislumbré a lo lejos los muros del castra. No es el que aquella imagen fuera la más adecuada para despertar entusiasmo algano, pero, como mínimo, allí contaríamos con un fuego ante el que secarnos y quizá con algo de comida caliente. La manera en que los soldados empapados y exhaustos comenzaron a hablar por lo bajo, casi al unísono, y los caballos a piafar me convenció de que no sólo yo albergaba esas sensaciones con respecto al castra.

Los libros que nos han llegado de la antigua Roma relatan que en su guerra contra Pompeyo el gran julio César se vio sometido a las privaciones más extremas. Sus soldados llegaron incluso a cocinar un repugnante pan de raíces por la sencilla razón de que no contaban con trigo ni con nada que lejanamente se le pareciera. Sin embargo, aquella circunstancia no los desanimó. Todo lo contrario. Se valieron de aquella miseria forzosa para gritar a sus enemigos que eran mejores que ellos. Debo decir si he de ser sincero que los soldados de Artorius no llegaban a la altura de los de julio César. Tampoco su alimento. No pasaba de ser un potaje blanquecino, viscoso y humeante que -quise suponer- estaba cocinado con agua y algunos cereales. Sin embargo, estaba caliente y puedo asegurar que se lo comieron con verdadera fruición.

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