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– ¿Acaso sabes lo que he perdido estando a tu lado? ¿Te haces una idea de cuáles han sido mis renuncias?

Aquellas palabras me causaron una impresión muy honda. Jamás hubiera pensado que nuestro amor hubiera implicado pérdida alguna o transacción alguna o renuncia alguna. Siempre lo había visto como una entrega. Ahora, al escucharla, me dije que quizá había estado errado y que en mis yerros había causado dolor y sufrimiento.

– Perdóname… -dije con un hilo de voz intentando introducir un hilo de piedad en aquel tejido espeso de amargura y reproches.

– No quiero perdonarte -me interrumpió-. Quiero que te quedes conmigo y que te comportes como debes.

Como debes… Aquella expresión provocó en mi corazón un efecto similar al de un poderoso ensalmo pronunciado por un terrible hechicero. Sí, quizá ésa era la clave para comprender los últimos años de mi vida. Los dos habíamos pensado que el otro debía comportarse de una manera determinada. Yo estaba sumido 'en el pesar porque nada de lo esperado, de lo que podía cubrir como un piadoso velo mi comportamiento, se había realizado. Vivian, por su parte, estaba enfurecida -también herida y decepcionada- a pesar de que no era poco lo que había logrado de mí. Pero yo supe en aquellos momentos que no podía ya darle más, que le había entregado todo y que nada me quedaba. Me levanté de la mesa y con paso tranquilo me dirigí hacia la puerta de la casa.

Me dije que quizá Miles estuviera dispuesto a ayudarme a llegar a tierra firme. Claro que también era posible que no se mostrara dispuesto, bajo ningún concepto, a contrariar los deseos de una hechicera. A decir verdad, a esas alturas me daba igual. Mientras me dirigía hacia el lugar donde el antiguo veterano se ocupaba de las bestias de Vivian elevé desde lo más profundo de mi corazón una plegaria al Salvador. Entonces, por primera vez en mucho, en muchísimo tiempo, sentí que una paz serena y vigorosa embargaba todo mi ser.

CUARTA PARTE ARTORIUS

En erit unquam, Ale dies, mihi cum liceat tua dicere facta?… a mi admirado Virgilio le preocupaba si alguna vez llegaría el día en que se pudieran contar las hazañas. Su punto de vista no era excepcional. Hay muchos que tan sólo desean contar lo sucedido o para ensalzarse o para adular al poderoso. A decir verdad, apenas ven más aliciente a la vida que contar todo. Y, sin embargo, ni todo hay que contarlo ni debemos hacer las cosas para que se cuenten. Las razones para ese comportamiento son numerosas. Desde luego, no se trata únicamente de cultivar esa extraña virtud conocida como discreción, cuyo poder casi prodigioso es más claro cuanto más se oculta. La razón más importante es que nada queda de lo que juzgamos importante. Salvo contadas excepciones, una generación, quizá dos, de manera excepcional tres, aún saben que hemos vivido en una época determinada e incluso que realizamos algo de valor. Luego, el viento del olvido se lleva todo de este mundo de la misma manera que su hermano del otoño arrastra las hojas doradas cada año. No tengamos por ello especial interés en relatar hazañas. Más bien dirijamos nuestro corazón hacia aquellas conductas que no se convertirán en polvo y ceniza, que permanecerán en algún ligar del cosmos milenios después de la disolución de nuestro cuerpo, que están orientadas hacia el único que posee como atributo la inmortalidad.

I

¿Qué decidió a Miles a ayudarme a abandonar la isla repleta de manzanos? A decir verdad lo ignoro y las muchas veces que, a lo largo de los años, me he formulado la pregunta no han servido para aclarar el enigma. Quizá pensó cumplir así con un deber de lealtad hacia las legiones en las que había servido en otro tiempo; quizá llegó a la conclusión de que el sometimiento a que me tenía reducido Vivian era tan pesado que no resultaba extraño que deseara lograr la libertad; quizá, simplemente, sintió compasión por un hombre que deseaba meramente regresar al mundo que había conocido desde el momento en que abrió los ojos por primera vez.

¿Qué había sido de ese mundo en aquellos años? Lo cierto es que no sabía si los barbari habían sido contenidos o si, por el contrario, ya dominaban, por completo, la Britannia que sufría su flagelo incansable desde hacía décadas. No sabía si aún quedaba alguna comunidad de cristianos, aunque fuera oculta entre las tinieblas profundas de los espesos bosques, o si el grosero paganismo había logrado imponerse con sus dioses barbari toscamente representados en piedra y madera. No sabía si el propio Aurelius Ambrosius aún ostentaba algún mando o, por el contrario, se había convertido en un medroso fugitivo o incluso en un gimiente esclavo. Todo eso lo ignoraba y, por añadidura, mi desconocimiento, lejos de resultar parcial, era completo y absoluto.

Sin embargo, cuando mis pies se posaron nuevamente en la recortada playa de Britannia, ya lejos de la isla de Avalon, sentí en mi interior una alegría que desafiaba cualquier descripción. Se trataba de ese gozo, limpio y casi eufórico, que proporciona la libertad recuperada. Ni siquiera se disipó aquella sensación cuando me adentré por los caminos de Britannia. Aprecié los cambios y debo reconocer que ninguno había sido para bien y, sin embargo… Sin embargo, aunque los hierbajos indómitos cubrieran las desgastadas calzadas romanas, aunque algunos puentes de piedra y madera amenazaran con desplomarse por la falta casi total de cuidados, aunque no pocos campos aparecieran sin cultivos, aunque no pudiera dar con una sola iglesia que se hubiera salvado de ser quemada o demolida, aunque vi todo eso y no pocas cosas peores, en ningún momento perdí la alegría, precisamente la que no había logrado conocer al lado de Vivian.

Con ella había reído centenares de veces hasta que las lágrimas se me saltaban de los ojos, había disfrutado de esos placeres propios de las mentes privilegiadas y amantes del saber, había conocido todas las delicias que el cuerpo deseable de una mujer hermosa puede proporcionar a un hombre. Todo eso y mucho más había sido mi porción cotidiana en aquellos años, pero el precio -o, por lo menos, una parte- que había tenido que abonar lo había entregado en gozo y paz espirituales. Ahora que volvía a sentirlos, lo demás me resultaba de escasa importancia.

Debí caminar durante no menos de una semana. En algunas aldeas, me proporcionaban algo de comida y un techo no siempre firme a cambio de recibir mis remedios y, aunque durante todos aquellos años apenas había practicado el arte física, no tardé en descubrir que recordaba sus principios mucho mejor de lo que yo había pensado. ¿Acaso podía ser de otra manera cuando noche y día se los había enseñado a una mujer que me recompensaba con besos y caricias sin fin?

Fue precisamente en uno de esos lugares donde me informaron de que Aurelius Ambrosius se hallaba en el mismo castra [10] donde yo me había encontrado con él años atrás. Aquella noche, gris y turbia, tuve dificultad para dormir pensando que en tan sólo un par de jornadas podría encontrarme con el Regissimus Britanniarum. Oré -había vuelto a hacerlo con un fervor cálido que no sentía desde mucho tiempo atrás- pidiendo al Salvador que le conservara la vida al menos hasta que pudiera volver a verlo. No caí entonces en que mi entusiasmo podía carecer de base, en que quizá Aurelius Ambrosius podía no acordarse siquiera de mí o en que su estado podía ser ya el de una agonía final en la que mi presencia no serviría de nada. En realidad, esos pensamientos inquietantes me asaltaron cuando dos días después vislumbré la silueta desvaída del castra.

Aquella mañana -lo recuerdo igual que si fuera ahora mismo- hacía mucho frío. Era un frío duro, áspero, casi sólido, como si se tratara de un martillo de hielo que chocara vez tras vez contra los árboles, las bestias y los hombres. Sin embargo, a pesar de que hubo algún momento en que me pareció que los golpes me alcanzaban de lleno los huesos de los brazos, me sentí lleno de fuerza. Así continué caminando hasta encontrarme a una cincuentena de pasos del castra. Precisamente entonces me asaltaron aquellas negras dudas, igual que si hubieran estado agazapadas como alimañas astutas a la espera de poder abalanzarse alevosamente sobre mi corazón.

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[10] Valga lo dicho en notas anteriores

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