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– ¿Por qué te detienes?

– Es que… -intenté responder.

– Ya -dijo-. Bueno, lo siento si tienes miedo al agua, pero mi casa está allí.

Seguí la línea que señalaba su mano alzada y blanca, pero tan sólo conseguí ver una neblina grisácea y opaca que había descendido sobre las rizadas aguas ocultándolas casi por completo.

– ¿Vives en medio del mar? -interrogué incrédulo.

– Es una forma de decirlo -me respondió divertida.

– Pero… pero ¿cómo?

La mujer no tuvo que responder a mis palabras. Como nacida de la bruma, una embarcación, achatada y gris, surgió ante mi vista. Era obvio que su quilla estaba fabricada en madera, pero, bajo la luz del crepúsculo, parecía forjada en un metal extraño y rutilante.

– No te entretengas, físico -dijo la mujer-. Nos están esperando.

Realizamos el trayecto en medio de un silencio tan profundo como la espesa niebla. Era la primera vez que subía a una nave y no dejé de experimentar un cierto malestar al sentir cómo se balanceaba al poner el pie en ella. Sin embargo, no estaba dispuesto a dar la menor señal de miedo ante la desconocida. Contuve como pude mis temores y, mientras surcábamos las aguas, cuando la barca se movía, apretaba las mandíbulas como si así lograra también controlar aquella extensión ignota. Sé que la travesía no fue larga, pero aun así recuerdo que me resultó interminable, que me arrepentí de haber aceptado la invitación de la desconocida y que me pregunté en qué podría concluir todo aquello. Me sobresalté cuando la puntiaguda quilla encalló y el choque nos empujó, primero, hacia atrás y luego, hacia delante, como si una mano invisible nos condujera. Sin embargo, enseguida comprendí que habíamos llegado a nuestro destino y sentí alivio.

La mujer se puso en pie con la facilidad que sólo proporciona la práctica, cubrió la escasa distancia que mediaba entre el lugar que ocupaba en la embarcación y la proa, y con una gracia especial, dio un salto para abandonarla. Sonó a seco el impacto de sus pies lo que me llevó a pensar que, más allá de la impenetrable bruma, debía hallarse una tierra firme y bien separada del agua. Así lo pude comprobar unos instantes después cuando caí sobre una arena apenas húmeda y, quizá por ello, dura y sólida.

Esta vez la desconocida no me dijo que la siguiera, pero era consciente de que no tenía otro camino. Eché un breve vistazo al hombre que había llevado la nave hasta aquella costa y, acto seguido, me propuse no perder de vista a mi anfitriona. No fue fácil. Una niebla blanca, pero muy espesa, se había acumulado en la cercanía difusa del agua y había momentos ocasionales en que la mujer desaparecía. No sé cuánto tiempo caminamos en medio de aquellas cortinas de oscuridad clara. Pero sí me consta que en más de una ocasión, perdí el rastro sutil de la desconocida y que cuando se produjo tal eventualidad, el corazón comenzó a latirme con una fuerza extraordinaria e incluso mi respiración se detuvo.

De pronto, aquellas nubes situadas a ras del suelo desaparecieron. No se trató de un fenómeno paulatino, sino inusitadamente rápido. Como si alguien dotado de un poder extraordinario hubiera ordenado que se disiparan, las nieblas dieron paso a un campo herboso del que arrancaba brillos plateados una luna redonda y amarilla. ¡Se había hecho de noche y yo no me había percatado de ello!

– ¿Quieres cenar, verdad, físico? -dijo repentinamente la mujer dirigiéndome por primera vez la palabra desde que habíamos subido a la embarcación.

– Por supuesto… -respondí.

– Pues entonces no te retrases.

¿Me retrasé? No lo creo. A decir verdad, cruzamos con rapidez un pradecillo blando y, de repente, nos dimos con una inesperada cadena de cerros no superiores a la altura de cinco o seis hombres. Me sentí desorientado ante aquella extraña configuración montañosa. A decir verdad, no se parecía a nada que yo hubiera podido contemplar a lo largo de toda mi vida. Pero la mujer parecía conocerlo a la perfección. A pesar de la falta casi total de luz, no tuvo problemas en dejar a un lado algunas (le aquellas elevaciones chatas y en escoger una en concreto. Comenzó entonces a subirla con grácil calma y fue precisamente en el curso del ascenso cuando logré colocarme a su altura.

– ¿Estás cansado, físico? -me preguntó al percibirme a su lacio.

– No… -respondí en un vano intento de ocultarle la realidad.

– Está cerca -me dijo seguramente intentando infundirme ánimos.

Aún caminamos un buen rato durante el cual procuré no perder de vista ni por un solo instante a aquella desconocida que me arrastraba Dios sabía adónde. Casi me había conformado con la idea de seguir caminando por un tiempo indefinido cuando percibí en lontananza lo que me pareció una luz tenue.

Agucé la vista para comprobar de lo que podía tratarse y entonces, como si pudiera leer en mi corazón, la mujer dijo:

– Es allí hacia donde nos dirigimos. Llegaremos enseguida.

No fue enseguida. En realidad, tardamos todavía algún rato, pero la certeza de que ya nos hallábamos a la vista de un lugar donde podríamos comer algo me infundió nuevas fuerzas.

He intentado muchas veces recordar qué cené aquella noche. Nunca lo he conseguido. Tampoco podría decir con exactitud de qué hablamos. Cené y charlé, es cierto, pero lo que más pesó en mí fue la contemplación de aquella mujer. Ni por un instante pude apartar los ojos de la desconocida y, si no la escuché, no es menos cierto que en mis oídos su voz, una voz como nunca antes había percibido, sonó sugestivamente atractiva. Sin transición alguna, aquel día había pasado de una amargura dolorosa, de un agotamiento insoportable y de un hambre no por poco sentida menos peligrosa, a una tormenta de sensaciones vigorosas que parecían empujarme hacia un mundo que nunca había conocido. Hasta ese momento, el olfato me había servido sobre todo para poder distinguir unas plantas de otras y unas dolencias de aquellas que le eran parecidas; y la vista me había permitido leer, pero, sobre todo, contemplar cuerpos deformes y enfermos que esperaban si no curación, sí, al menos, consuelo. Ahora era como si un torrente de belleza desconocida hasta entonces me inundara borrando cualquier cosa que antes hubiera podido llamar mi atención. Por primera vez en mi vida, contemplé unos labios -los de la mujer- como una forma deseable que servía para acariciar con sus palabras mis oídos o para desplegar una sonrisa cautivadora. Por primera vez en mi vida, vi unos ojos en los que no tenía que leer lo profundo del alma o descubrir una dolencia, porque irradiaban una belleza en tonos cambiantes que nunca antes me había sido dado contemplar. Por primera vez en mi vida, sentí un aroma que me invitaba a olvidar lo que me deparaban los otros sentidos y a entregarme al disfrute de aquél. Tan sólo la aparición de un sirviente con un aguamanil de plata me avisó de que había concluido una cena que había consumido, sin duda, pero de cuyo contenido no me había percatado.

– Supongo que desearás descansar… -dijo de repente la mujer.

No, a pesar de mi agotamiento, no era lo que quería. Lo que ansiaba con cada fibra de mi ser, con cada gota de mi sangre, con cada ápice de mi aliento era prolongar aquella conversación en una velada que durara de manera indefinida.

– Inmediatamente te conducirán al lugar donde reposarás esta noche -añadió decidiendo por mí.

Me puse en pie cuando un sirviente acudió a la llamada de la mujer.

– Condúcele a su aposento -dijo con un tono de voz que no admitía discusión alguna.

Seguí al hombre hacia el exterior. La luna aparecía ahora cubierta con un raro paño de opacidad argentina y un sudario tejido en humedad fría descendía, pesado y solitario, sobre el campo herboso. Aquella sensación gélida me provocó un leve castañeteo de dientes, pero no consiguió borrar las imágenes cálidas de la cena que subían atropellándose desde lo más profundo de mi corazón.

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