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-Ego sum [18] -me respondió el Regissimus Britanniarum.

Tum vita per auras concessit maesta ad Manes corpusque reliquit… Así se refería Virgilio en la Eneida a la muerte de uno de sus personajes. Entonces su vida se retiró apenada surcando los aires para llegar hasta el lugar de los Manes y abandonó su cuerpo. Hasta un pagano al que no me encontraré en el cielo, era consciente de estas grandes verdades. No todo concluye con la muerte; nuestro cuerpo es una envoltura de la vida que lo abandona cuando se produce el fallecimiento; y, acto seguido, vuela hacia otro mundo diferente del actual. Virgilio pensaba que en ese ámbito se encontraría con los antepasados y ahí es donde -por carecer de la revelación- yerra. En realidad, tras abandonar este cuerpo, nos encontraremos con el Juicio ineludible de Dios sobre nuestros actos. El autor del Apocalipsis afirma que se abrirán los libros en que todas nuestras acciones, buenas y malas, están consignadas. Ahora que lo pienso, es muy posible que Virgilio también llegara a intuir esa realidad, pero debió asustarle. Era honrado e inteligente. Por eso, sin duda, sabía que había hecho el mal en más de una ocasión y que sólo los necios pueden creer que nuestras buenas obras compensarán las transgresiones. ¡Qué necedad! ¿Quién pensaría que el juez va a perdonar a alguien un robo simplemente porque nunca cometió adulterio? ¿O a quién se le ocurriría que no será castigado por matar ya que jamás pronunció una mentira? O nosotros pagamos o alguien paga nuestra deuda en nuestro lugar. Eso es lo que hizo Jesús y por eso el cristianismo es, fundamentalmente, un mensaje de salvación. Lástima que Virgilio nunca llegara a saberlo.

II

Me incliné con suavidad hasta que la punta de mis dedos tocó el borde del catre. Luego me senté. No me resultó difícil porque, a pesar de la estrechez del mueble, el cuerpo que alojaba era tan delgado que quedaba espacio sobrado para que encontrara acomodo.

Estiré ahora la mano hasta dar con Aurelius Ambrosius. Retiré lo que debió ser en otro tiempo una sábana fina y ahora se había convertido en una tela de tacto grasiento y casi sólido, e intenté explorar al hombre que durante años había estado al mando de la defensa de Britannia frente a los barbari.

– Necesitaré luz para saber cómo te encuentras… -dije intentando reprimir las náuseas que sentí al notar los efluvios asquerosos que, en parte al menos, ocultaba la sábana.

– No hay ninguna necesidad de que apliques tu ciencia, físico -me respondió con voz entrecortada-. Me estoy muriendo y lo sé de sobra. Como tú me dijiste hace años, no hay remedio.

El sonido de la voz me indicó dónde se encontraba la cabeza de Aurelius Ambrosius. El pecho… Cuando lo palpé, me pareció una tabla con pronunciadas elevaciones horizontales. La Fiel era acusadamente delgada y estaba arrugada como un cuero desgastado por un uso ininterrumpido. Por lo que se refería.i la carne… poca quedaba, desde luego. Bajé la mano y encontré lo que había temido. Se trataba de una elevación enorme, como la panza de una vaca o una calabaza robusta e hinchada. Allí se encontraba el mal que había comenzado a devorar al Regissimus años atrás y que ahora estaba a punto de matarlo de una vez. Lo sorprendente, a decir verdad, es que no lo hubiera logrado antes.

– ¿Te convences, físico? -preguntó y no pude evitar sentir que en su pregunta había un leve dejo de amarga ironía.

No respondí, pero aparté las manos de su cuerpo hinchado. Sí, no cabía duda de que iba a morir pronto. Quizá antes de que amaneciera el nuevo día.

– Me he acordado mucho de ti en estos años -siguió hablando el Regissimus aunque le costaba un enorme esfuerzo expulsar cada nuevo golpe de voz-. Mucho. A decir verdad, ordené que te buscaran a los pocos días de marcharte, pero… pero fue imposible dar contigo… ¿Dónde has estado todo este tiempo?

Una pesada y repentina sensación de culpa se apoderó de mi corazón al escuchar aquellas palabras. Así que, mientras yo estaba abrazado a Vivian, la mujer más seductora que había conocido o que pudiera imaginar, el Regissimus me había buscado. ¿Qué hubiera sido de todos nosotros si me hubiera encontrado? ¿Se hallaría ahora en esa situación? ¿Hubiera yo vivido lo que había vivido en Avalon? ¿Se estaría desplomando aquel castra a pedazos? No lo sabía y, sobre todo, no deseaba ni siquiera pensar en ello.

– Yo voy a comparecer ante Dios dentro de poco, físico -continuó hablando-. Dentro de muy poco… y le daré cuenta de mis actos… tú… tú tenías razón cuando me hablaste de concentrar… tropas en algunos lugares… cuando me dijiste que tenían que ser ji… jinetes que pudieran… que pudieran acudir rápidamente a donde los… los necesitaran…

– Descansa, domine -dije mientras buscaba su mano y, al encontrarla, descubría que se trataba de algo más parecido a la pata sin vida de una gallina escuálida que a la fuerte extremidad de un legionario veterano.

– No… no me puedo permitir descansar… pronto… pronto descansaré del todo… Físico, tenías razón… físico, ¿qué debo hacer ahora?

Por unos instantes, no supe qué decir. En realidad, fue como si Aurelius Ambrosius se hubiera dirigido a otra persona y yo no pasara de ser un mero espectador de un diálogo ajeno. Respiré hondo. En otro tiempo… sí, antes de los años pasados con Vivian en la isla de Avalon, seguramente hubiera sentido en mi interior aquel calor fuerte e impetuoso que me indicaba lo que debía decir. Pero ahora… ¿qué podía yo decirle al Regissimus que tuviera alguna utilidad? De nuevo, el sentimiento de amarga culpabilidad que apenas acababa de disiparse volvió a cernirse sobre mí provocándome una desagradable sensación en la boca del estómago. ¿Por qué me había conducido Dios hasta allí? ¿Para mostrarme hasta qué punto mi pecado era intolerablemente grave?

– Voy a morir y mi descendencia… mi descendencia es una niña pequeña que no puede sustituirme al mando de estas tropas… Físico… ¿quién va a sucederme? Dímelo…

Se me llenaron los ojos de lágrimas al escuchar aquellas palabras. ¿Cómo podía yo prestar ningún tipo de ayuda a aquel moribundo? En otro tiempo, en otra ocasión…, pero ahora, ¿qué podía yo hacer ahora? Aparté el rostro no para librarme de una hediondez pegajosa que apenas sentía ya, sino para que, en medio de aquella penumbra, no pudiera captar la enorme pesadumbre que se había apoderado de todo mi ser.

– Le he pedido muchas veces a Dios que regresaras -continuó-. Ha escuchado, al final, mis oraciones. Dímelo ahora, físico, dímelo, te lo suplico. ¿Quién ha de ser el nuevo Regissimus?

Permanecí en silencio. En otro tiempo no tan lejano, el Regissimus Britanniarum había sido un hombre importante. Primero, fue el representante militar de la autoridad de la Roma imperial; luego, la encarnación visible de la inquebrantable esperanza de que los emperadores enviarían refuerzos en la lucha contra los barbari. Ahora, sin embargo, no pasaba de ser un pobre agonizante, envuelto en la fetidez más insoportable y recluido en una casamata a punto de desplomarse por su propia podredumbre. ¿Qué podría ser un nuevo Regissimus? ¿El caudillo de un ejército exangüe formado por ancianos y mozalbetes, de unas tropas que, quizá, por su propia incapacidad no habían pensado siquiera en derribarlo como habían hecho en los siglos precedentes tantas legiones con sus mandos?

– Regissimus -dije por fin-. ¿Dónde está el resto de tus hombres?

Aurelius Ambrosius respiró hondo, pero seguramente antes de que la bocanada de aire entrara del todo en su cuerpo un golpe de tos lo sacudió tensándolo como una cuerda. Temí que aquél resultara su último estertor, pero no fue así. Unos silbidos siniestros salieron del pecho del Regissimus y luego, como si hubiera recuperado un hálito mínimo, dijo:

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