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Una sensación de irrealidad se apoderó de todo mi ser al escuchar aquellas palabras. Así que había un castra cuya construcción se venía abajo vez tras vez y aquellos sujetos habían llegado a la conclusión de que la única manera de evitar aquel desastre era regar los cimientos con mi sangre… La verdad es que costaba creer que aquello tuviera alguna relación con la fe cristiana.

– Domine -intervino mi madre presa de una enorme dificultad para poder hablar sin prorrumpir en sollozos-. Estos hombres no son cristianos… son… traidores que han contaminado la fe con las enseñanzas de los barbari, que creen que se puede ser cristiano y, al mismo tiempo, comportarse…

– Ese castra se cae por el agua.

Aquellas palabras provocaron un silencio sorprendido en todos los presentes. Ciertamente, no dejaba de resultar lógico porque era yo el que acababa de pronunciarlas.

– Domine -dije yo que no tenía un especial conocimiento de la manera en que debía tratarse a un Regissimus y me limitaba a repetir el tratamiento utilizado por mi madre-. Si no puedes construir la torre, se debe tan sólo a que la tierra está blanda por el agua y se cae.

– Este… este niño no sabe lo que dice… -masculló Maximus mientras en su rostro se dibujaba un gesto de profundo desprecio.

Pero Vortegirn no parecía estar tan seguro. Había fruncido el entrecejo al escuchar mis palabras y me miraba con una expresión a mitad de camino entre el desconcierto airado y la cólera contenida.

– ¿Qué pretendes decir? -dijo clavando una mirada fría y dura en mi rostro.

He reflexionado muchas veces en lo que sucedió aquella mañana y siempre llego a la conclusión de que no era yo el que hablaba, sino una fuerza interior que tenía por misión protegerme. Con mi corta edad, nunca hubiera podido poseer esa presencia de ánimo y mucho menos hubiera sido capaz de articular mis argumentos. Fue la primera vez que tuve aquella experiencia. No iba a ser la última.

– Regissimus -respondí saliendo de detrás de mi madre-. Tus hombres están levantando el castillo sobre una corriente de agua…

– No hay ninguna corriente de agua -me interrumpió indignado Maximus.

– … que corre bajo tierra -continué sin que me importara lo más mínimo lo que pudiera decir aquel sujeto de extravagantes rizos canosos-. Como el suelo está hueco a causa del manantial cualquier edificio que se levante sobre él se caerá.

Hice una pausa y observé a los hombres. Vortegirn dudaba, pero Maximus me miraba como si pudiera asesinarme con la soberbia herida que le rebosaba de las pupilas, mientras, Roderick había adoptado un aspecto semejante al de un reptil extraordinariamente venenoso que sólo esperaba a que me acercara lo suficiente para inocularme toda su ponzoña.

– Precipe ait stagnum hauiri per rivulos -dije como conclusión.

– Habla latín… -masculló Maximus entre la sorpresa y la cólera.

Vortegirn se había llevado la diestra a la barba blanquecina y se la tironeaba con suavidad. Finalmente, abrió la boca.

– De modo que, según dices, si abro unas zanjas cerca de donde quiero levantar mi fortaleza y vacío esa corriente de la que me hablas, podré construir sin problemas.

– Así es, domine -respondí.

– ¿Por qué debería creerte? -me preguntó sin apartar sus ojos de los míos.

– Si después de sacrificarme, la torre siguiera desplomándose -comencé a decir- y así será porque la causa de que no puedas construirla es el agua… si así sucediera, la sangre de un niño inocente se caería sobre tu cabeza y… y los castigos de Dios por esa clase de pecados son terribles.

– ¿Y qué sucederá si no hay agua? -preguntó con ironía Roderick.

– Sí, eso -se sumó Maximus-. ¿Qué sucederá entonces? Habremos perdido un tiempo precioso…

– Comprobar todo no puede llevar mucho tiempo -respondí- pero si lo que digo no es cierto, siempre tendréis la posibilidad de sacrificarme.

La mano del Regissimus subió de la barba a los labios y comenzó a pasearse por ellos como si los limpiara de alguna mancha imaginaria.

– De eso no te quepa la menor duda.

Nulli fas casto sceleratum insistere limem… la cercanía de los malvados es siempre peligrosa. En su Eneida -que espero poder releer en el seno de Abraham-Virgilio ya dejó dicho que a ningún inocente le está permitido pisar el umbral de los criminales. El salmista se había adelantado en varios siglos a esa afirmación. Debo decir incluso pie su formulación fue mucho mejor. Precisamente, en el primero de los cantos recogidos en el Libro Santo se afirma que una de las características del hombre justo es que no se sienta a la misma mesa que aquellos que no tienen en cuenta a Dios en sus acciones.

En ocasiones, he llegado a creer que hay seres que emanan maldad alee la misma manera que el vergonzoso sapo despide un escupitajo inmundo que puede cegar o que el asno orejudo emite rebuznos ensordecedores. Hay que apartarse de criaturas semejantes. Debemos mantenernos lo más lejos posible de su cercanía y aceptarla tan sólo para decirles con valor que deben abandonar esa forma de vida perversa que llevan y que intentan contagiar a los demás, a veces de manera abierta y a veces con artes sutiles. En esos casos, a pesar de lo que dejó escrito Virgilio, quizá se pueda traspasar el umbral de los inicuos.

VI

Contemplé la cara de Maximus y Roderick cuando las palas de madera dejaron al descubierto capa tras capa de tierra. Ciertamente, no era fácil verlo a simple vista, ni siquiera si al cavar se hacía un trabajo superficial, pero, de repente, la tierra comenzó a empaparse y cada nueva paletada que se arrancaba del suelo negro dejaba al descubierto más y más agua. Sin embargo, a pesar de que los rostros de aquellos apóstatas constituían un verdadero poema, me resultó mucho más interesante contemplar a Vortegirn. Mientras su mirada se fijaba en aquellos terrones chorreantes que pronto dejaron paso a un verdadero torrente, la pena se apoderó de su rostro. Estoy convencido de que el pesar no nacía de la constancia de su equivocación. Tampoco brotaba de un corazón arrepentido por haber estado a punto de sacrificar a una criatura inocente. No. En realidad, creo que aquella pena dolorosa, agobiante, incluso terrible, nacía de imaginar lo que había podido ser y no era y, seguramente, nunca llegaría a ser. Cuando medito sobre el gobierno de Vortegirn, siempre llego a la conclusión de que le adornaban muchas de Las cualidades que convierten a un hombre en grande y en especialmente adecuado para regir a otros hombres. Vortegirn era fuerte, imponente, inteligente, valeroso e incluso conservaba una cierta inclinación hacia la práctica de la justicia como había demostrado la manera en que me había escuchado y había adoptado una decisión al respecto. Sin embargo, había malbaratado todo lo que Dios en su inmensa generosidad le había concedido, pero ¿por qué? No tardé en contemplar con mis ojos la respuesta.

El agua corría limpia colina abajo como si nunca hubiera estado encerrada bajo tierra y en su discurrir parecía atrapada la mirada inmensamente triste de Vortegirn y entonces fue cuando la vi. Era muy hermosa, extraordinariamente hermosa, increíblemente hermosa. Sin duda, lo era más que mi madre y que cualquier otra mujer a la que hubiera podido observar con anterioridad. Su cabello, suavemente rubio, aparecía recogido en rutilantes rodetes pegados a sus sienes; su rostro era incluso más blanco que el de mi madre; sus ojos presentaban una tonalidad azul cuyo paralelo en la Naturaleza hubiera sido incapaz de encontrar y el resto… su nariz, sus labios, sus orejas me parecieron de una perfección extrema, tan extrema que daba la sensación de hallarse situada en algún punto más allá de lo humano. Nadie me lo dijo, pero supe al instante que aquella mujer incomparable sólo podía ser la esposa del Regissimus.

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