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– ¿Qué táctica empleaste para el combate? -pregunté.

Las cejas de Artorius se elevaron, para descender inmediatamente frunciendo sus ojos.

– ¿Sabes algo del arte militar? -indagó sorprendido.

– Algo… -respondí sin querer entrar en detalles.

Artorius se rascó la oreja. Luego sacó la daga que colgaba de su cinturón y trazó una raya en el suelo.

– Esto es… -comenzó a decir y durante un buen rato comenzó a explicarme la manera en que sus hombres combatían.

Debo reconocer que me sentí profundamente decepcionado. Artorius era, sin lugar a dudas, valiente y, de momento, había obtenido resultados importantes, pero o yo me equivocaba mucho o dejaba mucho que desear. Sus movimientos descansaban fundamentalmente en la acción de los infantes y, ya sólo por eso, eran insoportablemente lentos. Quizá en otra época y ante otros adversarios, hubiera podido contar con obtener el éxito, pero, o mucho me equivocaba o si Artorius no cambiaba su manera de combatir a los barbari, más tarde o más temprano, estaríamos perdidos.

– Así es, más o menos, como nos enfrentamos con los barbari… -concluyó con una sonrisa que me pareció un tanto displicente- y ahora, si me lo permites…

No. No estaba dispuesto a permitir nada. Antes de que pudiera siquiera guardar la daga le dije:

– Artorius, ¿sabes la diferencia entre un clibanarius y un cataphractarius?

Por la manera en que me miró llegué a la conclusión de que al Regissimus le quedaba mucho que aprender.

O passi graviora, dabit deus his quoque finem… Mi admirado Virgilio lo dijo de una manera difícilmente superable. Cuando nos enfrentamos con nuevas dificultades, no debemos dejarnos amilanar sino que tenemos que pensar que hemos soportado peores males y Dios también pondrá fin a éstos. Algunos conciben la vida como si fuera una semana. Hay que trabajar los primeros días, pero luego, de manera casi inesperada, llegará un momento en que todo sea paz y sosiego. Reconozco que esa manera de pensar es tentadora. También es muy engañosa. Lleva a creer que podemos controlar el final de nuestras vidas. Por supuesto, cuando la realidad nos muestra lo equivocado de nuestro punto de vista la amargura y la frustración se apoderan de nosotros. Y es que, a fin de cuentas, nada, absolutamente nada, garantiza que los problemas acabarán y todo, absolutamente todo indica que nunca será así. A pesar de todo, no deberíamos caer en la ansiedad o la desesperación al descubrir tan desagradable circunstancia. La verdad, por amarga que resulte, siempre es mucho mejor que la mentira por muy dulce que sea su apariencia. Por añadidura, existe un Dios amoroso que, una y otra vez, nos va librando de las peores tribulaciones y que no dejará de hacerlo con las futuras.

IV

No. Artorius no conocía la diferencia entre un clibanarius y un cataphractarius. Ignoraba que los primeros tenían un origen parto y combatían con arcos, mientras que los segundos habían surgido entre los sármatas y recurrían a las jabalinas para acometer al enemigo. Ni la menor idea tenía tampoco de que se trataba de unidades utilizadas con enorme aprovechamiento por los emperadores tiempo atrás. Pero eso era lo de menos. A decir verdad, Artorius apenas sabía nada de la acción de la caballería. Oh, sí, por supuesto, montaba muy bien a caballo. Además era valiente, arrojado, pundonoroso, pero… digámoslo de una vez, muy ignorante. Cuando la Aurora de rosados dedos anunció la llegada del día, seguía explicándole a Artorius cómo desplazar unidades de caballería y, sobre todo, cómo emplearlas contra un enemigo superior, pero que maniobraba a pie.

– La verdad, físico -me dijo cuando hacía un buen rato que del cielo habían desaparecido las estrellas blancas y tímidas-. Lo que me cuentas me llama mucho la atención, pero tengo algunas preguntas…

– Domine -respondí-. Te ruego que las formules.

– No quisiera que entendieras esto como una falta de respeto, pero… bueno, la verdad es que no tenemos caballos suficientes para formar un ejército grande. En realidad, poder reunir a unos centenares de jinetes ya sería una hazaña.

– No serán necesarios más -dije.

– Bien… -prosiguió Artorius con gesto de no estar del todo convencido-. Supongamos que sea así. ¿Dónde acantonaríamos a esas fuerzas? Ya ves cómo se encuentra este castra. Créeme si te digo que es lo mejor que tenemos. Del muro que levantó el emperador Adriano apenas quedan sino ruinas y los enclaves de defensa… mejor no hablar. Y luego está el alimentar a esa gente…

Fue en ese momento cuando comprendí a Artorius por primera vez. No lo había dicho y sería muy difícil que lo expresara, pero daba su causa por perdida. Ignoraba cuándo podía haber llegado a esa conclusión. Quizá había sucedido tras contemplar los efectos pavorosos de la invasión de los barbari de Hibernia, quizá era una simple y lógica conclusión tras años de guerrear sin que, antes o después, llegara el tiempo de la paz; quizá era la mera fatiga de un combate ininterrumpido. Lo cierto, sin embargo, es que Artorius sólo aspiraba a seguir combatiendo a la espera de que un golpe lo sacara de este mundo que se revelaba a cada instante inusitadamente despiadado. Ni siquiera una llamita tenue caldeaba en aquel corazón valeroso la esperanza débil de una victoria.

– Domine -le interrumpí-. Es posible vencer a los barbari. Artorius me clavó los ojos, pero de sus labios no salió ni una sola palabra.

– No se trata de formar grandes ejércitos -continué-. Como muy bien has dicho, ni tenemos caballos, ni fortalezas ni hombres suficientes para ello. Pero lo que yo te propongo es más sencillo. ¿Me permites tu espada?

La desenfundó y, con gesto decidido, me la tendió a la vez que me interrogaba con los ojos. La cogí con rapidez y dibujé en el suelo los contornos aproximados de la isla de Britannia. Luego tracé una raya en la zona superior, más o menos a la altura del muro de Adriano, y después otra hacia oriente.

– Ésta es nuestra isla -comencé a decir-. Al norte, se encuentran los picti y los scoti. Como sabes, son salvajes y malvados. Por oriente, es previsible que seamos objeto de nuevas invasiones. Puede tratarse de más incursiones sajonas, por supuesto, pero también de pueblos cuyo origen está en la Hiperbórea.

– Y por occidente, se encuentra la gente de Hibernia… -musitó Artorius.

– Sí, claro, pero, a juzgar por su reciente experiencia, seguramente no podrán atacarnos en un par de años por lo menos. El peligro más inmediato, por lo tanto, vendrá del norte y del nordeste.

Hice una pausa, pero Artorius, con los ojos clavados en mi dibujo, casi como si deseara arrancarlo del suelo y absorberlo en su corazón, no despegó los labios.

– La pregunta -proseguí- es cómo conjurarlo con tan escasas fuerzas. La respuesta es la siguiente.

Tracé una serie de crucecitas que bordeaban el antiguo muro de Adriano y, finalmente, rodeé una de ellas con un círculo.

– Cada una de estas cruces será un bastión -dije y alcé la mano enseguida para evitar que Artorius interrumpiera mi exposición-. No necesitaremos muchos hombres para defenderlos. Tan sólo unos cuantos que actúen en tareas de orden público acompañando a un juez, y de centinelas frente a posibles ataques. De esa manera, alcanzaremos dos objetivos. Primero, que la ley vuelva a imponerse con firmeza en la tierra de los britanni y, segundo, que ninguna incursión de los barbari caiga sobre nosotros por sorpresa.

– Entiendo, pero…

– Aquí -señalé la cruz rodeada por un círculo y así respondí antes de que pudiera formular sus pensamientos-. Aquí, precisamente tendremos concentrada nuestra principal fuerza de caballería.

– Eso debe ser…

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