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– Son pocos, físico. Ni sombra del pasado, pero… pero están dispuestos a luchar… los barbari de Hibernia… desembarcaron en nuestras costas… han ido a combatirlos…

¡Hibernia! ¡Dios santo! Aquella isla se encontraba al otro lado del mar ignoto. Ni siquiera había formado parte del imperio. ¿También sus habitantes estaban al corriente de cuál era nuestra situación? ¿Hasta tal grado de debilidad habíamos llegado que era conocida mucho más allá de los límites del mundo civilizado y de los barbari que se rebullían en sus fronteras? Bueno, al menos, reaccionábamos todavía.

– ¿Quién está al mando de las tropas? -pregunté.

El Regissimus volvió a toser y luego, mientras la voz le brotaba trabajosamente en medio de temblores sibilantes, susurró:

– Ar… Artorius…

¡Artorius! ¡Dios santo! No había recordado a Artorius en todo aquel tiempo. El descendiente de Lucius Artorius Castus, el miembro de una estirpe de guerreros al servicio de Roma, el hijo de una familia en la que había britanni y romanos…

– Tengo una respuesta para ti -afirmé con una serenidad firme que a mí mismo me sorprendió-. Tu sucesor debe ser Artorius.

La mano del Regissimus se aferró a mi diestra con una fuerza inusitada de la que no le hubiera considerado capaz.

– ¿Estás seguro de lo que dices, físico? -indagó con un hilo de voz.

¿Lo estaba? No llegué siquiera a preguntármelo. Antes de pensar mínimamente en la respuesta, me escuché respondiendo:

– Sí, sin la menor duda. Debes adoptar a Artorius para que pueda ser el próximo Regissimus.

Estaba seguro de que Aurelius Ambrosius había entendido lo que acababa de decirle. Los emperadores habían recurrido profusamente a la adopción para asegurarse un sucesor digno de confianza. Trajano, Adriano, Marco Aurelio… todos habían sido adoptados por un hombre que creía más en la nobleza de la competencia que en la de la sangre. En este caso sólo existía una diferencia, de manera que añadí:

– Pero Artorius no podrá ser sucedido por alguien de su estirpe. Su heredero deberá pertenecer a tu familia. Sólo así sabrá que no es un rey, sino un simple servidor de Dios y de sus hermanos, los que deben ser defendidos de los barbari.

– Físico…

– Lo que te digo debe quedar consignado por escrito -interrumpí al moribundo-. Ese testamento no será discutido por nadie porque yo lo respaldaré, porque es conforme al ius romanum y porque lo suscribirán dos testigos escogidos de entre tus propios hombres.

Aurelius Ambrosius calló durante unos instantes. No podía ver su rostro, pero imaginaba la sorpresa que se había apoderado de él. Sin embargo, nada de eso me importaba. Como antaño, en mi interior ardía un fuego irresistible que devoraba cualquier objeción o contratiempo. Mi única misión era comunicar el mensaje y no preocuparme de nada más.

– Fí… físico… -comenzó a decir el Regissimus-. Que se haga lo que acabas de decir.

En otros tiempos, en los tiempos en que Roma era una potencia altiva y pagana cuyas águilas dominaban el mundo, el cadáver de Aurelius Ambrosius hubiera sido quemado sobre una inmensa pira funeraria a la vista de sus hombres. Pero el cristianismo había demostrado su enorme superioridad sobre la creencia en múltiples dioses y, por añadidura, Roma había dejado de existir. Por ello, el Regissimus Britanniarum fue sepultado humildemente en uno de los escasos lugares donde los britanni aún se agrupaban como seres humanos, y no como cerdos en cochiquera. Siguiendo su última voluntad, ni siquiera se le dio tierra con su coraza desgastada o sus armas, otrora impresionantes. Por el contrario, aquella limitada panoplia fue dejada a su sucesor y el cadáver, tras ser lavado a conciencia bajo mi supervisión directa, fue modestamente envuelto en un humilde lino de color hueso. Tampoco hubo ejecuciones de esclavos -como en los funerales del héroe Patroclo- ni se ofrecieron banquetes o representaciones de teatro. Tan sólo un presbítero joven y asustadizo recitó algunas oraciones encomendando al soldado a la misericordia inmerecida del Señor que creó el mundo y luego se hizo hombre para redimirlo.

Recuerdo, como si ahora mismo lo estuviera viendo, la manera en que aquel cuerpo devorado durante años por la enfermedad fue colocado en una pequeña oquedad excavada detrás de una diminuta iglesia. Llovía y aunque sé que no pasa de ser una estupidez no pude dejar de pensar en algún momento que el agua podría llevarse aquellos restos empapados o incluso disolverlos. No sucedió ninguna de las dos cosas. Al menos, mientras dos legionarios de aspecto cansado arrojaban tierra, similar a aquella de la que habíamos sido creados, sobre el antiguo Regissimus. Mientras veía desaparecer de la vista a Aurelius Ambrosius no pude evitar apretar contra mi pecho su última voluntad. En aquellas líneas escritas de mi puño y letra nombraba sucesor a Artorius aunque supeditaba tal decisión a dos condiciones. Una, que los restos de las antaño poderosas legiones lo aceptaran como tal; la otra que Artorius se comprometiera a nombrar, a su vez, sucesor a un descendiente de Aurelius Ambrosius.

Aunque todos se apartaron enseguida de aquella tumba, apenas puesta de manifiesto por una suave elevación en el terreno y por el color marrón derivado de la ausencia de hierba, yo decidí permanecer durante un tiempo a su lado. Creo que, en cierta medida, aquel pedazo modesto de la vieja tierra de Britannia ejercía sobre mí una atracción casi mágica. A unos codos bajo el suelo empapado yacía el último de sus defensores, el último que había conocido, siquiera en la infancia, cuando Roma estaba presente en la isla y el último que había sabido de un imperio ya extinto. Sé que durante un buen rato, a solas y bajo una lluvia gris y triste, estuve orando por aquel hombre. No recuerdo con claridad cuál fue el motivo concreto de mis plegarias. Britannia, Artorius, yo mismo… posiblemente, todo eso y nada en concreto. Sí tengo la impresión de que, de repente, decidí entrar en el recinto destartalado de la iglesia vacía en lugar de dirigirme a cualquier otro sitio.

Por extraño que pueda parecer, hacía más frío en el interior del edificio que fuera. Quizá se debiera a que estaba levantado en piedra -algo no tan habitual en aquellos días- y a que las ventanas caladas dejaban penetrar un viento afilado como la hoja de un cuchillo. Una parte de la techumbre se había desplomado, sin duda, tiempo atrás y la insaciable humedad y lo que me pareció que eran restos de fuego había acabado con las piadosas pinturas de los muros. A pesar de todo, en una esquina podía verse lo que había sido en el pasado un mosaico. A primera vista, hubiérase dicho que las figuras de plantas y animales que en él aparecían nada tenían que ver con la religión. Sin embargo, si se aguzaba la mirada no era tan difícil identificar una Ji y una Ro, las letras griegas con las que comenzaba el nombre de nuestro Salvador. Descubrir aquello y sentir un agradable calor en el pecho fue todo uno. Se pensara lo que se pensase de las causas, lo cierto era que los barbari no habían logrado borrar aquel signo de redención.

Me arrodillé al lado del mosaico y pasé la mano por las teselas. No eran de buena calidad, me pareció. Me senté en el suelo frío, para, inmediatamente, tumbarme y acercar el rostro a las letras del alfabeto helénico. Piedrecillas. No pasaban de ser piedrecillas de escaso valor y opaco color. Sí, todo eso era cierto, pero habían resistido. Ya lo creo que habían resistido…

Me quedé dormido. Ignoro por cuánto tiempo, pero sí sé que cuando me desperté, me sentía increíblemente ligero y que a mi lado se erguía, tranquila, casi burlona, la silueta impresionante de Artorius.

Sis bonus o felixque tuis! Sé bueno y propicio para con los tuyos, recomendaba mi apreciado Virgilio. Por supuesto, ésa es una enseñanza que hasta los paganos más endurecidos pueden entender con escuchar tan sólo la voz de su corazón. El problema es que no tantos desean oír lo que dice. He conocido multitud de personas que manifiestan una inmensa preocupación por los lejanos sin ver el dolor y la necesidad que se encuentran a tan sólo unos pasos. Recuerdo haber contemplado a mujeres arrodilladas en prolongadas plegarias por los paganos que eran incapaces de captar la mirada de un niño necesitado en la puerta de la casa contigua. He asistido al espectáculo de milites que cantaban la necesidad de recuperar los antiguos territorios del imperio, pero no estaban dispuestos a defender el modesto limes de Britannia. He escuchado hasta la náusea a personajes empeñados en contar las desdichas injustas que sufren los necesitados, pero que no serían capaces de albergar en su casa a uno solo de esos infelices.

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