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Comencé a recorrer pueblos y aldeas llevando la curación a niños a punto de morir, ayudando a las mujeres a bien parir y suministrando alivio a los moribundos que no podían ser sanados por mis remedios. Supongo que entonces esperaba encontrarme con la gratitud y el afecto de la gente, y que un día, un día cercano, pudiera salir de aquellas tareas presumiendo del bien que había hecho a los demás justo antes de encaminarme por el camino, limpio, claro y rectilíneo, que la Providencia había trazado sólo para mí. No fue eso lo que hallé porque el mundo era muy diferente a como yo había podido imaginarlo y vivirlo en los años anteriores.

De repente, descubrí que poco -en algunos casos verdaderamente nada- quedaba ya de la presencia de Roma en Britannia. Ocasionalmente, por supuesto, podía cruzarme con algún legionario o con un monje con el que intercambiaba unas frases en latín, pero eso era todo lo que restaba de una permanencia de casi medio milenio. Era como si la presencia creciente de los barbari hubiera ido desplazando la rica herencia de Roma de la misma manera que un terrible tumor va expulsando la vida de un cuerpo hasta causarle la muerte. En ocasiones, había sentido pena al pensar que, seguramente, no me encontraría a Virgilio en el cielo, pero entonces me percaté de que donde, con toda seguridad, no lo hallaría sería en los campos desolados de Britannia.

Y no se trataba únicamente de que todos aquellos siglos de cultura floreciente hubieran desaparecido sin dejar apenas rastro. No. Era algo mucho peor. Igual que Jesús señaló que aquel que se ve liberado de los demonios, si no se vuelve a Dios, es poseído por siete espíritus inmundos aún peores, el vacío dejado por Roma se había visto colmado por la negrura más profunda. Durante aquellos meses pude ver con mis ojos cómo, en no pocos lugares, la llegada de los barbari había sido seguida por la quema de cruces, por la destrucción de las iglesias o su transformación en molinos o establos y por la ridiculización de los que adoraban al único Dios. Orgullosos del éxito que les proporcionaba la fuerza bruta, se reían a mandíbula batiente de una divinidad que se había convertido en hombre no para ayuntarse con mujeres o sembrar la destrucción con sus invencibles armas, sino para dejar que sus enemigos le dieran muerte de una manera vergonzosa y humillante. Los britanni, amedrentados y desconcertados, terminaban por someterse o huían a los bosques. Los que optaban por la primera posibilidad intentaban mantener los escasos rescoldos de su fe en secreto y comunicarlos a los hijos, pero no era extraño que los descubrieran y que incluso fueran delatados por sus propios familiares. Cuando eso sucedía, los barbari los clavaban a los árboles en un cruel remedo del último suplicio de Jesús, los arrojaban con un peso atado a los pies a lo más hondo de los pantanos en un nuevo y letal bautismo, o los quemaban vivos mientras les preguntaban a gritos si el infierno sería peor. Por lo que se refiere a los que se escondían… no, su destino no era mucho mejor. Acosados como fieras, perseguidos en ocasiones con perros de caza, siempre hambrientos y no pocas veces enfermos, lloraban preguntándose si el Señor los había abandonado. Rehuyendo el encuentro con los barbari, solía yo viajar por en medio de selvas y tuve oportunidad de conocer por aquel entonces a algunos de esos grupos. Puedo dar fe de que, en no pocos casos, no se trataba de santos. La miseria y el miedo, la desgracia y el hambre, la enfermedad y la muerte los habían reducido a menudo a círculos cerrados en los que parecían manifestarse con especial encono la envidia y la soberbia. Sé de necios que sólo deseaban mandar sobre aquellos pequeños rebaños antes que ayudarlos o también de muchachas que no pudieron más y abandonaron alguno de aquellos grupos escuálidos para convertirse en pobres rameras al servicio de algún mísero prostíbulo de aldea. Pero no puedo condenar a ninguno de ellos. ¿Cómo no sentir soberbia cuando se ha conseguido salvar a unas docenas de personas de la caballería de los barbari? ¿Cómo no experimentar envidia cuando los hijos lloran de hambre y el prójimo puede dar a los suyos un miserable mendrugo de pan? ¿Cómo guardar la castidad cuando se ha visto la muerte de los seres queridos porque su organismo se ha negado a dejarse alimentar por raíces del bosque?

Viéndolos tendría que haberme considerado muy afortunado porque mi ciencia me permitía viajar libremente e incluso los barbari si no aprecio, al menos, me manifestaban la suficiente tolerancia como para no rebanarme el cuello o desollarme a las afueras de una aldea. Tampoco puede decirse que pasara hambre en aquellos tiempos. Quizá sufrí escasez, quizá esa penuria fuera angustiosa ocasionalmente, pero ni una vez recuerdo haber ido a dormir con las tripas vacías.

Sí es cierto que tuve que escapar apresuradamente en más de una ocasión por temor a que llegaran energúmenos peores que sus congéneres que buscaran si no mi vida, sí, como mínimo, golpearme o lisiarme, pero ¡qué poco era todo aquello en esa época! Sobre todo, qué escaso valor le proporcionaba yo, empeñado como estaba en esperar un llamamiento del Regissimus. Sin duda, ésa es una de las claves para entender cuál es una de las verdaderas raíces de la infelicidad humana, el no apreciar aquello de que disponemos simplemente porque nuestro corazón y nuestros ojos están ligados a un futuro que imaginamos feliz, pero que sólo existe en nuestras necias ansias.

Sí, en aquellos tiempos, descubrí que los paganos eran mucho más poderosos de lo que yo hubiera podido imaginar, que no pocos cristianos se volvían hacia repugnantes ídolos de piedra y madera cuando creían que Dios no escuchaba sus oraciones y que incluso los que permanecían en la fe verdadera distaban no pocas veces de ser un ejemplo de existencia vivida de acuerdo con las enseñanzas de los Evangelios. Quizá aquella cercanía cotidiana y angustiosa con el horror paralizante que nace de la barbarie explica que no me sorprendiera la más terrible noticia que sacudió nunca a todo el orbe. La escuché una mañana de verano cuando iba de camino hacia un cerro perdido en medio de un bosque umbroso donde crecía el prodigioso muérdago. En los últimos tiempos, había tenido que atender varias lesiones graves y mis indispensables reservas de narcóticos se habían terminado antes de lo esperado. Por supuesto, Hubiera podido tratar a la gente que requería mi ayuda sin calmar su dolor, pero si además podía brindarles ese servicio ¿por qué no hacerlo?

Llevaba ya buena parte del trayecto cubierto cuando, a unos doscientos pasos de una aldea -sí, a esas alturas los barbari no habían tardado en robarme el caballo y me veía obligado a viajar a pie- descargó una tempestad cegadora. Si se hubiera tratado de una simple lluvia, de una tormenta veraniega, no hubiera entrado en un poblado que desconocía, pero con lo que empezó a caer y sin poder distinguir nada a media docena de pasos decidí que era mejor atravesar ese trance que arriesgarme a que un rayo me fulminara o el agua me empapara hasta el punto de causarme la muerte. Totalmente calado, llegué a la altura de las primeras casuchas. No me extrañó que no hubiera nadie en el exterior. Era lo normal teniendo en cuenta que el cielo invisible parecía decidido a desaguarse por completo. Corrí hasta la primera de las cabañas y entonces llegó hasta mis oídos una barahúnda indescriptible. Hubiera sido más sensato llamar a la puerta y buscar cobijo de la tempestad, pero la curiosidad pudo más que la prudencia y me dirigí hacia el lugar de donde procedía aquella algarabía.

Habría dado treinta o cuarenta pasos cuando me pareció distinguir con más claridad los sonidos. Se trataba… sí, era una mezcla de llantos y de risas… de carcajadas y de gemidos… un escalofrío, más debido al temor que a la lluvia, me recorrió el cuerpo. La experiencia me decía que aquella terrible mezcla generalmente se asentaba sobre una combinación de verdugos y de víctimas, cumpliendo con el primer cometido los barbari y padeciendo el segundo, los britanni. Me dije que si ésa era la situación, más valía que pusiera tierra de por medio… pero no lo hice. Sabía que cuando los barbari terminaban de divertirse, quedaban siempre heridas inimaginables, huesos rotos, quemaduras espantosas y todo tipo de lesiones. En otras palabras, que entonces era cuando yo resultaba más necesario. Pero ¿dónde ocultarme hasta que llegara ese momento?

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