No sabría decir ahora mismo cuándo me di cuenta de aquello. Quizá no se debió a un episodio concreto, sino a la suma inadvertida de un conjunto continuo de pequeños detalles que podían pasar desapercibidos a todo el mundo, pero que, hilados, me indicaron la carga insoportablemente onerosa que pesaba sobre los hombros anchos y el corazón noble de Artorius. En cualquier caso, ¿qué más da ahora? Como tantos problemas que nos aquejan en un momento determinado y de los que nos parece que pende toda nuestra vida, ha perdido la importancia, hasta la menor, con el paso inexorable del tiempo. Lo malo es que, cuando todo parecía enderezarse, sobre el horizonte se cernió una amenaza inesperada, la que procedía de un pueblo bárbaro conocido como los angli.
Nunc victi, tristes, quoniam fors omnia versat… ¡Qué bien lo supo expresar el experimentado Virgilio! Ahora estamos vencidos y tristes porque todo lo cambia la suerte… La soberbia que causó la caída de Lucifer desde el cielo hasta los más tenebrosos abismos es un pecado que abunda también entre los hijos de los hombres. Es raro el que no cree que su bienaventuranza arranca de sus únicos y exclusivos méritos y el que, por añadidura, no piensa que se perpetuará ya sino hasta el día del Juicio final, al menos hasta aquel en que Dios lo convoque a Su presencia. Pero, por muy común y extendida que resulte esta actitud, no deja de ser menos una señal de profunda e injustificada necedad. Hay muchos mejores que nosotros que nunca llegarán a contar con nuestra dicha; y también hay muchos mejores que nosotros que, tras ascender a lo más alto, se desplomaron en el abismo. A nosotros podría sucedernos exactamente lo mismo. Pero si tal cosa aconteciera no deberíamos -en contra de lo que afirmaba Virgilio- caer en la tristeza y en el sentimiento de derrota. Todo lo contrario. Deberíamos sonreír pensando que de la misma manera que una parte de la rueda baja siempre, también es cierto que suele volver a subir. Añadiría yo, si no en este mundo, en el otro.
V
Al cabo de casi dos años, lo que era una promesa esperanzada fue cuajando en una innegable realidad. La paz, el orden y la prosperidad que había conseguido crear Artorius resultaban tan evidentes que tengo la impresión de que llegamos a pensar que resultaban algo natural y que durarían para siempre. Por eso, cuando aquel eques penetró en el salón espacioso donde se reunían los jefes de caballería de Artorius en torno a una mesa la impresión que produjo resultó indescriptible.
– Domine -dijo apenas sin aliento-. Los barbari… los barbari han cruzado el limes de Britannia…
Dado que los barbari violaban nuestras fronteras con frecuencia bien es verdad que con escaso resultado, al escuchar aquellas palabras, temí que nos encontráramos con algo mucho más grave, es decir, con una invasión en toda regla.
– ¿A qué te refieres, miles? -preguntó Caius.
– Es un ejército… -respondió boqueando el soldado y luego añadió:
– El mayor que hemos visto nunca.
Mientras los jefes de los equites comenzaban a discutir acaloradamente, intenté hacerme una idea de lo que se nos venía encima. Todos los hombres de los castra fronterizos pertenecían al grupo de los veteranos de Artorius. En otras palabras, aquel mensajero no era un muchacho bisoño e inexperto. Por el contrario, había participado en la lucha contra la gran invasión procedente de Hibernia y sabía de lo que hablaba. La nueva amenaza debía ser verdaderamente grave.
– ¿De qué tipo de tropas se trata? -indagué mientras los jefes de caballería seguían parloteando sin sacar nada en limpio de aquella información.
– Infantes -respondió el soldado-. Miles de infantes. Quién sabe si decenas de miles.
Eché un vistazo a Artorius. Al igual que sucedía con sus jefes, tenía el rostro ensombrecido por la inquietud, pero no daba la sensación de haber perdido la cabeza. Captó inmediatamente lo que acababa de preguntar y se dirigió al soldado:
– ¿Viste fuerzas de caballería? -indagó.
– Algunas, domine, pero escasas -respondió el soldado-. Creo que se trata sobre todo de exploradores y de enlaces.
– ¿Qué opinas, físico? -me dijo Artorius.
Me sentí incómodo al escuchar aquella pregunta. Por mucha que fuera mi cercanía al Regissimus, a nadie se le ocultaba que yo no era ni un eques ni un simple miles. Cualquiera de sus jefes, con toda la razón, por otra parte, hubiera podido sentirse más que ofendido por el hecho de que, en lugar de consultarlos a ellos, se dirigiera a mí. Pero además existía un segundo motivo para que no me agradara aquel comportamiento de Artorius. A pesar de su innegable experiencia y de que formaba parte de las legiones desde que tenía quince años, el Regissimus era mucho más joven que buena parte de sus jefes. Hasta ahora su popularidad era indiscutible siquiera porque los había conducido siempre a la victoria, pero no se podía estar seguro de cómo podrían reaccionar si resultaban derrotados. De darse tal eventualidad, Artorius podría pasar de ser un caudillo indiscutido a un vencido cuestionado por sus subordinados. Llegados a ese punto habría más de uno que recordaría que no los había consultado a ellos sino a un físico. Todas esas reflexiones se me agolparon como impulsadas por un impetuoso torrente.
Pero, pensara lo que pensase, mi obligación ahora era responder al Regissimus.
– Opino -respondí- que tus jefes están deseando saltar a la silla y salir al encuentro de los invasores.
Artorius reprimió una sonrisa. No era especialmente sutil, pero captó a la perfección lo que deseaba decirle, que no podía pasar por alto a sus jefes -al menos, no en público- y que cuanto antes debía ponerse en camino, para enfrentarse con los barbari.
– Sí -respondió-. No me cabe la menor duda de que están ansiosos por trabar batalla. ¡Vamos! ¡Los caballos nos esperan!
No nos esperaban, por supuesto, pero tampoco se resistieron a ser ensillados a toda prisa y a avanzar por las calzadas, reparadas en los últimos tiempos, hacia el lugar concreto por donde los barbari habían penetrado en Britannia.
– Demostraste una enorme habilidad -me dijo ya de camino Artorius mientras colocaba su montura al lado de la leía-. Y ahora que estamos apartados de los equites, ¿querrás decirme qué vamos a hacer?
Sentí la tentación de burlarme un poco de él y señalarle que no era más que un físico, pero la rechacé. A fin de cuentas, la situación era lo suficientemente grave como para no dejar lugar a las bromas.
– Da la sensación de que se trata del mayor ejército que hayamos podido ver jamás… -comencé a decir.
– Esa parte ya la conozco -me interrumpió Artorius-. Te estaría muy reconocido si me hicieras gracia de ella.
Respiré hondo. No cabía duda de que Artorius tenía las ideas bastante claras y no estaba para discursos preliminares.
– La única oportunidad que tenemos es llegar antes y golpear por separado a los distintos grupos antes de que consigan concentrarse. En ese caso… -contesté.
– En ese caso, tengo una idea aproximada de lo que hay que hacer -me cortó Artorius-. Supón que llegamos tarde y que ya se han reagrupado, que tienen toda su fuerza reunida en un solo haz dispuesto a descargarse sobre nosotros y a aniquilarnos de un golpe.
Estuve a punto de decirle que en una eventualidad de ese tipo, lo mejor que podríamos hacer sería elevar nuestras plegarias al Todopoderoso y disponernos a morir vendiendo cara nuestra libertad. Me contuve. En aquel momento, debíamos pensar en la victoria y no en la mejor forma de enfrentarnos a la muerte.
– Si ése es el caso -comencé a decir- y, efectivamente, no puede descartarse semejante posibilidad, nuestra única salida es utilizar la caballería para que penetre en sus filas de la misma manera que un cuchillo caliente se introduce en la mantequilla.