VI
Medrautus había rodeado Cambloganna con una línea de trincheras mal cavadas y otras de empalizadas no mejor concluidas. Había intentado repetir el sistema romano de defensa, pero me resultaba obvio que sus conocimientos eran muy rudimentarios. El plan de Artorius consistía en rebasar aquellos primeros obstáculos con rapidez y acometer el castra por cuatro puntos a la vez con la intención de impedir al enemigo concentrar sus defensas en un solo lugar. Confiaba en que la veteranía de sus tropas se impusiera a la bisoñez de los seguidores de Medrautus. En no escasa medida, eran seguidores entusiastas, pero también muy jóvenes. Cabía la posibilidad de que, enfrentados no con las perspectivas de éxito que tanto les había prometido Medrautus en su nuevo reino, sino con el vigor de las fuerzas de Artorius, su resistencia fuera limitada.
Contemplé desde lo alto de una colina chata y herbosa la evolución de las tropas de Artorius. No, no eran las altivas legiones sobre las que tanto había leído a lo largo de mi vida, pero se trataba de un ejército imponente, un ejército en el que la infantería tenía un papel mucho más reducido y en el que los equites habían dejado de ser tropas de apoyo para convertirse en los verdaderos señores del combate, en la nueva y terrible arma que decidiría cualquier batalla.
Como había pensado, los equites de Artorius rebasaron con facilidad las trincheras enemigas sembrando un pánico tan profundo entre los hombres de Medrautus que abandonaron en una abierta desbandada sus lugares de protección. Se trató de una decisión terrible porque la mayoría de ellos no consiguió siquiera alcanzar las empalizadas que les hubieran podido brindar algún abrigo. Por el contrario, los equites cayeron sobre los que huían batiéndolos con sus lanzas en su camino hacia los postes mal cortados de la empalizada. No acabaron con todos los defensores, pero la infantería de Artorius, horriblemente estimulada por el éxito de los equites, se ocupó de esa tarea rematando a los caídos a golpes.
Desde la distancia en que me encontraba no podía escuchar los alaridos ni los gritos, que imaginaba espantosos, pero no me cabía duda de que allá abajo, en la hondonada donde se encontraba el castra, el fragor debía ensordecer cualquier oído humano. Sí pude percatarme de cómo aquella pradera blanda y tranquila experimentaba una terrible transformación. Fue como si, de repente, toda la vida rebosante que se daba cita en aquel accidente del terreno se estuviera acabando de la misma manera que concluía la de los hombres que lo surcaban sembrando el dolor y la muerte. Muy pronto, la masa de hierba verde se vio metamorfoseada en un manto pardinegro cubierto de cadáveres horriblemente deformados y de heridos que tendían las manos ensangrentadas suplicando ayuda. Pero nadie los atendía, nadie los escuchaba, nadie mostraba piedad porque, a esas alturas, los atacantes tan sólo deseaban rebasar la línea de defensa que representaba la empalizada y los hombres de Medrautus, únicamente aspiraban a contenerlos.
No lo consiguieron. Una primera fila, una segunda, hasta una tercera cayeron bajo el impacto de las flechas y los dardos disparados por los defensores. Sin embargo, el ímpetu del asalto no se vio detenido. Era como una ola de hierro y sangre que no estaba dispuesta a dejarse contener de la misma manera que tampoco consentiría en hacerlo la corriente de agua que llega hasta las blancas arenas de la playa. No lo pude ver, pero estoy seguro de que alguno de aquellos milites anónimos, a los que nadie conocía, que quizá nunca serían cantados, rompió, dobló, tronchó alguno de los postes de la empalizada. Debió conseguirlo de tal manera que se abriera una vía para que todo el ejército irrumpiera como un torrente al otro lado de las defensas. Y entonces, de manera creciente, ésta comenzó a desplomarse como si fuera un bosquecillo insignificante de arbolillos raquíticos que pretendiera enfrentarse a la impetuosa soberbia del huracán más violento.
Una vez más, contemplé el terrible espectáculo que significaba la huida desesperada de los milites de Medrautus y también sus esfuerzos inútiles por salvar la vida. Acá y allá, alguno levantaba un brazo o juntaba las manos en un gesto que suplicaba misericordia, pero -lo recuerdo muy bien- no hubo quien la recibiera. Ningún combatiente experimentado desea en medio de la batalla dejar a sus espaldas a alguien que pueda arrancarle la vida y los hombres de Artorius estaban más que curtidos en una infinidad de combates. El corte letal de la hoja de una espada, el despiadado mazazo, la punzada mortal de una lanza fueron las únicas respuestas que recibieron los que suplicaban. Se trataba de elegir entre la vida de aquellos enemigos o la propia y los hombres de Artorius -como hubieran hecho los de Medrautus- no lo dudaron. Después, seguramente, buscarían alguna justificación a su comportamiento. Después, seguramente, hablarían de lo insignificante que era la existencia de los traidores, de los rebeldes, de los que pactaban con los barbari. Después, seguramente, se atreverían a decir que tan sólo habían ejecutado con anticipación la justicia debida. Pero todo eso sería después. Ahora ninguno de esos razonamientos pesaba en su manera de actuar. Lo que les impulsaba era un instinto primario, despiadado, animal, que exige que la propia vida sea salvada a cualquier coste.
Recorrí con la vista el campo de batalla para intentar localizar a Artorius. No me costó dar con él. Llevaba una túnica de tono rojo muy vivo y cabalgaba sobre un extraordinario caballo negro. O mucho me equivocaba o el antiguo Regissimus estaba recurriendo al viejo truco del gran julio César. Iba ataviado con una vestimenta que pudiera ser contemplada desde cualquier lugar del campo de batalla y así infundiera ánimos a sus hombres. Por supuesto, como antaño le había sucedido al ambicioso conquistador romano, esa actitud multiplicaba las posibilidades de ser herido, pero también aumentaba de manera extraordinaria el ímpetu de sus milites. Me dije que resultaba verdaderamente deplorable que alguien tan valiente no se hubiera visto adornado además por la prudencia.
A esas alturas, los hombres de Medrautus habían llegado hasta el castra e imploraban que les abrieran la puerta para ponerse a salvo de un enemigo que les pisaba los talones. ¡Infelices! Nadie hubiera estado dispuesto a franquearles el paso hacia el interior del castra por temor a que cualquier abertura fuera aprovechada por los milites de Artorius. ¡Cómo debieron de gritar pidiendo clemencia a sus conmilitones y a sus enemigos! Pero ni yo pude escuchar sus alaridos ni los combatientes, que con toda seguridad los oyeron, les prestaron atención. No creo que ninguno salvara la vida. Tampoco quedaron muchos de los defensores de las murallas del castra. Los milites de Artorius habían levantado sobre sus cabezas los escudos alargados de metal en un remedo pobre, aunque eficaz, de la antigua testudo romana. No se trataba sólo de protegerse de las armas arrojadizas que les lanzaban con denuedo desde el castra sino también de guardar a los compañeros que se disponían a reducir la última línea de resistencia. Y es que, mientras docenas de milites apoyaban rudimentarias escalas de madera en los muros con la intención de sobrepasarlos, no eran muchos menos los que intentaban horadarlos e incluso prenderles fuego.
Fue entonces precisamente cuando Artorius desmontó de su cabalgadura y se encaminó hacia el muro con la intención de escalarlo. Confieso que, por primera vez desde que había dado inicio el combate, sentí temor. Hasta ese instante, el antiguo Regissimus había corrido tan sólo el peligro de cualquier otro eques, quizá algo acentuado por su vistosa indumentaria. Sin embargo, ahora, al disponerse a subir una escala, se exponía de manera exagerada a la muerte. Mientras ascendía por aquel poste dotado de peldaños rudimentarios no podía ni repeler una agresión ni defenderse cabalmente de los numerosos dardos enemigos. Un tirador experto podía atinarle con relativa facilidad en cualquiera de los múltiples puntos vulnerables que dejaba desprotegidos su panoplia.