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– ¿Qué está diciendo? -susurré al anciano mientras intentaba sacarle de debajo del despiadado aguacero y conducirle a un lugar seco.

El desdichado no respondió a mi pregunta. Se limitó a clavarme las manos en los brazos como si se tratara de garras y gemir:

– Dios nos ha abandonado… nos ha dejado… Es un castigo por nuestros pecados…

No tenía intención de discutir semejante afirmación teológica. Ni intención ni capacidad. Por el contrario, me esforcé en poner en pie a aquel desdichado cubierto de barro hasta la raíz del cabello.

– Sólo pensábamos en nosotros mismos -lloriqueó-. No nos ocupábamos más que de nosotros y ahora… ahora… ¿quién nos protegerá?

Encontramos abrigo en una cabaña cercana, pero aún necesité un buen rato antes de que el pobre hombre pudiera articular alguna frase coherente. Así fue como me enteré de que Roma ya no existía, de que el proceso iniciado por los barbari había llegado a su consumación y de que, por difícil que pudiera parecer, nuestro futuro resultaba más sombrío que nunca. Ignoraba entonces los detalles, pero las carcajadas de los barbari que ahora, concluida la cegadora lluvia, corrían gritando y bebiendo por la aldea parecían prueba suficiente de que aquel anciano no mentía. Sí, los invasores reían y se mofaban, y nosotros llorábamos y gemíamos. Resultaba exactamente igual que la manera en que el consternado salmista había retratado el dolor lacerante de los judíos y el gozo exultante de los crueles babilonios cuando estos últimos destruyeron la ciudad sagrada de Jerusalén y los deportaron sin piedad a la lejana Babilonia.

Los recuerdos del resto del día los conservo de una manera muy confusa. Desde mi corazón suben algunas imágenes desgarradoras de los exaltados barbari abandonando el poblado quizá para comunicar la siniestra nueva en otros lugares habitados por britanni, de los lloros incesantes de los lugareños, de los cuerpos empapados y cubiertos de barro hasta las cejas, de un desdichado presbítero al que los barbari habían cortado las orejas para celebrar la noticia, de un ahorcado de lengua azulada no sé si por deseo de los invasores o por el impulso de su negra desesperación. Quizá mi obligación hubiera sido permanecer con ellos para atender a los numerosos dolientes e infundir consolación a todos. Quizá, pero no me sentí con ánimo suficiente para hacerlo. Cuando mis modestas ropas se secaron ante la pobre hoguera, eché mano de mi modesto zurrón y reemprendí el camino. Creo que nadie lo advirtió porque, a fin de cuentas, era escaso el interés que podían sentir hacia un forastero desconocido en medio de aquel dolor lacerante que los acongojaba hasta lo más hondo de su ser.

No llegué a la ansiada colina del muérdago. A decir verdad, no es que hubiera cambiado de planes. Es que, simplemente, vagué sin rumbo fijo, sin destino claro, sin meta preconcebida. Era como si huyera de un mal mucho peor de cuantos hubiera conocido hasta entonces e incluso tengo la sensación de que hubo algún momento en que me quedé dormido y aun así continué caminando sin detenerme un solo instante. Anduve y anduve hasta que mis magras provisiones se agotaron -aunque no me importó porque, a decir verdad, no tenía hambre- y hasta que me percaté de que mis pies, tan acostumbrados a caminar, habían comenzado a sangrar. Pero incluso entonces no fue el dolor, un dolor que me embargaba tan profundamente que ni siquiera lo sentía ya, el que me avisó. Al descender una cuesta no muy pronunciada que llevaba desde no sé dónde hasta ignoro qué lugar, tropecé. Al mirar hacia el sitio con el que había chocado, reparé en que de ambos pies salían varios hilillos de un líquido rojizo que se mezclaba con unas manchas parduscas. Seguramente, me había herido en algún otro momento, pero ni siquiera me había percatado. Ahora, todo el cansancio acumulado durante horas, quizá días, pareció descender sobre mi cuerpo asendereado como si se tratara de un manto oneroso y oscuro. Sentí que me faltaba el aire y, llevándome la mano al pecho, me detuve. Luego, mientras era presa de una tos extraña que había llegado sin avisar, busqué con la mirada un árbol bajo el que descansar. Lo encontré a unas docenas de pasos, pero alcanzarlo se convirtió en un esfuerzo insoportable.

Fue sentarme y apoyar la espalda contra el tronco y sentir que de todo mi cuerpo se iba el último vestigio de fuerza que me quedaba. Se trató de una sensación extraña, como si el fluido vital en lugar de desaparecer por la boca se me escurriera por entre los dedos igual que si se tratara de agua. Boqueé en un intento de no ahogarme y, exhausto, cerré los ojos.

Cuando desperté, el sol, gris y cansado, había comenzado ya su descenso mortecino hacia la línea añil del horizonte. Aún había luz, pero había adquirido un tono perlado, casi opaco, como si se tratara de un metal pulido. ¿Dónde estaba? Lo ignoraba. Aquel paisaje, a decir verdad, no contaba con nada que me resultara familiar. De repente, noté una sensación extraña de gelidez casi sólida que parecía discurrir sobre la superficie plana de la tierra para luego encaramarse sobre mis ateridos miembros como una alimaña hambrienta que deseara devorarme.

No tardé en localizar el origen de aquel frío. A unos quinientos pasos se hallaba una enorme extensión de agua, tan enorme que no lograba ver sus límites precisos. ¿Acaso había llegado hasta la orilla del mar? No me pareció posible, pero, a fin de cuentas, tampoco era capaz de calcular el tiempo que llevaba caminando y en qué dirección lo había hecho y, por añadidura, jamás había visto una playa. En aquellos momentos, mi mirada quedó prendida por aquella agua verdigrís que, de repente, como si fuera un animal vivo, se transformó en una sucesión de masas amarillas, naranjas y rojas, surcadas por tonalidades esmeralda. Mi corazón estaba agotado, más incluso que mi cuerpo, pero no pude dejar de pensar que era como si las aguas se hubieran transformado en una resplandeciente superficie de zafiro pulido semejante a la que algunos santos varones vieron desplegada ante el trono del Altísimo. Pero ¿dónde me hallaba?

Dejé caer la cabeza sobre el pecho e intenté articular una plegaria, pero, por primera vez en mi vida, no conseguí hacerlo. Algo extrañamente pesado había descendido sobre mi corazón y borraba las palabras de mi mente antes de que consiguieran alcanzar mis labios. Lo intenté una vez y otra y otra más, pero fue inútil. Al igual que sucede cuando un agotamiento pesado e invencible atenaza los miembros y les impide moverse, aquella fuerza indescriptible se había enroscado en mi alma.

Cerré los párpados y respiré hondo. ¿Qué me estaba pasando? No llegué a responder a la pregunta. Ni siquiera volví a planteármela. Cuando abrí los ojos, la vi y ya no deseé nada más.

Quae te dementia cepit?… ¿Qué locura se ha adueñado de ti?, preguntaba uno de los personajes creados por Virgilio en una de sus Églogas. Y, sin embargo, la locura no es tan extraña. A decir verdad, mucho me temo que se halla tan unida a todos nosotros como la respiración a las ventanas de la nariz. Nos agrada pensar que sólo puede afectar a los demás, que sólo ellos serán alcanzados por su mano sucia, que nunca se nos acercará, pero no es así. Basta que nos toque en el punto adecuado y, como si contara con el poder de una hechicera, puede dominarnos.

A pesar de todo, esta circunstancia no debería apenarnos de la misma manera que no nos tiene que entristecer el saber que no podemos volar como las aves ni contar con las zarpas de una fiera para defendernos. Sólo tendría que guiarnos por el camino del recto conocimiento de nosotros mismos, de la prudencia para no perder el juicio, de la humildad. Y así, se cumplirá ese principio nunca suficientemente enunciado de que incluso nuestras debilidades pueden ayudarnos a convertirnos en seres mucho mejores. Mejores porque conocemos nuestros puntos flacos y mejores porque podemos intentar superarlos.

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