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TERCERA PARTE LACUS DOMINA

Fugit irreparabile tempus… pocas veces pudo expresar mejor la verdad el ilustre Virgilio que con esta frase. El tiempo huye irrecuperable. Se escapa de nuestra vida con mayor rapidez e irreversibilidad que el agua que se nos escurre entre los dedos. Nada ni nadie puede evitar que así sea. Sin embargo, sí existe algo que se encuentra a nuestro alcance. Intentar aprovechar ese tiempo, vivirlo de la mejor manera, sacarle el máximo partido. Si así nos comportamos, no tendremos razones para lamentar los años pasados. Virgilio no lo supo, pero el autor del Eclesiastés, el libro que tanto llamaba la atención de Blastus y que tan difícil le resultaba descifrar, dio la clave para no desperdiciar la existencia. «Acuérdate de tu Creador mientras eres todavía joven… -dejó escrito-, antes de que lleguen los días malos y los años de los que digas "en ellos no tengo contentamiento”.» Sí, una existencia vivida de una manera recta, digna y justa sirve, sobradamente, para que el paso del tiempo no haya sido en vano.

I

Estoy convencido de que cuando Blastus se despidió de mí, pensaba que el que había sido su discípulo durante décadas estaba a punto de iniciar una importante carrera al lado de Aurelius Ambrosius, el Regissimus Britanniarum. Ese destino, sin duda relevante, tampoco me hubiera sorprendido y lo mismo hubiera podido decirse de Caius o de Betavir. Sin embargo, mientras mi sufrido caballo cubría la escasa distancia que había entre el lugar donde lo había dejado y el umbral de carcomida madera del castra yo sabía en lo más profundo de mi corazón que mi futuro no iba a estar unido al de Aurelius Ambrosius. A decir verdad, aquel hombre estaba llamado a ser el final. No podía saber exactamente de qué, pero estaba seguro de que significaba la conclusión de algo que ya estaba moribundo desde hacía tiempo, quizá incluso mucho.

Aquel viaje inesperado también había sido el final de toda una etapa de mi vida. Porque me parecía obvio que no podía pensar en regresar al lado de Blastus. Por supuesto, reconocía de todo corazón que había sido mi maestro y que nunca le podría agradecer lo bastante la ciencia que había logrado comunicarme. Sin embargo, se piense lo que se piense, la gratitud no está reñida con la verdad y la verdad era que había llegado el momento de que nuestros caminos se separaran. Así se lo dije cuando nos volvimos a ver al cabo de unos días y así lo comprendió.

A decir verdad, creo que la actitud que manifestó Blastus cuando le comuniqué mi decisión fue la óptima. Ni se empeñó en mantenerme a su lado, ni me habló de los males que me esperaban si me apartaba de su cercanía, ni intentó que mi vida siguiera unida a la suya de la misma manera que la hiedra se aferra al muro oprimiéndolo. No. Todo lo contrario. Sonrió, pronunció una oración breve y sentida, me dio un abrazo vigoroso, me deseó lo mejor y me aseguró que si alguna vez lo necesitaba siempre podría contar con él.

Cuando recuerdo a tantos años de distancia aquella conversación breve que mantuvimos en torno a un bebedizo caliente e indefinido sólo puedo pensar que Blastus se comportó como un buen maestro e incluso como un buen padre. La primera función la había desempeñado como nadie lo hubiera hecho; la segunda la realizó no peor cubriendo así una ausencia que se había cernido sobre mí desde antes de nacer. La mañana -apenas había salido el sol- en que nos despedimos, supe que lo más seguro era que no volviéramos a vernos. Pero si para comenzar una nueva vida bastaba con la decisión de hacerlo; para andarla, se necesitaba más. Y lo que menos esperaba yo es que mi existencia -que Blastus había imaginado pública e incluso gloriosa al lado de Aurelius Ambrosius- se hundiría totalmente en las grises nieblas del anonimato.

Sé que muchos piensan que ciertos destinos deben manifestarse desde muy pronto y que la importancia que los acompaña brilla desde los primeros momentos. No es cierto. Sí es verdad que, ocasionalmente, el futuro permite que se le vislumbre, siquiera en tenues sombras, gracias a algunos episodios menores, pero se trata únicamente de brillos escasos como los que dejan los casi invisibles gusanos de luz al cruzar una noche oscura. Sin embargo, al igual que el veterano sol sólo inicia su ascenso después de las horas prolongadas de la oscuridad nocturna, el resplandor de una vida es precedido siempre por el desconocimiento que los demás tienen de las personas que dejarán huella en sus existencias. A decir verdad, yo debería haber sido más que consciente de esa enseñanza siquiera porque el Libro sagrado está repleto de esas historias. Abraham esperó ochenta años antes de que su esposa Sara quedara encinta y se cumpliera la promesa divina de una descendencia. Moisés estuvo perdido en un desierto árido y desconocido antes de que Dios le llamara para sacar a Su pueblo de la amarga servidumbre a que lo tenían sometido los despiadados egipcios. Isaías esperó décadas antes de que el Señor colocara en sus labios un mensaje destinado a los hijos de Judá. El mismo Salvador no pasó de ser un modesto artesano desconocido por casi todos durante más de tres décadas… Todo eso yo lo sabía, pero no supe verlo durante los años siguientes. En realidad, creo que esperaba que tras unos días, si acaso unas semanas, como máximo unos meses, Aurelius Ambrosius exhalara su último aliento y su providencial sucesor me llamara para que estuviera a su lado. Visto con la distancia del tiempo, casi no puedo creer que fuera tan estúpido. Seguramente, debo atribuir mi error de cálculo a mi inmensa inexperiencia y a mi no tan exagerada juventud. Fue precisamente en esa época cuando decidí aprovechar para visitar a mi madre. No había tenido noticias de ella durante mucho tiempo, aunque no resultaba tan extraño. De entrada, era de conocimiento común que cuando los padres se separaban de los hijos para que éstos entraran al servicio del emperador o de Cristo lo más seguro era que nunca volvieran a verlos. Ocasionalmente, cabía la posibilidad de enviar alguna misiva e incluso algún obsequio modesto, pero estas dos últimas posibilidades habían desaparecido prácticamente en los últimos tiempos a causa de la situación que Britannia vivía. A pesar de todo,.i medida que me iba a acercando a la iglesia del apóstol Pedro mi corazón se caldeaba e iba arrojando una imagen tras otra de un tiempo pasado y feliz. ¿Feliz? No estoy tan seguro de que así hubiera sido. Me constaba que mi infancia había estado envuelta, antes de marchar al lado de Blastus, en privaciones y necesidades. Sin embargo, ahora, con la distancia de los años todo me parecía dulcemente hermoso, como si nunca hubieran existido los cachetes y los pescozones, y mi escudilla hubiera rebosado todos los días sin una sola excepción. Quizá al ir en busca de mi madre, lo que verdaderamente perseguía era refugiarme en las tierras doradas de la infancia que muchos recordamos como una era feliz aunque, con seguridad, fuera muy diferente.

Debo decir que ni encontré a mi madre ni tampoco arribé a esa tierra pasada. Tanto la una como la otra habían sido borradas del mundo real por el despiadado tiempo. Cuando un campesino -que resultó ser un antiguo compañerito de juegos- me habló de la muerte de mi madre, una muerte tranquila, serena, sin molestar a nadie, no pude evitar romper a llorar. Es cierto que procuré hacerlo con decoro. No antes de darle las gracias y de apartarme a un lugar solitario donde nadie pudiera ver cómo se me caían las lágrimas. Lloré y mientras lo hacía me pregunté si alguna vez le había dicho que la quería o si había escuchado palabras semejantes por parte de ella. Ahora sé que, en realidad, en esos momentos lloraba por mí y no por ella. Lloré por todo lo que hubiera deseado decirle y no pude; por todo lo que hubiera deseado hacer con ella y no pude; por todo lo que hubiera deseado compartir con ella y no pude. Cuando me alejé de aquellos lugares en los que habían transcurrido los tiempos de la infancia, era consciente de que nunca se puede retornar a los campos en que vivimos ni a las casas en que habitamos. Aunque lo parezcan, distan mucho, muchísimo, de ser los mismos.

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