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Parpadeé para no perder el conocimiento e intenté encaminarme hacia mi lecho. Seguramente, todo volvería a lo normal si me tendía un rato a descansar. Estaba a punto de llegar a mi revuelto aposento cuando noté un aroma… ¿cómo podría definirlo? Sin duda, era especial. Súbitamente inquieto me dije que no podía ser, que resultaba inverosímil, que mi imaginación me engañaba. Pero, en lo más hondo de mi corazón, sabía que se trataba de una indiscutible realidad.

Vivian. Estaba igual de bella que como yo la recordaba. Bueno, quizá bajo los ojos, hermosamente verdes, se percibían ahora unas bolsas ligeramente pronunciadas; quizá su rostro era menos firme, quizá había ganado algo de peso… quizá. Pero, a pesar de todo, seguía siendo excepcionalmente hermosa. Al contemplarla, sentí cómo la sangre, aquella sangre que había temido que se coagulara en mis venas, se caldeaba en mi interior. Y entonces, sin desearlo, pero sin poder impedirlo, me vi arrastrado hacia atrás en el tiempo. Reviví, como si hubiera bebido un mágico licor dotado de una prodigiosa virtud, docenas de imágenes que me llevaban hasta unas horas tejidas de caricias inefables y de un deseo, satisfecho una y otra vez, pero nunca colmado del todo.

– He venido a buscarte, Merlín -me dijo con los labios abiertos en aquella sonrisa que tan bien conocía.

Me sentí defraudado al escuchar cómo había cambiado mi nombre por aquel absurdo mote.

– ¿Fuiste tú la que inventó esa costumbre de identificarme con un pez? -indagué.

– No te queda tiempo -ocultó la respuesta.

– ¿Para qué, Vivian? -le dije-. Ahora que me he quedado con el studium vacío temo que el tiempo es algo de lo que voy a disponer en abundancia.

– Te pones imposible cuando te empeñas en no entender -comentó con un amago suave de irritación-. Sabes de sobra a lo que me estoy refiriendo. Artorius no podrá sobrevivir.

Sentí una enorme ansiedad al escuchar aquellas palabras. Pero ¿hasta qué punto podía estar seguro de que Vivian no me mentía? ¿Se debía su anuncio al ejercicio de sus ilícitos poderes mánticos o tan sólo pretendía enredarme con un bien urdido engaño?

– ¿Qué tiene que ver que Artorius no sobreviva con el hecho de que me vaya contigo?

– ¡Oh, vamos! -protestó Vivian-. ¿Por qué no aceptas las cosas como son? Has fracasado. Has perdido el tiempo. A decir verdad, todo lo que has intentado se ha venido abajo. ¿Roma? Desapareció entre las llamas hace años. ¿Artorius? Ha decidido, no es tan tonto como tú, ser un imperator. ¿Tus discípulos? El más agradecido, o el menos ingrato, según se mire, es el más estúpido.

Hizo una pausa y dio unos pasos hacia mí, los suficientes como para que sintiera un deseo doloroso de tenerla entre mis brazos.

– Reflexiona en el tiempo que has perdido -dijo con un tono de voz embriagadoramente suave-. Ése ya no tiene remedio, por supuesto. Pero piensa en lo que aún te queda de esta vida. Son tus últimos años y podrían resultar los más hermosos, los más dulces, los más cálidos…

– No iré contigo, Vivian -la interrumpí.

Los ojos de aquella mujer, bella como ninguna que yo hubiera conocido o soñado jamás, relampaguearon por un instante.

– ¿Estás seguro? -me preguntó con una voz tan neutra que hubiera podido brotar de una piedra o de un árbol.

– Jamás lo estuve tanto -mentí.

La imagen de Vivian se desvaneció de la misma manera que la nocturna neblina suave cuando el sol ardiente se va elevando en el firmamento. Su aroma, sin embargo, permanecería hasta bien adentrado el día siguiente.

Non ignara mali miseris succurrere disco… Al conocer la desgracia, sé cómo socorrer a los desdichados, afirmaba uno de los personajes de la Eneida. Se equivocaba. El conocimiento de la desgracia no nos abre el camino para saber cómo remediarla. Puede convertirnos en resentidos o en piadosos, pero no nos proporciona de por sí el conocimiento de la cura. ¿Quién sabe incluso si el padecimiento no cegará su entendimiento para entender cuáles son las causas del dolor y cuáles las mejores maneras de abordarlo? En ese sentido, el apóstol de los gentiles acertaba al decir que podemos consolar a los demás si antes hemos sido objeto de consuelo. Eso sí es cierto. Cuando uno ha sufrido y ha comprobado en su alma cómo se puede librar de ese sufrimiento y lo que proporciona una vía de salida, tiene alguna posibilidad de ayudar a otros. Siquiera puede dar testimonio de su propia experiencia no de haber sufrido, sino de haberse visto libre.

V

Hubiera deseado equivocarme en todo lo que le había advertido a Artorius, pero, lamentablemente, mis anuncios se correspondieron con minuciosa exactitud con lo que sucedió. El hombre que ahora se hacía llamar imperator britanniae no tardó en repudiar a Leonor de Gwent y en hallar a una nueva esposa. Se trató de una mujer joven y, según decían, muy hermosa. Procedía de una familia romana y había sido criada en la casa de Cador, el magister militum de Artorius. Sin embargo, creo que todo aquello tenía poca importancia porque lo que se buscaba de ella era, sobre todo, que garantizara que sus propósitos de formar una dinastía se convertirían en realidad.

Por supuesto, nada de todo aquello se escapó a los que tenían que haber sucedido a Artorius. Si Aurelius Ambrosius hubiera tenido un hijo varón quizá Artorius no hubiera sido designado como Regissimus Britanniarum, pero la única descendencia de su predecesor se había limitado a una hembra llamada Ana Ambrosia. Era tan joven, a decir verdad, una niña, que nunca hubiera podido convertirse en cónyuge de Artorius, pero, con el paso del tiempo, contrajo matrimonio con un noble norteño llamado Dubnovalo Lotico. De aquel enlace había nacido un muchacho que recibió el nombre de Lancearius Medrautus. Legalmente, Medrautus era un sobrino de Artorius ya que el antiguo Regissimus y ahora imperator, al entrar en la familia de Aurelius Ambrosius, se había convertido en hermano de Ana Ambrosia.

Durante años, las relaciones entre Artorius y Ana Ambrosia habían sido distantes, pero cordiales. Cada uno de ellos había disfrutado de sus vidas respectivas en la convicción de que nunca se produciría un acto de hostilidad. ¿Por qué tendría que haber sucedido si Artorius era un hombre de palabra y Medrautus un niño que sólo tenía que esperar a crecer para sucederle como Regissimus Britanniarum? Pero Artorius no había mantenido su promesa y, de manera bien comprensible, Ana Ambrosia y su marido habían comenzado a inquietarse. Cuando los rumores -totalmente carentes de realidad- acerca de un posible embarazo de Ginebra comenzaron a difundirse, Dubnovalo Lotico, el marido de Ana Ambrosia y padre de Medrautus, envió una misiva a Artorius recordándole sus compromisos.

Si Artorius se hubiera mantenido en la posición pactada décadas atrás habría enviado una respuesta disipando cualquier duda. Sin embargo, Artorius no tenía la menor intención de ser fiel a lo acordado con Aurelius Ambrosius. Tampoco deseaba decirlo de manera manifiesta antes de que, efectivamente, Ginebra quedara encinta y diera a luz a un varón, así que consideró que lo más sensato sería no responder.

No hace falta ser especialmente perspicaz para comprender que el silencio de Artorius sólo sirvió para confirmar las peores sospechas de Ana Ambrosia y de su marido. Pensaron que sin duda, Artorius estaba planeando alguna jugada sucia que excluyera a su amado Medrautus del puesto que le correspondía ocupar. Por desgracia, los irritados padres no se equivocaban lo más mínimo.

A esas alturas, la posibilidad de derribar a Artorius resultaba, pura, lisa y llanamente, inexistente. Era un hombre querido al que los britanni miraban con rendida gratitud. Parecía, pues, confirmarse lo que había comentado conmigo al visitarme en el studium. Prudentemente, ni Ana Ambrosia ni su marido realizaron la menor crítica a las acciones del ahora imperator. Hubiérase dicho que eran los súbditos más leales que nadie hubiera podido imaginar. Sin embargo, distaban mucho de darse por vencidos. A decir verdad, habían urdido un ingenioso plan para lograr que sus propósitos alcanzaran el cumplimiento más consumado y completo. Consistía aquél en establecer una alianza secreta con los barbari a los que Artorius había contenido durante años y, a la vez, en prometer a la gente más joven, la que tenía la edad de Medrautus, que todo sería más dichoso cuando el joven se ciñera la corona. Esta segunda acción era una forma vergonzosa de engaño, pero la primera constituía directamente alta traición, justo el comportamiento que Artorius nunca hubiera pensado posible. Ni siquiera cuando los barbari -por primera vez en años- se lanzaron contra el limes sospechó lo que estaba sucediendo. A decir verdad, ¿quién hubiera podido creer que aquellos salvajes se arrojaban sobre Britannia únicamente porque contaban con el apoyo de britanni importantes? Seguramente, nadie salvo los que estaban en el secreto. No obstante, la realidad, como sucede siempre, tiene una existencia autónoma que no depende en absoluto de lo que piensen los demás. Durante siglos, los paganos doblaron el espinazo ante imágenes de piedra, de madera y de metal como si ésa fuera la manera de encontrarse con la divinidad y, sin embargo, lo único que lograban era apartarse del único Dios verdadero. Ahora, los britanni, los tranquilos e ignorantes britanni, desconocían por completo que un grupo de traidores había decidido entregar su país a los barbari, a los mismos barbari que, desde hacía siglos, eran sus peores enemigos.

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