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Un fuego ciego, encolerizado, frío, apareció en las pupilas oscuras de Artorius. Nunca le había visto así y no pude evitar, siquiera por un instante, sentir miedo.

– ¿Crees que no sé que tuviste amores con una pagana? -escupió más que pronunció las palabras-. ¿Acaso te piensas que ignoro que no sólo vuestra unión transcurrió fuera de la iglesia sino que además se trataba de una adivina, de una hechicera, de… de una bruja?

Al escuchar aquellas palabras, sentí copio si una jarra inmensa de dolor y pesar se hubiera roto en añicos en el interior de mi pecho vertiendo sin límite su amargo contenido.

– ¿Has empezado a usar espías como hacían Calígula y Nerón? -le dije con tono suave aunque era consciente de que la pregunta estaba preñada de peligrosos riesgos.

– ¿Acaso es mentira, físico?

– No, no lo es -respondí mientras intentaba controlar la tempestad de dolorosas emociones que había comenzado a agitarse en el interior de mi pecho-. Sucedió hace años y yo soy el primero que sabe que estuvo mal. Me arrepentí de ello hace mucho tiempo, pedí perdón al Salvador y sé que Su sangre me ha lavado de esos pecados.

Hice una pausa y respiré hondo. No estaba continuando aquella conversación para discutir mi pasado, sino para orientar a Artorius.

– Precisamente porque viví todo aquello -dije con firmeza- tengo aún más razones para decirte que no puedes hacer lo que deseas y que si te empeñas en ello tan sólo cosecharás dolor e infelicidad.

Artorius me mantuvo la mirada por un instante. Luego, como accionado por un resorte invisible, se puso en pie.

– Se me ha hecho tarde y he de marcharme -afirmó con resolución.

– ¿No deseas compartir nuestra modesta cena? -pregunté intentando ofrecerle una última oportunidad para apartarse de aquel camino que contemplaba trazado con las piedras, duras y rezumantes de amargura de la desgracia.

– Ya te he dicho que se me ha hecho tarde, físico.

Nos dirigimos en silencio hacia el lugar donde Caius esperaba con los caballos.

– ¿Sabes cómo te llama la gente? -me preguntó Artorius cuando había colocado ya las manos sobre la silla de cuatro cuernos.

– No -respondí.

– Te llama Merlín -respondió.

Le miré sorprendido. ¿Se estaba burlando de mí?

– Y además. dicen que eres un mago, y que tienes poderes infinitos y que ninguna sabiduría humana es comparable a la tuya.

Merlín… repetí en lo más hondo de mi corazón. Se trataba del término utilizado para denominar a un halcón muy especial. Tan especial que los campesinos de Britannia afirmaban que nadie era capaz de atraparlo y que así sucedía porque, entre otras cualidades, poseía la virtud mágica de transformarse en distintos animales como un pez que, por cierto, recibía el mismo nombre. Había escuchado muchas historias sobre mí, la inmensa mayoría absurdas y disparatadas, pero en ese momento me parecieron poca cosa comparadas con la leyenda que afirmaba que era un halcón. ¡Un halcón! ¡Nada menos que un halcón!

– ¿Creen que vuelo? ¿O que me oculto bajo las aguas? -pregunté.

– Ambas cosas -respondió Artorius sin dejar de mirarme-. Están convencidos de que ni un ejército podría capturarte, ni una hueste de brujas atraparte ni un rey… convencerte.

Calló súbitamente tras pronunciar las últimas palabras. Quizá pensó que, al menos en esa afirmación, sus ahora súbditos no andaban tan desencaminados. Se apoyó entonces en la silla, se dio impulso y montó con aquella soltura que tanto me había llamado la atención la primera vez que nos habíamos visto muchos años atrás.

– Conque Merlín, ¿eh? -repetí y me eché a reír

Artorius se unió a mi risa, mientras tendía la diestra a Caius para que le entregara el yelmo.

– Te necesito…, Merlín -dijo mientras una nube de tristeza se posaba sobre su rostro noble y aún juvenil disipando el efímero gesto risueño que había colgado de sus labios por un instante-. Me resulta indispensable que seas mi… halcón.

– Domine -respondí-. Lo único que verdaderamente necesitas es ser fiel a aquello para lo que fuiste llamado.

In teneris consuescere multum est… Sí, tenía mucha razón mí admirado Virgilio al indicar que las costumbres de la infancia tienen mucha fuerza. Si una criatura es criada en el respeto a los mayores, en el esfuerzo, en la austeridad, en la obediencia a la ley y, sobre todo, en el temor de Dios, cuando sea adulto se comportará como un ciudadano ejemplar. Extenderá su cuidado a unos padres mayores, trabajará para mantener a los suyos, evitará los gastos inútiles o lujosos, cumplirá con las normas que garantizan la estabilidad del reino y, sobre todo, contemplará todo no desde el punto de vista raquítico y limitado de un simple hombre, sino que intentará descubrir cuáles son los propósitos de Dios y entenderá que la vida tiene un sentido. Pero si alguno de esos aspectos falla, las consecuencias no se harán esperar. Quizá olvide a sus padres considerándolos sólo como viejos molestos, quizá se convierta en un vago dispuesto a vivir a costa del esfuerzo ajeno, quizá gaste sin tino endeudándose y causando la desgracia de los suyos, quizá quebrante la ley transformándose en un peligro para el reino y, sobre todo, se asegurará el camino de la perdición eterna. Todo eso, en no escasa medida, deriva de lo que se le enseñó en sus primeros años de vida. Así de trascendentales son.

IV

Mientras veía cómo se alejaban Artorius y Caius, experimenté una extraña sensación de pesar y, a la vez, de amor. De pesar porque en lo más profundo de mi corazón sabía que nada podría evitar el desastre si el antaño Regissimus no desandaba sus caminos; y de amor porque aquel pecado, que podía ser terrible en sus consecuencias, no me llevaba a dejar de sentir afecto por alguien que tanto había hecho por Britannia; que tanto había bregado por reconstruirla, ciertamente, y que tanto podía contribuir para aniquilarla en el mejor momento que había vivido en más de un siglo.

Durante las semanas siguientes, intenté concentrarme lo más posible en mi tarea docente, pero, seguramente a causa de lo que había advertido en Artorius, insistí de manera especial en la forja del carácter por encima de otras consideraciones. Debo reconocerlo. Por primera vez, me di cuenta de que estaba a punto de bordear el fracaso más estrepitoso incluso con mis discípulos. Quizá no les faltaba razón, pero lo cierto es que no entendían, por ejemplo, que no hubiera calefacción en las aulas o que los llevara a pasear bajo el viento más gélido mientras les enseñaba. No actuaba así por deseo de ahorrar leña o por mi gusto, ni tampoco porque con aquel frío recordara más fácilmente épocas de mi infancia más tranquilas y, sobre todo, más dichosas. No. En realidad actuaba así movido, sobre todo, por un deseo de ayudarlos a vivir.

Por supuesto, en ocasiones se mostraban tan animados como en la época anterior a la inesperada visita de Artorius. Sucedía, por ejemplo, cuando destripaba un animal ante sus ojos para explicar cómo circulaban los humores por su cuerpo o cuando les enseñaba las diferentes clases de cañas (ah, Blastus, Blastus, ¿qué había sido de ti? ¿Seguías ocupado en reedificar iglesias?) o cuando disertaba sobre las plantas más diversas dotadas de virtudes curativas inimaginables.

A pesar de todo, las cosas no comenzaron a empeorar de manera intolerable hasta el momento en que se enteraron de que me había opuesto a los propósitos de Artorius. En parte, la culpa fue mía porque ni siquiera consideré que pudiera producirse tal eventualidad. ¿Cómo iba a saber nadie lo que habíamos hablado el antiguo Regissimus y yo? Tenía que haber previsto la respuesta más lógica y natural: por un comerciante de Londinium especialmente lengüilargo.

Llegó un domingo con la decisión inquebrantable de llevarse a su hijo. Nunca me he caracterizado por sentir apego hacia nada y debo reconocer que la posibilidad de perder a aquel discípulo no me ocasionó pesar alguno. A decir verdad, hacía mucho tiempo que había llegado a la conclusión de que si tenía algún tipo de cualidad debía ser la de enredar y vender como su padre, de manera que incluso sentí como si me descargaran un peso de encima. Pero, lamentablemente, la situación no concluyó ahí. Aquel asno especializado en comerciar con todo lo que se le ponía al alcance se permitió la insolencia de afearme la conducta.

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