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Aún me lo estaba preguntando cuando contemplé la figura enjuta y canosa de un anciano. Caminaba como un beodo indecente y, por un instante, temí que lo hubieran golpeado. Sin embargo, nada indicaba que tuviera heridas. De repente, el hombre se detuvo, alzó de forma inesperada los brazos al cielo y comenzó a llorar. Su llanto sobrepasaba las fronteras de lo normal. No lo digo por el dolor terrible que parecía provocarlo, sino por la manera espantosa en que se manifestaba. Era como si todo su cuerpo estuviera invadido por un demonio que le hubiera inyectado un incomparable pesar y lo paralizara e inmovilizara en espasmos sucesivos. Desplomado de hinojos sobre el embarrado suelo de la mísera aldea, lo mismo se quedaba inmóvil que se convulsionaba lanzando alaridos más similares a los de una bestia herida que a los que salen de bocas humanas. Dios santo, ¿qué espectáculo infernal podía haber visto aquel anciano para estar tan abrumado por la desgracia? Aún me estaba formulando esa pregunta y otras similares, cuando el desdichado, apenas un pegote de dolor derrumbado sobre el fango, levantó los ojos hacia las nubes y con el rostro distorsionado en una horrible mueca gritó:

– ¡Roma ha caído!

Quis cladem illius noctis, quis funera fando, explicet aut possit lacrimis aequare labores?… Siempre me ha sobrecogido que cuando Virgilio quiso describir en la Eneida la terrible desgracia que significó la destrucción de Troya, recurriera a formular una pregunta: ¿Quién sería capaz de explicar con palabras la carnicería de aquella noche, quién sería capaz de explicar con palabras las muertes, quién sería capaz de igualar nuestras desgracias con lágrimas? Sí, no se equivocaba. Al fin y a la postre, nadie es capaz de narrar de manera cabal la desgracia y no sólo aquella que es gigantesca y afecta a millares de personas, sino también la más reducida, la personal, la individual. ¿Cómo poder describir el impacto de la muerte de un hijo, de la pérdida de un padre, de las dentelladas de la enfermedad? Y, a fin de cuentas, dramas como ésos se repiten cada día debajo del sol… pero lo que se refiere a los reinos e imperios… cada generación conoce desgracias distintas y la que viene a continuación ignora cómo comportarse de la manera más adecuada y, sobre todo, ya no sabe qué significó Media y Persia, Babilonia y Asiria, Grecia… y Roma. Sí, también la Roma que, entre otros, dio al mundo a mi admirado Virgilio.

II

Aquellos por cuya vida no hayan pasado treinta inviernos, incluso los que hayan contemplado menos de cuarenta, jamás podrán comprender lo que significó la caída de Roma. Durante años, habíamos esperado que algún emperador, el que fuera, decidiera enviar refuerzos a Britannia para acabar con los barbari. Se sucedían los unos a los otros, perdían un pedazo tras otro del imperio, pero aun así la esperanza no desaparecía. Por el contrario, tengo la sensación de que, por un curioso fenómeno del espíritu, aumentaba, crecía, se engrandecía como si la fe fuera más necesaria cuanto peor resultaba la situación. Si no era este césar, sería el siguiente; si no lo aprobaba este senado, lo aprobaría el próximo, pero ¿cómo iba Roma a abandonar Britannia de manera definitiva? La realidad desnuda e innegable era que Roma agonizaba, poco a poco, y que ya tenía bastante con intentar -si es que lo pretendía- salvarse a sí misma. Porque, para ser honrados, no se puede decir que se esforzara mucho. Por el contrario, los romanos parecían empeñados en mirar hacia otro lado y en disfrutar de las delicias de la mesa y del lecho mientras los barbari arrasaban todo a su paso. «No será grave -se decían-, se acabarán convirtiendo en romanos» o cacareaban «el imperio es rico para todos» o «todas las civilizaciones tienen cabida dentro de las fronteras de Roma.» Difícilmente, hubieran podido comportarse de una manera más estúpida e irresponsable.

Dos años antes de su caída, más o menos cuando yo abandonaba la casa de Blastus para acudir a la llamada de Aurelius Ambrosius, la península Italiana era ya un verdadero caos. Un general llamado Julius Nepos se sentó en el trono con la intención de acabar sus días luciendo la codiciada diadema imperial. Como sólo creía en sí mismo y Roma no le importaba, entregó la Auvernia a unos barbari conocidos como visigothí. Pensaba que así compraría la paz, pero lo único que consiguió fue excitar más a los enemigos del imperio y que lo vieran como a un sujeto débil al que podían arrancar todo. En el verano anterior a la caída de Roma, uno de sus lugartenientes, llamado Orestes, lo asesinó para, acto seguido, nombrar emperador a su hijo Romulus Augustulus. Julius Nepos tan sólo había estado en el poder catorce meses, pero el daño que había hecho era inmenso.

Cuando los barbari, al mando de un tal Odoacro, supieron que el nuevo emperador era tan sólo un niño decidieron encaminarse hacia Roma para sacar tajada de aquel cambio. Habían visto a tantos prohombres del imperio entregando territorios que exigieron la tercera parte de Italia. A decir verdad, eso es lo que venía sucediendo desde hacía un siglo, pero ahora Orestes decidió plantarles cara si no por amor a Roma, sí por deseo de proteger a su hijo. Esa actitud hubiera sido la indicada tan sólo unos años antes, pero, a esas alturas, ya resultaba inútil. Odoacro descendió por la península Italiana arrasando todo a su paso y con la intención de aniquilar a las fuerzas de Orestes, fueran las que fuesen. El general sabía mejor que nadie que eran poco de fiar y decidió encerrarse en una ciudad llamada Pavía y esperar a que Odoacro, cansado del asedio, se retirara. Pero, a esas alturas, nadie estaba dispuesto a defender a Roma. ¿Por qué iban a hacerlo si los emperadores, los senadores y los generales no se habían ocupado de tan necesaria misión desde hacía tanto tiempo que ni siquiera podían recordarlo? A los dos días, dos días tan sólo, Pavía abrió sus puertas a Odoacro y los barbari entraron en la ciudad. Como era habitual en ellos no manifestaron el menor asomo de compasión. Degollaron a todos sus habitantes, incluidos los ancianos y los niños, y, a continuación, redujeron la ciudad de Pavía a un montoncito de pavesas. Tan ocupados estaban en lo que mejor sabían hacer, es decir, en asesinar y destruir, que ni siquiera se percataron de que Orestes había aprovechado la confusión para fugarse. Duró poco. Al cabo de una semana, dieron con él en Piacenza y esta vez lo ejecutaron.

Nada se oponía ya a que los guerreros de Odoacro marcharan sobre Roma. Lo hicieron sin encontrar resistencia alguna, salvo la de aquellas mujeres que no estaban dispuestas a dejarse violar de buen grado. Por una paradoja del destino, Odoacro no mató a Romulus Augustulus. Al parecer, quedó asombrado porque no se asustó al ser llevado ante su presencia -justo lo contrario de lo que había visto en el resto de los romanos- y decidió permitir que acabara sus días en una villa cercana a Neapolis. Incluso le asignó una pensión anual de seis mil sueldos. Me consta que las malas lenguas afirman que se trató de un soborno para que no ofreciera resistencia y entregara Roma sin combatir, pero creo que Odoacro no necesitaba valerse de esas artimañas para rendir a una ciudad que desde mucho tiempo atrás había decidido no defenderse de los barbari. Más bien estaba dejando de manifiesto que los barbari sabían reconocer el valor, ese valor que de haberles hecho frente años antes hubiera salvado Roma. Así, terminó el dominio de una ciudad que había sido fundada en el centro de Italia setecientos cincuenta y tres años antes del nacimiento del Salvador y que después aún pervivió con brillantes épocas de esplendor durante casi medio milenio. Sólo los que han visto las doradas hojas del otoño más (le cuarenta o cincuenta veces comprenden, siquiera en parte, lo que eso significó entonces, pero aquella mañana en que contemplé a un anciano gimiendo bajo la tempestad casi todos comprendían la magnitud de la tragedia. De manera definitiva, habíamos quedado abandonados a nuestra suerte y eso implicaba la esclavitud e incluso la muerte a manos de los paganos.

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