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Debo reconocer que, enfrentado con todo aquello, en el curso de aquellas horas, la amargura, una amargura espesa y pesada, se fue acumulando en mi corazón. Todo aquel dolor, toda aquella miseria, toda aquella muerte la habían causado los barbari. Sin su altivez, sin su violencia, sin su codicia, ni una sola espada se habría cruzado aquella mañana. Bien sabía Dios que la única alternativa que nos habían dejado era o luchar hasta la muerte con lo que esto significaba o dejar que nos asesinaran. Así de duro y de terrible era todo a fin de cuentas. Pero ¿por qué? ¿Qué era lo que hacía que este mundo se hubiera dividido entre salvajes barbari ansiosos de apoderarse de lo que teníamos y la civilización obligada a defenderse o morir?

Más de un día de brega terminó no con la sombría puesta del sol sino con los primeros signos de la rosada aurora. Entonces, con las manos doloridas, agarrotadas, casi insensibles por el esfuerzo, me dejaba caer en un rincón y me adormecía. Entraba entonces en un sueño agotado, rebosante de agitación y forzosamente corto. Al despertar, escuchaba inmediatamente los ayes interminables y los lamentos continuos de aquella gente que había dejado su vigor en la batalla de la colina.

Fue entonces, en el curso de aquellas jornadas terribles, cuando volvió a asaltarme el recuerdo turbador de Vivian. Sé perfectamente el momento en que sucedió. Acababan de colocar a un mozalbete de pelo rojizo y revuelto sobre la tabla sin desbastar en la que llevaba a cabo mis apresuradas operaciones. Mientras examinaba su cuerpo y daba orden de que lo ataran, me contó que venía del sur de la isla y que se había alistado con entusiasmo «para acabar con esos malditos barbari».

– Les hemos zurrado bien, ¿verdad, domine? -me dijo con una sonrisa limpia y tan blanca que ponía de manifiesto lo poco que debía comer su familia.

– Sí, hijo -respondí al contemplar su pie derecho.

Un día antes hubiera podido salvarlo, pero ahora…

– Yo nunca dudé de que podríamos acabar con ellos -continuó hablando como si en vez de estar tendido a la espera de Dios sabía qué se encontrara en una taberna charlando con otros pueblerinos-. Y cuando el Regissimus ordenó cargar…

Sí, definitivamente, aquel muchacho se iba a quedar sin pie. Y resultaría muy doloroso. Hice una seña a uno de mis asistentes para indagar si nos quedaba alguna bebida fermentada. La respuesta sin palabras me indicó que apenas. Supliqué a Dios que aquel muchacho no estuviera habituado al consumo de licores para que, con unas gotas, pudiera embriagarse lo suficiente y así no sentir un dolor excesivo.

– Ahora lo único que deseo es que nos den el primer permiso -continuó hablando en un tono de entusiasmo que provocaba que mi corazón se encogiera al escucharlo-. Pienso hartarme de bailar con las mozas del pueblo. Porque podré danzar pronto, ¿verdad?

– Dadle de beber -grité eludiendo la respuesta.

Porque la conocía de sobra. Nunca volvería a bailar e incluso caminar podría resultarle una dificultad apenas tolerable.

Le colocaron en los labios resecos aquel aguardiente ambarino. Tengo la sensación de que no tenía mucha costumbre de trasegar semejantes bebedizos porque, al poco rato, los ojos comenzaron a enturbiársele y la lengua se le hizo pesada, casi tanto que apenas podía seguir hablando. Cuando me percaté de que le costaba mantener la cabeza erguida, consideré que había llegado el momento.

– ¡Sujetadle! -grité y, mientras los ojos del muchacho se dilataban por el efecto combinado de la sorpresa y del alcohol, dos soldados la aferraron y yo le coloqué un pedazo de madera más que remordida entre las mandíbulas.

Aparté la pegajosa suciedad, mezcla de sangre y barro, que cubría su fea herida. Al descubierto, una vez retirada aquella capa asquerosa, pude contemplar el corte. Era todavía peor de lo que yo pensaba y lo más dramático es lo que hubiera podido evitar tan sólo unas horas antes. Contemplé una vez más su frente perlada de sudor y sus párpados semicaídos. Incliné la nariz sobre el profundo costurón guiado por el deseo de que mi anterior diagnóstico fuera erróneo. Difícilmente, hubiera podido resultar más adecuado. El olor letal de la gangrena brotaba como un vaho letal, como si la muerte se hubiera instalado encima del pie y expulsara su aliento repulsivo. Sí, tenía que cortar y tenía que hacerlo ya. Realicé un gesto repetido infinidad de veces y uno de los soldados dejó de sujetar al muchacho y pasó a aferrar con fuerza los pies.

Cogí el hacha y comprobé que conservaba su filo, una comprobación inútil porque lo sabía de sobra y porque lo único que pretendía era retrasar el momento de mutilar a aquel soldado que nunca volvería a bailar. Descargué el arma en un punto situado por encima del tobillo. Lo hice con todas mis fuerzas, pero, aun así, no logré desprender el pie de la pierna. Tan sólo conseguí que quedara ladeado, dislocado, apenas arrancado. El cuerpo del infeliz muchacho se tensó como si fuera la cuerda de un arco para luego comenzar a jadear espasmódicamente.

No podía distraerme. Descargué un segundo golpe, un tercero… hasta el quinto aquel hueso no aceptó quebrarse soltando aquel pie cargado de un bagaje de muerte rápida e irremediable.

El desdichado campesino se convulsionaba cuando terminé con mi tarea y su rostro, morado y con los ojos horriblemente dilatados, parecía el de un potro aterrado que se da cuenta de que lo van a sacrificar. No podía distraerme. Me aparté un par de pasos de la mesa y eché mano de una antorcha humeante. Apenas tardé unos instantes en acercarla a la herida, en escuchar el siniestro chisporroteo de la sangre y la carne y en ver cómo, finalmente, el joven se desvanecía con un gemido.

– Necesito descansar… -musité sin que quedara claro si advertía a mis asistentes o me lo decía a mí mismo.

Fuera como fuese, me aparté unos pasos de la mesa, llegué al lado de un árbol vetusto, pero fuerte y me dejé caer en el suelo. Acababa de apoyar la espalda dolorida en aquel tronco rugoso y ancho, cuando la vi. Parpadeé para asegurarme de que no era objeto de una ilusión, pero… no, no cabía duda. Era Vivian. Se hallaba tan sólo a unos pasos de mí, igual que la primera noche en que me había encontrado con ella o, más bien, ella se había encontrado conmigo.

Llevaba una vestimenta larga de tonos diversos, pero verdes, que parecía combinarse de manera prodigiosa con aquel fondo de hierbas y árboles. Era como si formara parte de aquel paisaje tan rezumante de lucha y muerte, hasta tal punto que, en algún momento, me pareció que su cuerpo se transparentaba y tan sólo sus ojos y su peculiar sonrisa no se desvanecían entre el murmullo engañoso del viento.

– ¿Era esto lo que querías? -me susurró cuando llegó a mi altura.

– Vivian… -fue lo único que llegué a decir aunque en aquella palabra se hallaba encerrado todo un mundo rebosante cíe sensaciones y deseos.

– ¿De verdad, piensas que todo esto es mejor que estar a mi lado? -preguntó con una sonrisa a medias amarga y a medias burlona.

– Vivian… -intenté responder, aunque lo único que sentía era un inmenso nudo de congoja que, atrancado en mi garganta, me impedía hablar.

– Puedes volver a Avalon -me dijo y a continuación, pronunció mi nombre.

Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo al escuchar aquella última palabra. No me gustaba el nombre con que mi madre se había dirigido a mí desde el momento primero que alcanzaba mi memoria. Sin embargo, al escuchárselo a Vivian, siempre había nacido en mi una gratísima sensación de voluptuosa calidez. Avalon… regresar a Avalon. Ahora todas aquellas sensaciones, sensaciones que brotaban de una piel suave, de unas manos tiernas, de una voz incomparable se arremolinaron en mi pecho como una galerna desatada.

Vivian me sonrió a la vez que tendía la diestra.

– Ven… -susurró más que dijo y volvió a pronunciar mi nombre como sólo ella sabía y podía hacerlo.

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