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III

– ¿Quién eres?

Las palabras me sonaron extrañas, como si procedieran de un mundo distinto de aquel en el que mi cuerpo se apoyaba, exhausto y dolorido, en el tronco de un árbol rugoso, y mis ojos contemplaban una superficie acuática ni siquiera imaginada antes. Abrí los labios, cortados y resecos, intentando responder, pero ni una sola palabra surgió de ellos. Tosí y entonces fue como si la mordaza invisible que pesaba sobre mi lengua similar a un trozo de áspero metal desapareciera y, sin embargo… sin embargo, cuando dije mi nombre, me pareció que era otro el que lo pronunciaba.

Las cejas de la mujer se elevaron levemente, como si acabara de escuchar algo totalmente inesperado.

– ¿Eres el físico?

Ahora fui yo el que se sorprendió. ¿Era posible que aquella mujer hubiera oído hablar de mí? ¿En un sitio tan distante de los que yo conocía?

– Soy físico -respondí-. Pero no sé si es a mí a quien te refieres…

– Por supuesto que sí -dijo mientras sus labios finos se descorrían en una sonrisa como nunca antes había tenido ocasión de ver.

Hubiera deseado decir algo, pero confieso que no me resultó posible. Seguramente, muchos sentirían vergüenza de reconocerlo, pero aquella mujer era tan hermosa que no me veía capaz de hablar con ella. A decir verdad, me faltaba el valor para acometer esa empresa.

No era muy alta -para ser sincero, su estatura era inferior a la mía- pero su cuerpo poseía unas proporciones muy hermosas, casi áureas. Sus cabellos, de un color hermosamente rubio, descendían en caprichosa cascada sobre sus hombros. Hubiera podido decirse que eran rizados, pero, a decir verdad, jamás había contemplado unos bucles como aquéllos, tan alargados, tan suavemente ondulados, tan parecidos a las olas de aquella superficie acuática que tan sólo unos momentos antes había apresado irresistiblemente mi atención. Quizá su configuración se debía más a mano humana que a la Naturaleza, pero ¿quién hubiera podido trazar aquella peculiar forma? Y, con todo, no era su pelo lo que más atraía mis miradas, ni el óvalo suave y armonioso de su rostro, ni sus facciones tan exquisitas que no recordaba jamás haberlas visto semejantes. No, lo que provocaba en mí una reacción similar a la del imán eran sus ojos. ¿De qué tonalidad eran? Eso hubiera deseado saber yo. En algunos instantes, me parecían de un suave color verde, de un verde opalino y delicado, pero, en otros, tenía la sensación de que sus pupilas adquirían una tonalidad ambarina, muy similar a la de los hilos sutiles de la miel que se desprenden del dorado panal en el momento en que se priva a las laboriosas abejas del fruto de su trabajo cotidiano. El secreto en virtud del cual lograba cambiar la coloración inefable de sus ojos de aquella manera se me antojó de repente algo tan peregrino y extraordinario que me pareció lógico que se resistiera a mis intentos persistentes por desentrañarlo.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó arrancándome de mis pensamientos, aunque no de su inevitable contemplación.

Hubiera deseado responderle aunque sólo fuera por satisfacer su curiosidad, pero lo cierto es que no me resultaba posible.

Ignoraba ciertamente dónde estaba y por qué y cómo había llegado hasta allí.

– He sabido… he sabido hace poco que Roma ha caído… -respondí con voz trémula, aunque más que contestar la pregunta estuviera dejando que mi corazón se vaciara del dolor que lo embargaba.

– Roma… -dijo con un gesto de leve fastidio-. ¿No te parece que Roma está muy lejos?

Sí, lo que decía era cierto. De aquella ciudad que había marcado el destino del cosmos nos separaba al menos un mar, pero…

– Pero los britanni somos romanos -balbucí con voz temblorosa-. Roma es la ciudad hacia la que dirigimos nuestros corazones y…

– ¿Tú diriges el corazón hacia Roma? -preguntó la mujer con un tono de voz tan sutilmente burlón que casi se hubiera podido decir que no se mofaba de mí sino que me sonreía.

Me pareció captar en la pregunta un significado que no lograba desentrañar, pero que me inquietó hasta el extremo de sentir que me ardían las orejas. Mi turbación se tradujo en un ligero temblor cuando vi cómo la mujer se dirigía hacia el lugar donde me encontraba. En un instante, llegó a mi altura y doblando las rodillas con una notable gracia, se sentó a mi lado. Percibí entonces un aroma delicado que nunca antes había alcanzado las ventanas de mi nariz y que procedía, sin ningún género de dudas, de ella. ¿Cómo había conseguido aquella fragancia? ¿Qué extraña mixtura había vertido sobre su rostro, sobre su cuello, sobre sus manos para lograr que cualquier otro olor desapareciera ante el suyo de la misma manera que las tinieblas se disipan al contacto con la luz?

– ¿Cómo has llegado hasta aquí? -me preguntó.

Del mejor grado habría deseado contestarle, pero sólo pude encogerme de hombros ya que yo mismo ignoraba la respuesta.

– Y ya que desconoces cómo has venido, ¿sabes, por lo menos, adónde irás? -indagó ahora volviendo a mostrar aquella sonrisa que tanto me inquietaba y atraía a la vez.

Tiempo atrás, al poco tiempo de haber visto a Aurelius Ambrosius, le hubiera respondido ufano que estaba esperando el cumplimiento de mi destino. Incluso me hubiera atrevido a señalar la mano de la Providencia en mi futuro, pero ahora… a decir verdad, ahora no sabía nada.

– No tengo ningún plan -respondí con más vergüenza que humildad.

– ¿Es eso posible, físico? -dijo sorprendida-. Eres conocido. La gente habla de ti. ¿Cómo es posible que no tengas ningún propósito?

Propósito… ¡propósito! La palabra era hermosa, pero ¿qué significaba ahora para mí?

– Realmente… realmente no… -contesté intentando sonreír-. Si acaso… comer algo. Me he quedado sin provisiones…

– ¿Desearías compartir mi mesa? -me preguntó sin darme tiempo a concluir.

Tuve la sensación de que, al formular aquella frase, el viento, blando y suave, había susurrado unas palabras que habían resonado a través de los cabellos de la mujer como si se tratara de un instrumento musical. Pero ¿podía ser cierta tal eventualidad? ¿Cómo iba a hablar el aire y, sobre todo, cómo iba a hacerlo valiéndose de los bucles de aquella desconocida? Parpadeé y decidí atribuir aquella sensación al hecho de que estaba desfallecido por el cansancio y el hambre.

– ¿Quieres que comamos juntos? -indagué, presa de la perplejidad.

– Sería preferible cenar -dijo sonriendo y capté inmediatamente que ya casi había anochecido.

– Sería un honor que… -me detuve y reflexioné-. ¿Cómo podría pagar tu hospitalidad?

La mujer sonrió, esta vez, mostrando unos dientes hermosos y blancos.

– No te preocupes -susurró de manera cautivadora-. Ya encontraremos alguna manera de que te ganes la comida.

Apenas había terminado de hablar, se puso en pie con agilidad y, ya erguida, me tendió la mano. En circunstancias normales, la hubiera rechazado, pero seguía sintiéndome tan insoportablemente cansado que me agarré a ella. Su tacto me pareció frío y, a la vez, suave de una manera extraordinaria e incomparable. Desde luego, era el más dulce que jamás había sentido. ¿Quién podía ser aquella mujer que no albergaba la menor aspereza y que, por lo tanto, dejaba de manifiesto que no necesitaba trabajar para vivir? Hasta donde yo sabía, ni siquiera las descendientes de la vieja nobleza romana estaban libres de toda labor. Como mínimo, tejían, plantaban, regaban, incluso podían llegar a guisar. ¿A qué se dedicaba esa desconocida?

– Ven conmigo -dijo sonriente, pero en sus palabras me pareció percibir una dureza casi imperceptible aunque inapelable, como si se tratara de una orden.

Seguí unos pasos hasta que comprendí, sorprendido, que se dirigía hacia las rizadas aguas polícromas que tanto me habían llamado la atención. Como si se hubiera percatado de que había dejado de caminar, se volvió y me dijo:

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