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– Hemos terminado, sobrino -dijo Artorius mientras retiraba la espada del rostro de Medrautus.

Pero su rival no estaba de acuerdo con aquel juicio. Con gesto rápido retrocedió unos pasos, se inclinó y cogió la espada que yacía en medio del fango.

– Sólo hemos empezado -escupió más que dijo Medrautus antes de volver a lanzarse sobre Artorius.

Lo que entonces contemplamos atónitos centenares de testigos fue cómo aquel jovenzuelo torpe acababa de transformarse en un hábil spatarius. Artorius apenas tuvo tiempo de contener la primera estocada, pero, esta vez, no logró desarticular la embestida. Por el contrario, con dificultad creciente, consiguió parar dos, tres, cuatro golpes de Medrautus. ¿Qué había sucedido? Sé que muchos dirán -la gente es muy crédula- que el joven se valió de la magia para poder experimentar aquel cambio. Quizá, al principio, se había mostrado más torpe de lo que era para calibrar cómo era Artorius con una espada en la mano. Puede ser incluso que la sensación de derrota irreversible le imprimiera una audacia y una fuerza de las que hasta entonces no había dado señal. Fuera como fuese, aquella muestra de audacia estaba dando su fruto.

Un grito general subrayó el hecho de que Artorius había resbalado y caído sobre su costado. Sólo su enorme experiencia le salvó de verse atravesado de parte a parte por Medrautus cuando se encontraba en esa tesitura. Y entonces, con inesperada habilidad, mientras Medrautus cogía con las dos manos la espada para intentar ensartarlo, el pie derecho de Artorius golpeó su empeine, mientras el izquierdo le asestaba un talonazo en la rodilla.

El conspirador se vio lanzado contra el suelo y antes de que pudiera levantar su rostro del fango espeso, Artorius saltó sobre él y, asiéndole del cabello, tiró de su cabeza hacia atrás. Medrautus boqueó intentando evitar el sofoco que el barro le causaba al taponarle la nariz y llenarle la boca, pero Artorius no se lo consintió. Con un gesto vigoroso, volvió a lanzar su cráneo hacia el suelo y contra él lo apretó por unos instantes. Un gemido, acompañado por un angustioso golpe de tos, brotó de la garganta de Medrautus cuando Artorius levantó por segunda vez su rostro. Pero el Regissimus no estaba satisfecho. Nuevamente, estrelló la cara embarrada de Medrautus contra el suelo y, nuevamente, la alzó convertida ya en una masa de sangre, fango y babas.

– Acaba con él, domine -le instó Caius.

– Sí, mátalo… -se hizo eco uno de los legionarios y entonces, como si alguien hubiera lanzado una antorcha sobre un montón de leña, docenas de voces comenzaron a gritar pidiendo la muerte de Medrautus.

Pero Artorius estaba demasiado inmerso en aquel combate como para escuchar a nadie. Soltó la cabellera de Medrautus en un gesto de desprecio y asco, y se puso en pie con un movimiento rápido y ágil. Por un momento, contempló al joven que yacía en el suelo respirando con dificultad y escupiendo flemas parduscas. En su mirada, se mezclaban el pesar, el dolor y la amargura. Como si todo lo que acababa de suceder, estuviera irremisiblemente contaminado por algo que lo enturbiara privándolo de cualquier atisbo de bondad o nobleza.

Se apartó un par de pasos y recogió del suelo aquella espada de la que se decía -¿exagerando?- que cantaba durante el combate. Nuevamente, sus hombres le suplicaron que diera muerte al traidor, que quitara la vida al miserable, que matara al canalla. Pero Artorius no los escuchaba. Lanzó una última mirada a Medrautus y se dispuso a abandonar el lugar. Fue en ese momento, justo en ese momento, cuando su mirada se cruzó con la mía. Por un instante, parpadeó como si no pudiera creer que me encontrara allí y luego una sonrisa, esa sonrisa alegre y risueña que había contemplado tantas veces durante los años anteriores, iluminó su rostro sudoroso.

– ¡Merlín! -gritó mientras levantaba la diestra en un saludo jovial-. ¿Qué te ha traído a este lugar de diversión?

Sonreí a mi vez y estaba a punto de contestar cuando vi que la cara de Artorius se contraía en un gesto de dolor, de un dolor inmenso, irreparable y mortal.

Omnia vincit Amor… Como muy bien dejó escrito Virgilio, el Amor vence todas las cosas. No se trata únicamente de que el Amor tiene una fuerza especial que le lleva a sortear los obstáculos más difíciles, aunque haya mucha verdad en ese pensamiento. No. Tampoco debe equivocarse el Amor con las meras pulsiones de nuestro ser o con el juego de nuestras pasiones. Creo que si Virgilio acierta es en la medida en que se hace eco de esa verdad que expresó como nadie el apóstol de los gentiles escribiendo a los corintios. Ese amor -a diferencia de otros- es sufrido, es benigno, no tiene envidia, no presume, no cae en la vanidad, no hace nada que no deba, no busca lo suyo, no se irrita, no es resentido, no se alegra de la injusticia, sino de la verdad. El Amor todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta. Ese Amor -y aquí es donde Virgilio no andaba tan desencaminado- acaba venciendo todo porque, a decir verdad, su origen real se encuentra en el único Todopoderoso.

VIII

– Merlín… -susurró con un hilo de voz-. ¿Podría ella curarme?

No entendí lo que Artorius me preguntaba y pensé, profundamente apenado, que había empezado a delirar. Mojé nuevamente el paño que tenía en la mano y lo deposité sobre su frente pálida. Procurando que no lo advirtiera, eché un vistazo a su costado izquierdo. La hemorragia apenas había cesado, pero no me cabía duda de que sus órganos internos -¿cuántos? ¿cuáles?- estaban dañados, quizá de manera irreparable. ¿Por qué? ¿Por qué había vuelto la espalda a Medrautus? ¿Por qué no se había dado cuenta de que intentaría matarlo a traición? ¿Por qué había pensado que le agradecería el haberle perdonado la vida? Habían bastado apenas unos instantes para que aquel jovenzuelo de cejas de forma extraña se pusiera en pie, echara mano de su espada y se la clavara a Artorius aprovechando que estaba de espaldas hablando conmigo. Había sabido dónde asestar el golpe. En un costado. En el lugar donde la armadura era incompleta y sus mallas podían ser atravesadas por un arma bien utilizada.

¿De qué valía ahora que Betavir, con la rapidez del rayo, se hubiera precipitado sobre Medrautus rebanándole el cuello? ¿Qué utilidad presentaba que, de manera inmediata, Caius, derramando lágrimas de rabia, hubiera decapitado a aquel traidor valiéndose de la primera espada que logró arrebatar a un miles? ¿De qué servía que los equites que habían impuesto la ley y el orden a lo largo y a lo ancho de Britannia hubieran descuartizado aquel cuerpo, para quemarlo y dispersar sus cenizas al viento negándole un entierro digno? De nada. Ni siquiera de un consuelo pasajero porque todos sabíamos que la herida que había ocasionado Medrautus a Artorius era mortal.

Apresuradamente, los hombres lo llevaron a su tienda con la esperanza de que Merlín, el que podía volar por encima de las crestas montañosas convertido en raro halcón, el que podía nadar en la profundidad de los ríos transformado en extraño pez, el que podía realizar prodigios sin cuento que arrancaban de sus arcanos conocimientos, lo curara. Pero yo sabía -sin asomo alguno de duda- que no disponía de poder para mantener el alma en el interior de aquel cuerpo herido. Lo único que estaba en mi mano era quedarme a su lado e intentar que sus últimos momentos transcurrieran en paz. Y ahora, Artorius, el antiguo Regissimus que había decidido proclamarse imperator, había comenzado a pronunciar palabras cuya coherencia no conseguía descubrir.

– Merlín… Merlín… -insistió-. Ella… ella… Vivian… ¿podría curarme?

Hacía tiempo que me subía a la memoria la mujer que, muchos años atrás, había trastornado mi vida, pero, de repente, al escuchar ahora su nombre un océano violento de sensaciones incontrolables se desató en mi interior. Me vi así sometido a una sucesión vertiginosa de imágenes en las que aparecían sus labios y su risa, sus caricias y sus enfados, sus senos y sus manos. Cerré los ojos intentado conjurar una incontrolable sensación de mareo que había empezado a apoderarse de mí. Sólo la súplica, ahora insistente, de Artorius me obligó a salir de la protección que me brindaban mis párpados.

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