La voz de que era el propio Artorius el que estaba dirigiendo aquel ataque debió tener un efecto casi mágico sobre los defensores. Sólo así se explica que ahora acudieran en tropel hacia aquella brecha con la intención de taponarla. ¡Dios santo! ¡Iban a acabar con él! Sus hombres no podrían soportar la forma en que Medrautus estaba lanzando todas las reservas. Acabaría sucumbiendo.
Cerré los ojos
por un instante y recuerdo que musité una oración no por caótica y desordenada menos sentida. Le rogué al Señor que no permitiera que aquellos traidores a Britannia pudieran arrancarle la vida a Artorius, que no consintiera que los barbari que tantas vidas habían arrancado en las décadas anteriores triunfaran en aquella guerra fratricida, que no tolerara que el sacrificio de tantas vidas fuera en vano. ¿Llegué a pronunciar todas y cada una de esas palabras? No lo creo. Más bien, tengo la sensación de que, de lo más profundo de mi corazón, tan sólo brotaron gemidos que Dios, en Su infinita sabiduría, supo leer con la misma facilidad con que mis ojos
recorrían las líneas de un escrito de Virgilio.
Abrí los párpados, pero confieso que no sentía paz alguna en el interior de mi ser y que no me hubiera sorprendido des cubrir el cuerpo exangüe de Artorius en medio de un coro de soldados que lloraran su pérdida. No fue eso lo que vi y además, de repente, como si un haz blanco de pura luz hubiera descendido sobre mi corazón, entendí todo.
Audentes Fortuna iuvat… son muchos los que se quejan de su mala suerte, de su mala situación, de su mala existencia. En no pocos casos, quienes así se quejan no han hecho nada para cambiar. Pueden quejarse de que la tormenta les ha destruido la cosecha, pero no levantaron un cobertizo para guardarla. Pueden lamentar que sus hijos se han convertido en salteadores, pero no los educaron convenientemente o no les dieron de comer. Pueden llorar porque siguen enfrentándose con la necesidad, pero no mueven un dedo para prosperar mediante el trabajo y el ahorro. Existe la suerte, pero suele ayudar a los que se atreven a salir a su encuentro, a los que se han esforzado durante años, a los que han demostrado su valentía frente a los riesgos… Cierto es que en ocasiones la suerte cae sobre aquellos que nunca hubiéramos pensado que serían objeto de sus atenciones. No es menos cierto que en otras ocasiones se limita a fijar sus ojos en los que llevan cortejándola desde hace años.
VII
Artorius, envuelto en aquella capa militar escandalosamente roja, había dirigido una de las secciones de ataque, la que tenía como objetivo asaltar Cambloganna por el sur. Sin embargo, por extraño que pudiera parecer, ahora me daba cuenta de que el ala mandada por el antiguo Regissimus no era ni la más importante ni la más numerosa. No. La más poderosa, la que contaba con los mejores equites, la que disponía de más efectivos, no estaba al mando de Artorius. Por el contrario, se hallaba a las órdenes de Caius y ahora descargaba sus golpes sobre el este del castra. ¿Sabía Artorius de la existencia en ese lugar de un punto débil o, simplemente, en el curso de la batalla lo había descubierto? No hubiera podido decirlo, pero desde el lugar donde me hallaba podía contemplar cómo Caius estaba irrumpiendo en el interior del castra y lo
estaba haciendo frente a fuerzas muy escasas, porque el grueso del ejército enemigo intentaba contener a los hombres de Artorius y, de paso, acabar con su vida. Sí. Ahora no me cabía la menor duda. Aquel muchacho traidor y estúpido llamado Medrautus había caído en la trampa. Imprudentemente, se había dejado llevar por el deseo de impedir que Artorius entrara en el castra y había lanzado a la mayoría de sus hombres a defender el sector del sur descuidando el oriental.
Las tropas al mando de Caius eran, en su mayoría, equites, pero, aun desprovistos de sus monturas, demostraron ahora una extraordinaria habilidad militar. Desbordaron con rapidez las defensas de la zona oriental, saltaron a su interior, desarticularon con inusitada rapidez a los escasos hombres de Medrautus que intentaron resistirse y cayeron por la espalda de los defensores que intentaban acabar con Artorius. Si los asaltos a la trinchera y a la empalizada habían significado una verdadera matanza, lo que entonces contemplaron mis ojos superó en horror las anteriores embestidas. Sin embargo, ahora sí se dio cuartel a los defensores. A los pocos que aún alentaban, para ser exactos. Cuando estiraban las palmas de las manos para indicar que no llevaban armas, no eran rematados sino que se les indicaba con un gesto conciso que la lucha había terminado para ellos y que debían dirigirse hacia un lugar concreto del desordenado castra.
No pude evitar un sentimiento de compasión al contemplarlos. Se trataba de algunos grupos aislados y reducidos. Abatidos y sucios, con pesar habían arrojado las armas al suelo y se dejaban conducir sin resistencia hasta el centro del castra. Bueno, al menos el derramamiento de sangre había concluido…
¿Había concluido? De repente, mis ojos repararon en uno de los hombres de Artorius que se dirigía con paso apresurado hacia aquel escaso montón de prisioneros. Llevaba un hacha en la mano y daba grandes zancadas. De repente, se paró ante uno de los vencidos. Se trataba de un hombre singularmente alto, tanto que superaba en más de una cabeza a todos sus compañeros de infortunio. El guerrero de imponente estatura miró al derrotado y entonces, sin que me pareciera que mediaba palabra, le hundió la hoja en el pecho. Por un instante, dio la impresión de que éste no había sufrido nada, de que seguía en pie porque ni siquiera sentía dolor, de que incluso podría sonreír. Pero entonces, como obedeciendo a un resorte oculto, las piernas se le doblaron como si, en vez de tener huesos, estuvieran formadas por trapo. Permaneció de rodillas por un momento, justo el que aprovechó su agresor para ahora descargarle el hacha sobre el cráneo.
¿Qué pudo inducir a aquel miles a asesinar a un cautivo? Sólo Dios en Su sabiduría infinita e ilimitada puede saberlo. Quizá el deseo de venganza por un compañero caído en combate; quizá el resentimiento por el sufrimiento que los barbari, los aliados de Medrautus, habían causado durante tantos años a Britannia; quizá un simple trastorno inducido por la dureza de la batalla… ¿Qué más daba? El caso era que un simple prisionero, no más culpable de derramamiento de sangre que otros, había sido asesinado. Golpeé con los talones los ijares de mi montura y me dirigí a galope hacia el castra. Todo había resultado ya suficientemente horrible como para que ahora, tras la victoria, tuviera lugar una matanza indiscriminada de prisioneros.
Recorrí aquella distancia sin dejar de fustigar un pobre bruto que no tenía ninguna culpa de la locura de los humanos. La ira, el miedo, la consternación habían entrado en mi pecho y desde él me gritaban que todo era inútil, que el peor de los absurdos se había perpetrado en ese campo y que el derramamiento de sangre distaba mucho de acercarse al final.
Crucé la pradera esquivando los cadáveres de gesto horriblemente deformado que ya habían escapado de las bregas de este mundo; crucé a galope el umbral del castra abierto por los milites de Artorius y me dirigí hasta el centro de la fortaleza expugnada. Tuve que dar golpes y patadas para que abrieran paso a mi montura y sentí un enorme alivio al ver que ni uno solo de los milites del antiguo Regissimus estaba atacando a los cautivos. Y entonces, cuando me hallaba a unas decenas de pasos, lo vi.
Era más joven que Artorius -sí, mucho más- y, a diferencia del antiguo Regissimus, su vestimenta militar no presentaba ni una mancha, ni una melladura, ni un desgarrón. Era obvio que no había combatido lo más mínimo mientras docenas de hombres derramaban su sangre por él. Su rostro me pareció falsamente aniñado. Sin duda, sus facciones eran blandas como las de un puer, pero, a la vez, carecía del candor y de la inocencia que son propias de los primeros años de existencia. Unas cejas extrañas, altivas, puntiagudas parecían separar los ojos de la frente, a la vez que descansaban sobre unas pupilas tan claras que casi parecían acuosas. Pero lo que más me llamó la atención fue el rictus que daba forma a sus labios. En otras circunstancias, hubiérase dicho que sonreía, pero no, no era una sonrisa lo que se dibujaba en aquel rostro. Era más bien una mueca de burla malvada, como si se supiera poseedor de una baza decisiva que los demás ignorábamos. Sin que nadie me lo dijera, supe desde ese mismo momento que era Medrautus, el nieto de Aurelius Ambrosius, el sobrino de Artorius, el hombre que había estado dispuesto a pactar con los barbari para alcanzar el poder en Britannia.