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– Sigue siendo fiel. Me consta que no es fácil y es muy probable que en alguna ocasión retrocedas. No te preocupes nunca por ello. Aunque a veces temas haber abandonado el combate te sucederá como a Aquiles cuando dejó la guerra de Troya…

-Erunt etiam altera bella atque iterum ad Troiam magnus mittetur Achilles… [30] -susurré recordando a Virgilio.

– Así es -corroboró Blastus con una sonrisa de exultante orgullo-. No pienses en las derrotas, ni en el dolor, ni en lo que parezca que has perdido. Tú has venido a este mundo con un propósito especial y a él debes mantenerte fiel. Debes serlo no por ti, sino porque así lo ha dispuesto Dios y porque sólo así te convertirás en útil a tus semejantes.

– Iré a por más leche -dije echando mano del jarro que reposaba vacío sobre la mesa.

Blastus negó con la cabeza y, al hacerlo, pude ver cómo un rayo violáceo procedente de la ventana cruzaba la habitación y se golpeaba contra su rostro proporcionándole un aspecto extraordinariamente juvenil. Estaba amaneciendo.

– Tengo que irme -señaló mientras se ponía en pie.

– Pero… pero, magister… -protesté-. Tienes que descansar.

Estuve a punto de dar como motivo su avanzada edad, pero pude contenerme a tiempo. Hubiera resultado intolerable considerar anciano a quien mantenía encendida en su corazón la llama de la juventud.

– Aún me queda mucho camino que recorrer durante el día de hoy -dijo dirigiéndose con un paso sorprendentemente firme hacia la puerta-. La iglesia de mi pueblo, ¿sabes? Hay unas pinturas…

Se alejó con paso apresurado y firme, casi como si fuera un legionario, hasta alcanzar el bosque de olmos frondosos en el que se perdió. Fue la última vez que lo vi y, como siempre, me dejó rebosante de motivos de gratitud, porque cuando entré nuevamente en mis dependencias y volví a cerrar la puerta tras de mí, la paz de espíritu se había convertido nuevamente en una realidad.

Nescia mens hominum fati sortisque futurae et servare modum rebus sublata secundis… No faltaba a la verdad Virgilio al afirmar que la mente de los hombres ignora el destino y la suerte futura. No es menos cierto que a tan delicada situación se suma otra, la de que, embriagados por el favor de la fortuna, no sepamos guardar la moderación indispensable. Parece como si la ignorancia de cuáles puedan ser las consecuencias fatales de nuestros actos nos privara, en no pocas ocasiones, de la sensatez y del sentido común necesarios para continuar nuestro camino en este mundo. Y, sin embargo, debería suceder exactamente todo lo contrario.

Precisamente porque ignoramos lo que puede derivar de nuestros actos ni siquiera el disfrutar de una fortuna benévola debería llevarnos al descuido o la despreocupación. Todo lo contrario. Las razones abundan, pero una de las no menos relevantes es que la buena suerte, la fortuna agradable, el destino grato siempre atraen a una nube de envidiosos, envidiosos de los que nos hubiéramos visto libres si nuestra existencia se hubiera hundido en la desgracia. Por ello, si somos desdichados, hemos de comportarnos con una acrisolada prudencia para evitar la prolongación de nuestro infortunio y si, por el contrario, resultamos afortunados no debemos creer que hagamos lo que hagamos todo saldrá bien. No, acentuemos entonces nuestra sensatez. A decir verdad, nunca lo haremos en exceso.

II

Roma nunca regresó a su antiguo esplendor. Me han contado que su obispo se esfuerza por mantener la herencia de esa ciudad convertida en un islote en medio de un océano de barbarie. Ignoro los resultados que está teniendo en su empeño y, sobre todo, el coste que representa y representará tanto si alcanza su meta como si no lo consigue. En cualquier caso, lo cierto es que, poco a poco, todos fueron llegando a la conclusión de que lo desaparecido y muerto, nunca volvería a resucitar y a hacer acto de presencia. De hecho, los barbari comenzaron incluso a crear reinos cosiendo los retazos desgarrados de la antigua Roma. Supe así que los francos se habían apoderado de las Galias, que los visigodos -los más cultivados de los barbari- regían Hispania y que los ostrogodos se habían aposentado en buena parte de Italia. En los restos, pujantes pero restos a fin de cuentas, del antaño altivo imperio romano se habían ido formando reinos regidos precisamente por los que tanto habían contribuido a aniquilarlo. Vistas así las cosas, quizá no deba sorprender tanto que Artorius prestara oídos a los que le pedían que se proclamara Rex. A fin de cuentas, y a diferencia de los barbari, el Regissimus no era un invasor. Incluso había intentado por más tiempo que nadie evitar que se desplomaran los dañados muros de un edificio derruido. Durante años había ejercido las funciones del Regissimus Britanniarum, había aplicado el ius romanum e incluso se había valido, con alguna modificación, de legiones que eran, esencialmente, romanas. Ahora había decidido ser única y exclusivamente britannus y además serlo como imperator, a semejanza de aquellos caudillos que siglos atrás habían derrotado: Julio César, Claudio y Adriano.

No estaba yo dispuesto a respaldar semejante idea y cuando Artorius anunció -con gran aplauso de todos, no lo olvidemos- que sería coronado imperator en Luguvalium yo adopté la firme resolución de no asistir. Me consta que mi decisión ocasionó al Regissimus un profundo pesar. Sé que fue así porque me envió a Caius y a Betavir, compungidos y, sobre todo, decididos a convencerme de que tenía que asistir a la ceremonia si no por convicción, al menos por sentido del deber o, siquiera, por amistad. Se esforzaron y cumplieron bien con sus órdenes, pero no lograron persuadirme.

Apenas un par de semanas después, solicité de Artorius -al que no me dirigí como imperator- el permiso para marchar al norte y dedicarme allí a proporcionar una educación a algunos jóvenes. Tardó algún tiempo en responder, aunque he de señalar en honor de la verdad que no me vi obligado a reiterarle mi súplica. Un par de legionarios apareció un día ante mi morada para entregarme un permiso del imperator -¡valiente majadería!- y una suma de dinero que, generosamente, me otorgaba para mi futura labor.

Por unos instantes, dudé si debía aceptar o no aquellos fondos. Tentado estuve de rechazarlos pensando que, quizá, Artorius me acusaba indirectamente de marcharme de lo que ahora era su corte tan sólo porque no me había colmado de regalos como a otros de sus antiguos conocidos. Sin embargo, rechacé aquella interpretación porque no me parecía que Artorius pudiera alcanzar un nivel de sutileza semejante. Por otro lado, aunque sólo fuera para conseguir trasladar algunos libros y habilitar algún modesto edificio necesitaba aquel dinero. Así, que rogué al mensajero que comunicara a Artorius -así, Artorius, a secas sin el título de imperator- mi más sincera gratitud y me guardé la bolsa. Creo que hice bien.

Poner en funcionamiento aquel studium me absorbió más de lo que hubiera podido pensar. También me proporcionó una alegría que vino a perfeccionar, suave y firmemente, la paz que ya disfrutaba. Viendo cómo aquellas mentes juveniles se esforzaban por entender el mundo y, partiendo de la filosofía, por vivir recta y justamente en él, me distrajo de cualquier cuita. Estoy convencido de que pocas ocupaciones son más necesarias que las de magister. A él le está encomendado el transmitir el saber, es cierto, pero, sobre todo, el necesario arte de enseñar a pensar de tal manera que nadie pueda engañar a los discípulos.

Durante varios años, no muchos y demasiado veloces, fui tranquilamente feliz sin ocuparme del nuevo regnum de Britannia ni acordarme de su ungido imperator. Ocasionalmente, me llegaban noticias sobre la manera en que, al parecer, andaba yo recorriendo los lugares más insólitos del mundo a la vez que realizaba los más increíbles prodigios. Incluso me enteré de que circulaba la historia sugestiva de que estaba viviendo un amor ardiente, aunque pecaminoso, con una mujer que me había entregado su lozana juventud a cambio de que la iniciara en los arcanos tremendos de mi sabiduría oculta. Por supuesto, nada de aquello era verdad, pero no tenía especial interés en desmentirlo y aunque hubiera acometido esa tarea seguramente nadie me hubiera creído. Con seguridad, hubieran atribuido a la modestia o al sigilo mi deseo de negar los relatos que difundían mil bocas crédulas y escuchaban miríadas de oídos ávidos de cosas nuevas.

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[30] Aún habrá otras guerras y el gran Aquiles será enviado nuevamente a Troya.

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