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– Dispénsame, Vivian -dije al mismo tiempo que me ponía en pie-. Acabo de darme cuenta de que hace un tiempo ideal para recoger unos hongos que vi el otro día.

Cuando sonaron las palabras «tiempo ideal» ya me había colocado el zurrón al hombro y «el otro día» concluyeron justo en el momento en que cruzaba el umbral. Y, sin embargo, a pesar de todo, aquella misma noche, volví a fundirme con ella de la misma manera que la polilla insensata no puede evitar el rondar el fuego atrayente aunque acabe abrasándose mortalmente en él.

Aquella mañana, hubiera debido despertarme con el pecho oprimido y, en realidad, así fue, pero las sensaciones que me entraban por la nariz y por los ojos actuaron como un bálsamo prodigioso sobre un corazón que cada vez sentía más como una herida abierta e imposible de curar. Había cerrado los párpados e intentaba concentrarme en aquellas manifestaciones de belleza, belleza, a fin de cuentas, aunque resultara tan distinta de la de Vivian, cuando sentí el sonido de unos pasos sobre el herboso pradecillo.

Me sorprendió un poco que se tratara de Miles, uno de los siervos de Vivian. Entre la gente que obedecía sin rechistar las órdenes de aquella mujer había de todo. Un porquero sordomudo que la contemplaba con ojos de temor; un hombre de cabellos largos y blancos que daba la sensación de adivinar sus deseos tan sólo con mirarla; media docena de labradores entregados sin descanso al cultivo de huertos y bosques, y once pastores empeñados en la tarea de guardar, alimentar y esquilar unos rebaños que sólo parecían crecer. Miles, por su parte, era un hombre muy diligente, antiguo soldado -como indicaba su sobrenombre- y jamás abandonaba las tareas de vigilancia, seguramente, de la misma manera que nunca había dejado de cumplir con su deber en las antiguas legiones. Las antiguas legiones… recordar que habían existido alguna vez me producía un dolor difuso, pero no por ello menos intenso. A decir verdad, creo que ese malestar no se relacionaba tanto con el pasado que no volvería como con un futuro, el mío, que ya nunca llegaría. Por más que me esforzara por evitarlo, lo cierto es que en aquella isla repleta de manzanos mi vida había quedado sometida paulatinamente a una relegación, a un apartamiento, casi a una reclusión. Se trataba de un sentimiento que me hubiera resultado casi tolerable de no ser porque iba ligado al pensamiento lacerante de que mi vida, una vida que hubiera podido ser útil, quizá se había terminado, quizá se había malogrado, quizá había empezado a concluir en el mismo momento en que había aceptado la invitación de Vivian. Pero en aquel momento, no deseaba que aquellos pensamientos volvieran a asaltarme y, por añadidura, sentía una enorme curiosidad por saber la causa de que Miles hubiera abandonado su trabajo.

Esperé a que entrara en la casa y me acerqué de la manera más sigilosa de que fui capaz. A unos pasos, distinguí que estaba hablando con Vivian, pero fui incapaz de captar el contenido de sus frases. Tendría que aproximarme más y hacerlo con prudencia porque si había algo que irritaba a Vivian era que alguien entrara en aquellos asuntos suyos a los que no había sido invitado. Creo que poco faltó para que lograra deslizarme sobre la hierba en lugar de pisarla y así llegué hasta una de las ventanas.

– No creo que eso tenga tanta importancia, Miles -escuché que decía Vivian con un tono de voz que conocía sobradamente y que indicaba que a duras penas lograba contener su irritación.

– Seguramente tienes razón -dijo Miles con evidente prudencia- pero la noticia…

– Es irrelevante -zanjó Vivian-. Aquí estamos bien. A decir verdad, muy bien y no nos importa lo que pueda suceder al otro lado de las aguas.

– Pero si muere Aurelius Ambrosius… -intentó argumentar Miles.

– Simplemente seguiría el camino propio de toda carne -cortó Vivian-. Es sabido que lleva enfermo mucho tiempo y que nadie ha podido curarle. Antes o después, tendrá que dejar este mundo.

– Pero Britannia… nuestros hijos…

– Britannia seguirá en su sitio porque el mar no va a tragársela simplemente porque Aurelius Ambrosius se muera y por lo que se refiere a nuestros hijos… ya se las arreglarán. La Historia del mundo está llena de catástrofes mucho mayores y los hombres siempre han conseguido superarlas. Los hijos de los britanni no van a ser la excepción…

Los argumentos esgrimidos por Vivian no me parecieron convincentes. Seguramente, era cierto que nuestros hijos podrían navegar en medio de las aguas procelosas, entre otros motivos porque no les quedaría otro remedio. Pero ¿cuántos perecerían en el intento? Y, por otra parte, ¿hasta qué punto estábamos autorizados por la Providencia a abandonarlos frente a ese destino simplemente porque muchos en el pasado habían sufrido catástrofes y desgracias?

– Como tú digas, domina -se rindió Miles.

– Por supuesto que es como yo diga -dijo Vivian con tono de autoridad-. Ahora puedes retirarte.

Escuché los pasos de Miles dirigiéndose hacia la puerta y me dispuse a apartarme, pero, en ese momento, volvió a resonar la voz de Vivian.

– Ah, Miles, él no debe saber nada de esto.

La forma en que dijo él para referirse a mí hubiera resultado profundamente halagadora unos años antes. Entonces, al inicio de nuestro camino de abrazos y espinas, habría pensado que reservaba aquel pronombre propio de la masculinidad única y exclusivamente para referirse a mí, que el único él en quien podía pensar era yo, que en su universo, aunque limitado a aquella isla repleta de manzanos, no existía otro él salvo mi persona. Pero ahora no tenía esa sensación. Por el contrario, me parecía que la palabra tan sólo indicaba una de las posesiones, sí quizá la mejor y más importante, pero posesión a fin de cuentas, de que disponía Vivian en aquel imperio insular e inaccesible.

Aquella noche, la cena transcurrió en un silencio tranquilo tan sólo interrumpido por algún comentario ocasional, pero en lo más hondo de mi corazón rugía una tempestad de inusitada aspereza. De repente, sentí el deseo de salir de la casa y caminar hacia la cala situada a unos cuantos pasos y, una vez allí, entrar en el agua y nadar hasta tierra firme y, si no moría en el intento, procurar regresar a una vida que había abandonado años atrás. Sí, todo eso lo ansiaba, pero ¿cómo iba a poder convertir mi anhelo en realidad?

– Vivian -dije y mi voz me sonó tan extraña como si procediera de una garganta distinta a la que unía mi cabeza con mi tronco- Aurelius Ambrosius se está muriendo. Debo acudir a su lado.

Me miró de la misma manera que el felino que se siente amenazado y desea, no obstante, aparentar serenidad. Se trataba exactamente de la calma tensa que precede al feroz zarpazo, justo el que zanja la cuestión.

– Creía que ya estuviste una vez con el Regissimus… -dijo sin terminar la frase.

Respiré hondo. Por supuesto que así había sido. Lo sabía de sobra porque era yo quien se lo había contado sin ocultarle ni uno solo de los revueltos sentimientos de pesar, de decepción, de amargura que había sufrido en aquel entonces.

– No comprendo cómo tienes algún deseo de volver a verle -prosiguió-. Te trató de una manera verdaderamente indigna.

– Vivian, no se trata de cómo nos tratan los demás, sino de cómo nosotros debemos tratarlos. Soy físico y…

– ¿Y ahora sabes cómo curarlo? -me interrumpió con una pregunta cargada de burlona ironía.

No, por supuesto que no. Aquel hombre estaba condenado y si había algo que podía asegurar era que su vida se había prolongado mucho más de lo que yo mismo hubiera podido imaginar. Decidí que lo más prudente era mantenerme en silencio, pero Vivian no pensaba dar por concluida nuestra conversación.

– ¿Por qué deseas marcharte? -me dijo con un tono seco que exigía una respuesta.

– Porque ésta no es la vida que debo vivir -respondí sorprendido de haber sido capaz de pronunciar aquellas palabras delante de Vivian.

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