Apenas tardamos en llegar a una cabaña cuya silueta se recortaba sobre un fondo de colinas y luna. Mi acompañante la abrió sin arrancar un solo sonido a la puerta, una señal, me dije, de que debían tener la grasa suficiente como para ocuparse de sus goznes, y, a continuación, colocó la lámpara de barro que llevaba sobre una mesita. Pude ver entonces que se trataba de una estancia oblonga y espaciosa en la que además de aquel mueble había un taburete y un lecho. Sin duda, este último fue el objeto que más me llamó la atención. No era un catre militar como yo los había visto tantas veces. Por el contrario, parecía más ancho y daba la impresión de resultar también más cómodo.
– Si precisas algo, haz sonar esto -dijo el hombre señalando un trozo de latón que descansaba sobre la mesa-. Inmediatamente acudirá alguno de los sirvientes para atenderte.
Hubiera deseado decirle que no necesitaría nada, pero abandonó la estancia con la suficiente rapidez como para que no tuviera tiempo de hacerlo.
Me senté sobre la cama, me descalcé y, a continuación, comencé a despojarme de la ropa. La experiencia de los años anteriores había acostumbrado a mi cuerpo a descansar cuando y donde se lo ordenaba. Ahora -era bien consciente de ello- necesitaba ese reposo de manera muy especial y así se lo hice saber. Estaba ya tumbado en el lecho cuando reparé en que debía, como tenía por costumbre, dirigirme a Dios al final del día. Sé que mis labios pronunciaron una oración, pero de una manera muy diferente a como solía. Me limité a clavar los ojos en la oscuridad abovedada que se desplegaba sobre mi cabeza y a preguntarle qué iba a ser de nosotros ahora que Roma había desaparecido en manos de los barbari. Me consta sobradamente que no le agradecí que hubiera salvado mi vida, que me hubiera proporcionado alimento, que ahora me deparara abrigo y un techo bajo el que pasar la noche. No. Centré aquella raquítica plegaria en mis insatisfacciones egoístas en lugar de mostrarme agradecido o de pedirle la necesaria dirección para los días que se aproximaban. Y así, me dormí.
Ignoro el tiempo que el sueño mantuvo cerrados mis párpados. Sólo sé que, de manera repentina, sentí un frío que me golpeaba el rostro y que me despertó. Dirigí la mirada hacia el lugar de donde procedía inesperada y desapacible aquella gelidez. La puerta estaba entreabierta y el viento atrevido que entraba por ella se estrellaba despiadado contra mi lecho. De repente, un zumbido provocado por un chorro de impetuoso aire chocó contra la hoja obligándola a girar sobre los goznes. Y entonces, recortándose sobre aquel fondo helado y ventoso, pude ver con toda claridad una silueta, la de la mujer que me había traído hasta aquel lugar.
Me tamen urit amor: quis enim modus adsit amori? Pocos lo han expresado con tanta claridad como Virgilio. «A mí, sin embargo, el amor me abrasa, porque ¿quién puede ponerle freno al amor?» No me cabe la menor duda, ahora que en mi vida los inviernos se han multiplicado varias veces por diez, de que el amor es una fuerza extraordinariamente poderosa. A decir verdad, creo que es la más poderosa de todas las que pueden albergarse en el corazón de los hombres aunque no sea la más frecuente ni tampoco -como algunos afirman- la que mueve el mundo. No, el amor es, ciertamente, similar al fuego. Lo es tanto que, en ocasiones, no resulta fácil distinguir a uno del otro. Como el fuego, el amor nos da calor; como el fuego, el amor evita que la gelidez de la existencia nos hiele el corazón y nos mate; como el fuego, el amor condimenta lo que la Providencia pone a nuestro alcance para que nos alimentemos; como el fuego, el amor nos brinda luz en medio de las tinieblas más tenebrosas… sin embargo, no acaban ahí las similitudes. El amor también puede, como las llamas, abrasarnos y dejar en nosotros las horribles y negras cicatrices de las quemaduras e incluso, en algunos casos, consumirnos hasta dejarnos reducidos al estado de cenizas frías y grises. Y, sin embargo, ¿quién se atrevería a rechazarlo simplemente porque entraña riesgos?
IV
Desperté y descubrí que un bulto blanco y blando dormitaba plácidamente a mi lado. Contemplar aquella presencia totalmente inusual, recordar lo sucedido y sentir cómo me ardían las mejillas fue todo uno. Hasta entonces había guardado la castidad de una manera sencilla, natural, incluso me hubiera atrevido a decir que fácil. No es que entrara en mis propósitos mantener esa situación de manera perpetua. De hecho, en alguna ocasión había meditado sobre la posibilidad, cuando todo se asentara, de casarme y formar una familia. Pero había sabido guardarme de la fornicación recordando las palabras del apóstol que afirmó que era el único pecado que se cometía contra el propio cuerpo. Ahora, de la manera más inesperada, me encontraba con que mi conducta se había alterado en apenas unos instantes. Sin resistencia. Sin lucha. Sin combate. Aquella mujer había llegado por la noche y yo había permitido -lo había consentido, no podía engañarme- que sus besos me embriagaran y sus abrazos ejercieran sobre mi conciencia un efecto completamente narcótico. Tal y como siglos antes había escrito el rey Salomón, el monarca sabio que acabó siendo necio, aquel amor había tenido sobre mí un efecto muy similar al de la borrachera.
Ahora me daba la espalda y sólo podía observar sus cabellos rizados de aquella manera que tanto me había llamado la atención y al contemplarlos experimentaba una sensación poderosa y doble que me recorrió de la cabeza a los pies. Por un lado, sufría la culpa innegable por lo que había compartido con aquella mujer y, por otro, no podía reprimir un estremecimiento invenciblemente voluptuoso al sentirla a mi lado.
¿Qué podía hacer ahora? Mi primer impulso habría sido el de abandonar avergonzado el lechó y huir de aquel lugar, pero enseguida deseché una posibilidad semejante. No, no podía actuar así porque, sin duda, debía tener yo alguna responsabilidad hacia una mujer que había yacido conmigo. No podía darle la espalda ahora a quien de manera tan completa se había entregado a mí, pero incluso aunque hubiera estado dispuesto a caer en una conducta tan vil, ¿cómo hubiera podido abandonar un lugar al que separaban de tierra firme aguas desconocidas? ¿Qué debía hacer? ¿Quién podría ayudarme? Recordé entonces a Aquel en quien no había pensado la noche anterior y me dispuse a buscar Su dirección, pero antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, aquel cuerpo deliciosamente hermoso que estaba al lado del mío se dio la vuelta hacia mí.
Tenía los ojos adormilados y entreabiertos, pero, al percibir mi presencia, en sus labios apareció aquella sonrisa que alcanzaba sin el menor esfuerzo lo más hondo de mi ser.
– ¿Has dormido bien? -dijo con un tono risueño.
– Sí, domina -respondí- ¿y tú?
– Me gusta eso de domina. Suena bien. Sí, he descansado maravillosamente.
No había terminado la última frase y saltó del lecho como si hubiera sido impulsada por un resorte invisible. Era verdad que a oscuras había recorrido su cuerpo con mis manos, pero ahora, con el sol ya alzado sobre el horizonte, la luz acarició sus miembros desnudos y nuevamente la mayor de las turbaciones se apoderó de mí. ¿Cómo era posible que sobre la tierra existiera un ser tan delicado y hermoso? Bajé los ojos con el ardor pesado de la vergüenza quemándome el rostro.
– ¿Te pasa algo? -escuché que me preguntaba.
Negué con la cabeza sin despegar los labios.
– Entonces… -indagó.
– Domina -comencé a balbucir con una voz trémula-. No… no…
– ¿Quieres decir que estoy desnuda? -dijo con una voz que me sonó hirientemente burlona-. Bueno, así es como vine al mundo…
Seguí sumido en el silenció. No estaba en absoluto acostumbrado a que una mujer se expresara con esa franqueza y me sentía desconcertado, confuso, perdido.