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– Todos -remachó Betavir.

La raya roja que partía la frente de mi maestro en dos partes casi iguales pareció ahondarse. Frunció el entrecejo cano, se tironeó levemente de la barba y dijo:

– ¿Qué queréis de mí?

Los dos guerreros bajaron la mirada hacia el suelo. Sí, era obvio que mi maestro había dado con la clave. Deseaban algo, pero ¿qué?

– Ni Roma ni Britannia pueden pedir ya nada de ti -comenzó a decir Caius-. Has dado… has dado mucho más de lo que se puede pedir a ningún civis romanus.

– De eso no cabe duda, Blastus -subrayó Betavir- pero ahora necesitamos…

– … necesitamos a tu discípulo.

Apenas pude ahogar un grito de sorpresa absoluta. ¡Yo era la causa de su visita! Pero ¿para qué? ¿Qué interés podía presentar yo?

– No estoy seguro de que esté formado del todo -dijo Blastus con un tono suave y, a la vez, enérgico-. Con el paso del tiempo podrá ser un buen físico, incluso un físico excelente, pero ahora… quizá sea un poco prematuro…

– No se trata de eso, Blastus -le interrumpió Caius-. Ese muchacho… bueno, la fama que tiene es la de poseer un don…

Mi maestro ahogó un respingo.

– De él se dice que es como un nuevo José, un nuevo Daniel… -dijo Betavir.

¿José? ¿Daniel? ¿Qué locura estaba diciendo aquella gente? ¿Qué podía tener yo que ver con el hijo de Jacob que interpretó los sueños del rey de Egipto? ¿O con el joven judío que desveló el porvenir a Nabucodonosor de Babilonia? Yo… yo era un hombre con alguna educación, pero…

– ¿Quién dice eso? -preguntó Blastus y en sus palabras me pareció captar una profunda inquietud.

– Bueno… la gente… -respondió Caius.

– Sí, la gente -corroboró Betavir-. Cuentan cómo averigua la dolencia antes de ver al enfermo…

– Y cómo no hay mal que se escape de sus hábiles manos…

– Y cómo dijo a Vortegirn cuál sería su destino…

El contrito rostro de Blastus fue experimentando una extraña transformación al escuchar aquellas palabras que se sucedían como martillazos sistemáticos sobre la cabeza indefensa de un clavo. Era como si algo extraño y poderoso fuera absorbiendo su fuerza vital y lo secara, paso a paso, de la misma manera que el paso del tiempo priva de su lozanía a una fruta sazonada o a una flor abierta. ¿Sufría? ¿Le dolía? No hubiera sabido decirlo con una certeza total, pero daba la sensación de que algo en su interior se había quebrado y que, al romperse, drenaba sus humores saludables, acercándolo casi al momento de su final.

– ¿Cómo sabéis que todo eso es cierto? -preguntó con una voz que me pareció arrancada a costa de un esfuerzo inaudito de lo más hondo de su ser.

Las cejas de Caius se alzaron en un arco negro y pronunciado. Hubiérase dicho que era la misma encarnación de la sorpresa.

– ¿Acaso no es verdad? -preguntó inquieto.

– Pero si todos…

Blastus no les dejó que sumaran las preguntas. Con un gesto brusco, se volvió hacia mí y dijo:

– Hijo, ha llegado el momento de tu marcha.

Durate, et vosmet rebus servate secundis… Aguantad y reservaos para tiempos favorables, escribió el gran Virgilio. Pocos consejos se me ocurren más dignos de ser seguidos en tiempos de dificultad. Porque en nuestra debilidad -somos los únicos seres que alientan de toda la creación que carecen de garras, de picos o de zarpas- no nos es dado vencer todas las contrariedades y mucho menos hacerlo recurriendo a la fuerza bruta. Sin embargo, esa circunstancia no debería desanimarnos ni sumirnos en la tristeza. Cuando la desgracia o la simple dificultad penetra en nuestra vida y nos vemos incapaces de conjurarla, en momentos así, debemos resistir, aferrarnos con uñas y dientes a nuestro deber y a nuestras convicciones, mantener la cabeza fuera del agua para -cuando la Providencia lo considere adecuado- poder disfrutar de tiempos más favorables. Es cierto que no pocos caen en esa resistencia. No lo es menos que los que resisten garantizan que nada habrá sido en vano. Ni siquiera el haber aguantado contra toda esperanza.

V

– Mal, muy mal. Inténtalo otra vez -me gritó Caius.

Volví a tomar carrerilla. Recorrí a toda la velocidad que pude, escasa porque estaba muy cansado, la distancia que me separaba del inmenso caballo, puse las manos en la silla de cuatro cuernos e intenté alzarme. El cuero sobado estaba resbaladizo por el sudor y los dedos se me escurrieron. Antes de que pudiera darme cuenta, había caído entre las piernas del aburrido animal y la nubecilla de polvo amarillento se me metía en los ojos y la boca.

– No está hecho para jinete -escuché que decía con fatalidad Betavir.

– Repite, puer, repite -gritó Caius-. No nos vamos a mover de aquí hasta que lo hagas como un eques veterano.

– No sé yo -intervino Betavir-. Quizá…

– ¡Vamos! ¡No pierdas el tiempo! -gritó Caius que no se molestaba en escuchar las advertencias de su compañero.

Intenté que la bestia no me pisoteara mientras salía de debajo, me puse nuevamente en pie y me distancié unos pasos.

– ¡Ya! -gritó Caius.

Esta vez logré que las manos se aferraran a dos de los cuernos de la silla. Con fuerza. Con decisión. Con brío. No sirvió de mucho. El caballo, que debía estar más que harto de mis intentos, dio un respingo despectivo y el sencillo movimiento me arrojó de espaldas contra el suelo. En aquellos momentos, lo reconozco, hubiera deseado cerrar los ojos y morirme. Allí, cubierto de sudor y polvo, agotado, con un dolor que me atenazaba todos y cada uno de los huesos que podía identificar. ¿Cómo podía ser tan difícil montar a caballo?

Cuando dejamos la morada de Blastus, me había costado subir en el bruto. Sin nada en que apoyarme y sin costumbre de hacerlo, cuando habían tenido que empujarme para montar no había podido evitar el escozor que ocasiona la dentellada ardiente de la humillación indeseada. Aún me había sentido peor al percibir que uno de los legionarios musitaba algo acerca de mi exceso de conocimiento de Virgilio y de mi ignorancia sobre cómo sentarme en un corcel. Mantenerme en la silla había resultado bastante fácil. Los cuatro cuernos de la montura habían impedido que pudiera caerme hacia algún lado e incluso me habían proporcionado el suficiente apoyo para mantenerme erguido. Por unos instantes, el ir a caballo me había parecido incluso una experiencia inigualable. El comprobar que la bestia obedecía a sutiles tirones de las riendas o que podía contemplar todo desde las alturas me había proporcionado una grata sensación de euforia. Pero había durado poco. Al cabo de un rato, había comenzado a sentir un dolor espantoso que me arrancaba de la base de las nalgas y se extendía después hacia abajo hasta alcanzar los pies y hacia arriba hasta fijarse como una zarpa de metal ardiente en mi nuca. Hubiera deseado quejarme, pero el ver cómo los legionarios cabalgaban sin dar muestra del menor malestar me había sujetado la lengua.

Creo que nunca olvidaré la dificultad enorme que representó para mí el poder desmontar aquella primera vez. Betavir tuvo que bajarme de un tirón y entonces descubrí que las piernas, las pobres y doloridas piernas, no me sostenían. A decir verdad, ni siquiera las sentía y me resultaba imposible dar un paso. Era como si ya no fueran mías, como si se tratara de dos tubos de carne insensible que para nada me resultaban útiles.

Al verme en estado tan lamentable, Caius y Betavir habían decidido que debía aprender a montar con soltura antes de llegar al castra donde se encontraba Aurelius Ambrosius. Su propósito era bueno, pero mis dotes reales para la disciplina de la equitación no se hallaban a la altura de sus excelentes intenciones. No había más que ver cómo me esforzaba y sólo lograba llenarme el cuerpo de cardenales y contusiones.

– Escucha, puer -dijo Betavir-. Caius y yo vamos a comer y tú mientras seguirás intentando montarte en ese caballo. Tú solito. Y más vale que lo consigas porque en cuanto que terminemos con la pitanza seguiremos con nuestro camino y no te vamos a ayudar a montar.

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