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– ¡A la colina! ¡A la colina! ¡Cargad!

A punto estuve de ser arrollado por los soldados en los que había prendido con entusiasmo la arenga del Regissimus. Antes de que pudiera percatarme, el caballo negro de Artorius había comenzado a trepar impetuosamente por la ladera que se elevaba en una suave colina. No lo hizo solo. Algunos equites lo acompañaron blandiendo las lanzas mientras los infantes, cubiertos de sudor, de polvo, de barro, se esforzaban por seguir el corcel de su caudillo. Dios santo, no iban a llegar a la cima. No podrían conseguirlo. Caerían antes de alcanzarla.

Sé que caí de rodillas y cerré los ojos, pero no para suplicar a Dios la victoria, sino para pedirle que la matanza fuera breve, que nos otorgara una muerte rápida antes que vernos sometidos a la cautividad a manos de unos barbari que nos entregarían a las peores torturas, y que nos permitiera gozar pronto de Su presencia.

Abrí los párpados al escuchar el estruendo espantoso provocado por el choque brutal de ambas fuerzas. En aquel mismo momento, todo mi ser esperaba el desastre, el desplome, la aniquilación de los hombres de Artorius, pero… pero… no podía ser. Los infantes habían cogido por sorpresa a los barbari y estaban impidiendo que formaran aquella cuña temible que había contemplado en las últimas horas. A pesar de todo, seguramente no hubieran podido aprovechar su sorpresa de manera total de no ser por la caballería. Me froté los ojos para asegurarme de que veía bien. Los jinetes de Artorius estaban penetrando entre los guerreros enemigos como… sí, como el cuchillo caliente en la manteca. Nadie hubiera negado que los invasores se defendían y que lo hacían con denuedo, pero aquellos guerreros a caballo rasgaban sus mal formadas filas y alanceaban a diestro y siniestro sembrando la muerte y la confusión.

– ¡Ahora! -escuché a mi derecha, pero cuando iba a volverme oí el mismo grito a mi izquierda.

Giré la cabeza a uno y otro lado para contemplar cómo sendos escuadrones de caballería mandados por Caius y Betavir se lanzaban al combate. Sin embargo, no subieron la colina para sumarse al esfuerzo de Artorius. No. Por el contrario, rodearon la colina a la izquierda y a la derecha y desaparecieron al otro lado de la elevación. Fue en ese momento cuando comprendí todo. Lo entendí con la misma nitidez con que antaño había logrado dar con la traducción exacta de un enrevesado pasaje de Virgilio. ¿Cómo había podido desconfiar de las dotes de Artorius? ¿Cómo no me había percatado de lo que iba a suceder? ¿Cómo había dudado del desenlace que se produciría en breve? Cuando los barbari se replegaran desde la cima de la colina intentando, a la vez, huir de los equites de Artorius y reagruparse, iban a encontrarse con nuevas fuerzas de caballería, las mandadas por Caius y Betavir.

Quizá en aquellos momentos hubiera debido sentir alegría, entusiasmo, excitación, como me había sucedido antes del inicio de la batalla. Pero ni una sola de esas sensaciones se filtró en el interior de mi corazón. Por el contrario, experimenté una tristeza difusa, como el malestar que precede al desencadenamiento de una tempestad. De repente, sentí horror, un horror profundo, al contemplar el choque de los soldados de Artorius con los barbari. Porque aquello había dejado de ser una batalla, horrible como todas, para convertirse en una espantosa carnicería. Los invasores intentaban escapar, pero o eran empujados por los equites hasta que se encontraban con las mortíferas armas de los infantes o eran acabados por aquellos guerreros que en lugar de sobre un caballo parecían ir cabalgando sobre el viento y el rayo.

¿Cuánto tiempo duró aquella batalla en la falda, en la cima y en torno a la colina de Badon? Debo insistir en que casi todo lo que se ha relatado o escrito sobre ella es abiertamente falso. Yo mismo he escuchado cómo algunos llegan a afirmar que se prolongó a lo largo de toda la noche y que incluso duraba cuando la Aurora, valiéndose de sus dedos rosados, anunció el inicio del día siguiente. No fue así. Tengo que dejarlo sentado lisa, clara y llanamente. A decir verdad, tengo la sensación de que el tiempo que transcurrió entre la carga de Artorius y el final de la lucha fue inusitadamente breve. Y, sin embargo… sin embargo, de la misma manera que las horas en que sufrimos no parecen concluir nunca, aquel último choque me pareció prolongado e interminable como los tormentos de los réprobos en el infierno.

Non ignara mali miseris succurrere disco… Lo dejó escrito Virgilio con su peculiar talento: Al conocer la desgracia, sé cómo socorrer a los desdichados. Pero se equivocaba. A decir verdad, el haber padecido la desdicha no nos hace mejores. A muchos -¿quién lo negaría?- los convierte en especialmente resentidos y canallas. Incluso los que no son empeorados por el sufrimiento, no por eso descubren cómo evitárselo a otros. No.

Creo que en este caso, como en tantos otros, una vez más el saber transmitido por la revelación se manifiesta en este caso superior al meramente natural. El apóstol de los gentiles señaló que aquellos que han recibido consuelo en las tribulaciones son los que, a su vez, pueden consolar a los atribulados. Siquiera pueden contarles dónde, cómo y cuándo hallaron remedio para sus cuitas.

Por eso no creo que sea genuina la fe que no ofrece consuelo a los que se aferran a ella. Quizá abra caminos de sufrimiento, o de disfrute, o incluso de triunfo. Pero sólo es verdadera aquella que calma el espíritu turbado por el desarrollo imparable de nuestra existencia, la que llama a los cansados y cargados de corazón para ofrecer un yugo suave y una carga ligera.

VII

¡Qué costosa es una derrota, pero, a la vez, qué terrible es una victoria! Aquellos barbari seguramente merecían todo menos nuestro aprecio. Al igual que los que los habían precedido no eran sino agentes de una maldad ignorante y destructora que contemplaba con carcajadas y satisfacción nuestro sufrimiento. De haber sido por ellos, nuestras mujeres hubieran sido violadas desde las niñas a las ancianas, los hombres hubieran sido degollados, los niños convertidos en esclavos y los ancianos escarnecidos antes de recibir una horrible muerte. Todo eso lo sabíamos entonces y el paso del tiempo en absoluto ha demostrado que nuestro juicio fuera erróneo. Más bien todo lo contrario. Pero aun así, cuando recorrí el campo, verde en otro tiempo y ahora pardo por el derramamiento de sangre y el fango pisoteado por miles de guerreros, no pude evitar que los ojos se me llenaran de lágrimas, unas lágrimas que no sólo expresaban mi consternación por la muerte de los nuestros, sino también por la de los barbari.

Creo que unos y otros sintieron dolor y miedo al ver cómo perdían un miembro, cómo la sangre brotaba de su cuerpo de tal manera que anunciaba una muerte cercana o cómo el aire se negaba a entrar en su nariz simplemente porque el alma se escapaba con la misma rapidez con que alguien huiría de un incendio.

Durante varios días, mientras Artorius y sus hombres perseguían con éxito a los restos maltrechos del ejército de los angli, permanecí cerca de aquella colina intentando remendar, soldar y reparar lo que había destrozado el hierro. Sé que sobre mí se ha dicho que realicé prodigios y que centenares de personas, incluso millares, me deben la vida. De corazón digo que me hubiera llenado de una inmensa felicidad que así hubiera sido. La realidad, sin embargo, fue muy distinta. Docenas de hombres, britanni y barbari, pasaron por mis manos tan sólo para comprobar que su agonía ni siquiera sería breve; no pocos murieron al cabo de unos instantes de que yo intentara calmar sus sufrimientos y sí, es cierto que hubo unos cuantos cuyas hemorragias logré taponar o cuya vida pude mantener en el interior de su cuerpo mortal. Imagino que sus bocas y las de sus familias partirían las distintas leyendas sobre mi extraordinario poder curativo.

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