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– ¡Oh, sí, claro! ¡Jesús! ¿Qué hizo tu Jesús? -elevó ahora la voz Vivian-. La protegió, sí, lo hizo, pero ¿y luego?

– No te entiendo… -susurré cada vez más inquieto.

– Luego -prosiguió Vivian cada vez más indignada- le dijo que se marchara y que no pecara más. ¡Que no pecara más! ¿Acaso era un pecado amar? Podía haberle dicho que la comprendía, que contaba con su apoyo para seguir amando a aquel hombre que le ofrecía lo que no le daba su esposo. Eso es lo que yo hubiera esperado de un dios que, según dices tú, se caracteriza por el amor, pero no, no fue eso lo que hizo. Le dijo que se marchara, pero no para reunirse con su amante, sino para no pecar más. ¡Qué corazón más duro!

Confieso que me quedé perplejo al escuchar las palabras que brotaban de los labios de Vivian. Jamás se me hubiera ocurrido interpretar de aquella manera el relato transmitido por el evangelista Juan.

– Pero es que el adulterio… -intenté argumentar.

– ¿El adulterio te parece un pecado? -me preguntó con el desafío desgranado en cada una de las palabras.

– Sí… por supuesto… -apenas acerté a responder.

– Un pecado, un pecado, un pecado… ¡Qué estupidez! ¿Cómo se puede vivir creyendo en cosas así? -repitió indignada Vivian.

Me sentí horrorizado al escuchar aquellas palabras. ¿Cómo podía decir algo semejante? ¿Acaso se hubiera podido vivir en un mundo donde no estuviera establecida con claridad la frontera que separa lo bueno de lo malo?

Los ojos de Vivian, que ahora me parecieron purpúreos, se clavaron en mí mientras me espetaba:

– Porque, además, ¿cuáles son esos pecados? ¿Cuáles?

Reconozco que hubiera preferido no responder, eludir aquel combate, retirarme mansamente. Sin embargo, sabía de sobra que a esas alturas no podía hacerlo. Sólo me quedaba la posibilidad de esquivar de la mejor manera los golpes.

– Robar, mentir, no respetar a los padres, asesinar… -respondí.

Una mueca gatuna se dibujó en el rostro hermoso de Vivian. De repente, su expresión cambió, sonrió y dijo:

– ¿Lo es también que un hombre y una mujer yazcan sin estar casados?

Sentí un insoportable malestar al escuchar aquella pregunta. Fue como si un médico desconocido hubiera colocado mi rostro ante un espejo tan sólo para mostrarme que estaba enfermo de una dolencia de la que yo era consciente, pero que me había negado a reconocer.

– Creo… creo que sí… -respondí con un hilo de voz.

– Crees que sí, ¿eh? -preguntó Vivian aunque su interrogación constituía ya una respuesta-. Vaya, vaya…

Ahí terminó nuestra conversación porque, alzando la barbilla en un gesto de desprecio, Vivian salió de la casa dejándome sumido en una confusión terrible. O no. En realidad, no era confusión la palabra que más convenía a mi estado de ánimo. Más bien se trataba de una espantosa claridad, tan cegadora que me dolía el tan sólo sentirme cerca.

No supe nada de Vivian durante las siguientes horas y aquella ausencia sometió a mi espíritu a un doble tormento. Por un lado, deseaba que regresara a mi lado, que tomara mi rostro entre sus manos, que me cubriera de besos, que me rodeara con sus brazos. Por otro, sin embargo, temía que se comportara así precisamente hundiéndome aún más en el terrible pesar que sólo provoca el saber que no se vive como se debe.

Regresó. Lo hizo cuando ya sólo se escuchaba el suave rumor de las aguas y el áspero ruido de las aves que aprovechan las tinieblas nocturnas para apoderarse de sus presas. Lo hizo cuando estaba a punto de enloquecer pensando en ella. Lo hizo cuando la simple posibilidad de perderla me arrancaba lágrimas ardientes de desesperación y desconsuelo. Lo hizo cuando me desgarraba al ver la imposibilidad de conservar entre las manos dos cosas irrenunciables y, a la vez, incompatibles. No cruzamos una sola palabra y dejamos que se expresaran únicamente nuestros deseos. Por un instante, al contemplar su cuerpo exhausto, dormido y apretado contra el mío, pude pensar que quizá existía una posibilidad de paz a su lado. Pero estaba fatalmente equivocado.

Transcurrieron así los años después de aquella discusión. Se trató de un tiempo en el que no volvimos a hablar de mis creencias ni de las suyas, en el que procuré centrarme en la enseñanza de esa ciencia que yo poseía y que ella tanto ansiaba, en el que intenté cortar una parte de mi ser para que las otras dos pudieran si no vivir, sí, al menos, sobrevivir. Pero ¿qué sentido tiene ahora rememorar lo que sucedió en la época en que mi ser estaba desgarrado de manera acerante y continua? Y entonces aquel mundo del que había estado apartado durante años volvió a entrar en mi existencia.

Si quid cessare potes, requiesce sub umbra… Si puedes holgar, reposa a la sombra. Así expresó mi maestro Virgilio, la necesidad de descanso que tienen todos los seres humanos. Sin embargo, aprecio en sus versos las limitaciones típicas de los paganos en relación a aquellos que han sido objeto de la revelación. Porque no se trata de reposar sino de proporcionar un sentido al descanso y de saber además cuándo acometerlo es algo justo y cuando implica una falta.

No siempre que esté en nuestra mano holgar, deberíamos tumbarnos a la sombra porque, a fin de cuentas, el descanso no es un fin sino que tan sólo constituye un medio. Es la manera de ayudarnos a recuperar fuerzas para continuar la brega cotidiana, para proseguir el camino que nos ha marcado la Providencia, para consumar la misión que ha sido puesta por delante.

Por eso, nadie debería ambicionar la holganza por sí misma. Tan sólo debería usar de ella de la misma manera que se vale del agua para aplacar la sed y luego seguir dedicado a sus tareas. Dios ciertamente descansó, pero lo hizo sólo un día y desde entonces, según el testimonio del Salvador, nunca ha dejado de trabajar.

VI

Fue una mañana en la que la fragancia de los manzanos parecía más omnipresente que nunca, en que la luz invitaba perezosa a un descanso somnoliento y en que yo sentía de manera menos punzante la distancia que había entre la vida que hubiera deseado vivir y la que, a fin de cuentas, llevaba. Recuerdo que durante los días anteriores, Vivian y yo habíamos hablado largo y tendido de las prodigiosas propiedades curativas de unas raíces blanquecinas con forma de homúnculo que crecían no muy lejos de la casa. Yo estaba convencido de que carecían de virtudes terapéuticas, pero ella se empeñaba en atribuirles una potencia que jamás hubiera podido yo imaginar. Al final, como era su costumbre, no pudo soportar que no aceptara su punto de vista.

– ¡Eres un cabezón! -fue la frase, nada elegante, pero bien clara, con la que dio por zanjada la plática.

Se trataba de una conducta en la que, por otro lado, incurría bastante a menudo.

– Cuando se te mete algo entre ceja y ceja -remachó aún más indignada- no hay manera de que pienses ni razones.

– Mira -repuse-. Precisamente eso es lo que yo pienso de ti.

– Sí -dijo con amargura- y, como siempre, retuerces las cosas a tu favor…

Ésa era otra de sus frases preferidas. Según ella, no sólo era testarudo sino que además me negaba a ver las cosas. Me encogí de hombros y pensé para mis adentros que quizá no andaba tan descaminada aunque no en el sentido en que pensaba.

– No merece la pena que discutamos por esta fruslería -señalé al fin.

– Es que no se trata de una fruslería -me dijo con un ímpetu que me avisó de que la discusión no sólo no había concluido, sino que, muy posiblemente, estaba a punto de reanudarse de manera especialmente encrespada.

– Como quieras, Vivian, como quieras -me replegué convencido de que una retirada a tiempo puede equivaler a una victoria.

– No me gusta el tono con que me hablas…

Si la hubiera conocido tan sólo unos días antes, hubiera indagado lo que tenía de particular la manera en que hablaba. Pero hacía años que mi existencia transcurría al lado de la de Vivian y sabía de sobra que semejante acto hubiera constituido una terrible equivocación.

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