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– No creo que seas un mago -me espetó apuntándome con el índice-. Si lo fueras, respaldarías a nuestro imperator Artorius o, de lo contrario, lo habrías fulminado. No has hecho ni una cosa ni otra, luego sólo puedes ser un farsante.

Era cierto, ni era un mago ni me había comportado de ninguna de las dos maneras que señalaba, pero la conclusión a la que llegaba aquel hombre era, como mínimo, defectuosa. Por lo menos, si se examinaba desde una perspectiva lógica. Al parecer, ni se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que simplemente fuera una persona honrada o un simple cobarde. No. Sólo podía ser un embustero.

– ¿No temes que te convierta en perro? -le dije en voz baja, pero remachando cada sílaba de la pregunta como si mi lengua fuera un martillo que hundiera los clavos hasta la cabeza.

El comerciante de Londinium palideció como un muerto al escuchar mis palabras. Sí, no cabía duda de que lo había impresionado.

– No… no te atreverás… -balbució aterrado-. Los equites del imperator…

– ¿Crees que los equites podrían devolverte tu forma humana? -le corté secamente.

No debía creerlo, porque lanzó un alarido animal en medio del cual pude distinguir borrosamente el nombre de su hijo. A continuación, echó a correr hacia el carromato de pesadas ruedas que lo había trasladado hasta nuestro studium. Se volvió un par de veces seguramente para comprobar si le seguía, pero lo cierto es que no tenía la menor intención de hacerlo y me limité a ver cómo se alejaba.

El hijo de aquel personaje desagradable y murmurador fue el primero, pero no el último de los discípulos que perdí. De alguna manera siniestra cuyos términos exactos se me escapaban, alguien había difundido el rumor de que me oponía al hombre de la paz, al imperator que había salvado a Britannia, a Artorius. Así, habían ido llegando a la conclusión de que lo más digno -o simplemente, lo más sensato- era distanciarse lo más posible de mi presencia.

El postrero en abandonarme fue un muchachito menudo y tristón llamado Titius. Se trataba del hijo ilegítimo de un clérigo, al que los no resueltos sentimientos de culpa de su padre y la constancia inquebrantable de su madre habían lanzado a aquel lugar perdido, casi oculto, del nuevo reino de Britannia. Seguramente, su cercanía les resultaba incómoda. Lo verían como recordatorio vivo de un pecado que las gentes consideraban especialmente bochornoso. Pero más desagradable aún debía parecerles la perspectiva de que lo relacionaran con un ser indeseable como, al parecer, era yo. ¿Cuántas frases había llegado a intercambiar con aquel mozalbete en los meses anteriores? Seguramente, le había dirigido varias órdenes e incluso le había ampliado algunas explicaciones, pero él no debió de responderme más allá de algunos monosílabos aislados. Cuando se despidió de mí, no fue más elocuente con las palabras. Agachó la cabeza, como si la vergüenza del acto de sus padres recayera totalmente sobre su cerviz, y se dirigió hacia el camino que lo conduciría hacia cualquier sitio menos a los cuidados normales que se reciben en el seno de una familia.

En el caso de la mayoría de mis discípulos no había consentido en contemplar su marcha. Por el contrario, en los momentos en que estaban abandonando el studium me había esforzado aún más por centrarme en lo que enseñaba y por atraer hacia mí la atención de los alumnos que aún no se habían sumado a la desbandada. Pero Titius era el último y, como si deseara disfrutar del postrer instante dedicado a la enseñanza, me obligué a observar cada paso, doloroso paso, de su marcha.

Lo esperaba a la vera del camino un criado de aspecto clerical que sujetaba las bridas de una mula rojiza y cabeceante. Titius estaba a punto de alcanzarlo cuando, de repente, volvió la mirada hacia mí. Por un instante, se detuvo en esa incómoda postura que le obligaba a posar el mentón casi sobre el hombro. Luego, de la manera más inesperada, lanzó su zurrón contra el suelo, como si deseara deshacerlo con el golpe, y echó a correr hacia mí. Aún no me había percatado del todo de lo que sucedía cuando sentí contra mi cuerpo el impacto de aquellos brazos infantiles que estuvieron a punto de precipitarme contra el suelo.

-Non volo ire, magister! Non volo ire, magister! [31] -me dijo mientras se abrazaba a mí y cubría mi pecho de unas lágrimas abundantes y calientes como una cosecha sazonada de ciruelas maduras.

Un calor olvidado emergió entonces de mi corazón y se me enroscó de manera súbita en la garganta para irradiar su fuerza incontenible en dirección a mis ojos. Pero logré contenerme. Hacía mucho tiempo que no lloraba y no estaba dispuesto en ese momento a que me sucediera.

– Debes hacerlo -le respondí con la mayor serenidad de que fui capaz-. Debes obedecer a tus padres.

– Pero no quiero…

Llevé la mano hasta el mentón de Titius y lo levanté suavemente para que su mirada se encontrara con la mía. Aquel muchacho jamás me había llamado la atención, nunca había merecido mi predilección y en ningún momento había sido objeto de los instantes cuidadosamente escogidos que prodigaba a los mejores. ¡Qué estúpido e injusto había sido! Sin duda, lo que aquel niño albergaba en su corazón merecía más que en ningún caso que le hiciera objeto de aquella preferencia.

– Escúchame, Titius -comencé a decirle lentamente porque temía que si no hablaba muy despacio las lágrimas acabaran interrumpiendo mis frases-. En esta vida no hacemos lo que queremos, sino lo que debemos. Porque el mérito no está en hacer lo que nos agrada sino en hacer lo que debemos hacer tanto si nos agrada como si no. Non voluptas, sed voluntas. [32]

Realicé una pausa suave para aquietar la agitación dolorosa que se había apoderado por completo de mi pecho.

– Ahora tienes que irte -le dije mientras sujetaba con firmeza una barbilla que ansiaba rebelarse a mi orden-. Lo harás no porque te guste, sino porque es tu obligación. Y…

Callé y tragué saliva.

– Y algún día, si ahora te comportas como debes, tú también podrás enseñar a otro la manera en que ha de conducir su vida.

Solté la cara de Titius y le sonreí.

– Y ahora vete en paz -dije-. En la paz que el Salvador da a los que le obedecen.

-Gratias ago, magister [33] -musitó Titius apartándose de mí. »Merito te amo [34] -me gritó cuando se hallaba a unos pasos apenas de su mula.

»Gratiam habeo maximam! [35] -aún dijo a voces cuando su montura había iniciado el camino hacia un lugar desconocido del futuro.

Le vi convertirse en una diminuta figurilla parda y luego en un punto difuso y, finalmente, desaparecer. Y entonces, como si se tratara de algo creciente e incontenible, el sollozo que desde hacía semanas había conseguido reprimir subió desde mi vientre hasta los ojos y los desbordó. Fue sólo un instante porque respiré hondo y porque, de la misma manera que hubiera espantado a un bichejo inmundo, me enjugué las lágrimas con ambas manos en un gesto seco.

Siempre había sentido una sensación agradablemente especial al penetrar en la parte del studium donde vivía. Los libros acumulados en estantes que rebosaban o incluso apilados en el suelo me infundían una calma serena que podía compararse con muy pocas cosas. Ahora, sin embargo, tras despedir a Titius tan sólo experimenté una asfixiante y fría soledad. Era como si el mundo se hubiera helado y, lejos de proporcionarme disfrute aquella temperatura baja que tanto hubiera agradado a Blastus, sintiera que mi sangre perdía su calidez como un anticipo de la muerte. Por un momento, el vértigo saltó sobre mi cerviz y tuve que aferrarme a la jamba para no desplomarme.

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[31] No quiero marcharme, maestro.

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[32] No ha de prevalecer el deseo, sino la voluntad.

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[33] Te doy las gracias, maestro.

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[34] Muchísimas gracias.

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[35] Te estoy muy agradecido.

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