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El Regissimus volvió a respirar hondo y a arrojar sonoramente el aire por la nariz, pero no pronunció una sola palabra. Volvió a colocarse la coraza de metal entretejido y desigual, cubrió la distancia existente entre el catre miserable y la mesa sin desbastar, y se sentó. Apoyó entonces los codos en el mueble y reclinó su rostro sobre las palmas de las manos. Cualquiera hubiera interpretado aquel gesto cansado como una señal de irreversible abatimiento, pero para considerarlo así duró muy poco, apenas un instante. Se frotó suavemente la frente abombada con las yemas de los dedos de la diestra y me dirigió una mirada que pretendía ser alegre.

– No deseo ser descortés -dijo al fin- pero lo que has dicho… Bueno, es igual. ¿Qué te debo, físico?

No despegué los labios. En los últimos años, había tratado docenas, quizá cientos, de enfermos y ni uno solo se había comportado así después de que lo examinara. Podían estar aterrados o alegres, aliviados o hundidos, pero jamás había visto a ninguno que pretendiera aparentar aquella indiferencia. Indiferencia que, por otro lado, me constaba que era falsa.

– Vamos -insistió-. Tengo muchas obligaciones a las que atender. ¿Cuál es el precio de tus servicios?

Sentí un enorme pesar al escucharle. Como en el caso de Vortegirn, no conocía yo el significado completo y cabal de mis palabras, pero no me cabía duda de que tenían una enorme relevancia, precisamente la relevancia que el Regissimus se empeñaba en no concederles. Era como si un hombre a punto de ahogarse, o de verse abrasado en un incendio, o de morir extraviado en un bosque, hubiera recibido la información que hubiera podido salvarle y la desdeñara a sabiendas. Quizá otros se hubieran sentido indignados por aquel comportamiento imprudente, verdaderamente desdichado, del Regissimus. Yo sólo sentía un dolor sordo que me arañaba el alma, y, sí, creo que también sentía compasión hacia él. Sin responder palabra alguna, me di la vuelta y me encaminé a la salida.

– Pero… pero ¿qué haces, puer? -escuché que gritaba un desalentado Betavir-. ¿Adónde vas?

La luz amarilla de un sol adormilado me provocó una punzada profunda en los arcos de los ojos. Me llevé la mano al lugar dolorido y lo froté suavemente trazando pequeños círculos. Luego, parpadeé un poco y esperé a que mis ojos se acostumbraran a la luminosidad de un astro frío y pálido que ahora parecía rabiosamente vigoroso. Sí, a pesar de sus limitaciones, había mucha más luz allí fuera que en la dependencia austera del Regissimus.

Miré hacia el suelo yermo, descendí con cuidado de la plataforma sobre la que estaba elevada la covacha y comencé a caminar en dirección a mi caballo. No hubiera podido explicar por qué, pero no tenía la menor duda de que mi misión en aquel castra había concluido.

Sentí un leve malestar al descubrir el lugar donde me esperaba mi montura. Era cierto que en los últimos tiempos había logrado subirme con cierta soltura, pero ¿qué sucedería si no lo conseguía ahora? No es que me importaran las más que seguras carcajadas y mofas de los legionarios. No, en realidad, lo que temía era que mi falta de destreza ecuestre comprometiera la fiabilidad de mi mensaje.

Allí estaba. Casi parecía feliz, seguramente, porque le habían dado de beber y había podido comer algo de forraje. Bueno… Levanté por un instante la vista al cielo, respiré hondo y me encomendé al Altísimo. A fin de cuentas, me dije intentando infundirme ánimos, era Él quien iba a quedar en entredicho si no lograba montar con soltura. Tomé carrerilla, puse las manos en los dos cuernos de la silla que se hallaban más cerca de mí e intenté bascular todo mi cuerpo de cintura para abajo en un movimiento ágil y ascendente. Fue tan rápido que cuando quise darme cuenta, mis nalgas habían caído sobre la silla con una facilidad que me sorprendió. Desde luego, había que reconocer que la Providencia tenía curiosas maneras de intervenir en la vida de los hombres.

– No montas mal para no ser un eques.

Moví la cabeza hacia el lugar de donde procedía la voz. Quien se había dirigido a mí era un eques joven, desde luego mucho más joven que yo. De barba y cabellos negros, en su rostro se dibujaba una sonrisa risueña, casi hubiera podido decirse que alegre. A decir verdad, de él parecía desprenderse algo que contrastaba profundamente con aquel castra, [8] por no decir con el Regissimus.

– Soy Artorius -dijo a la vez que me tendía la mano.

Por un instante, dudé si debía aceptar su saludo. Si me mantenía erguido en la silla, los cuatro cuernos me sujetaban, pero si me inclinaba hacia un lado… Bueno, la Providencia que me había ayudado a subirme, no iba a lanzarme contra el suelo. Estreché su antebrazo a la vez que pronunciaba mi nombre.

– Soy… físico -añadí.

– Yo estoy a las órdenes de Catavia, el magister militum del castra -me dijo.

– ¿Tienes algo que ver con Lucius Artorius Castus? -pregunté.

Por un instante, el muchacho pareció desconcertado, pero enseguida la sonrisa volvió a dibujarse en su rostro.

– ¿No me digas que has oído hablar de mi abuelito? -interrogó con expresión burlona.

Sí, por supuesto, que había oído hablar de él. Lucius Artorius Castus había sido praefectus castrorum de la Legión VI Victrix, la que tenía su base en Ebocarum. Desde entonces había pasado mucho tiempo, pero las hazañas de aquel Artorius formaban parte de los relatos que se recitaban al amor del fuego en las noches desapacibles de lluvia.

– ¿Quién no ha escuchado alguna vez hablar de las batallas que Lucius Artorius Castus libró contra los barbari? -respondí.

El nieto del antiguo héroe romano dejó escapar una carcajada.

– Sí, es verdad. ¿Quién no lo ha hecho? Por cierto, ¿tienes intención de quedarte a ejercer tu ciencia entre nosotros? No quiero engañarte. Trabajo no te va a faltar, pero la paga…

– No pienso quedarme -le informé escuetamente.

– Ya… -dijo Artorius mientras la sonrisa se desvanecía de su rostro-. Comprendo…

– Me temo que no, que no comprendes -señalé-. No se trata de la paga, ni tampoco… tampoco de miedo al peligro. Simplemente es que mi misión es otra.

– ¿Tu misión? -repitió con la sorpresa pintada en el rostro-. Pero… pero si eres físico… ¿tu misión no debería ser la de curar a los que padecen alguna dolencia?

– Los enfermos no faltan fuera de este castra -repuse.

– Sí, claro, sin duda -reconoció Artorius a la vez que su peculiar sonrisa volvía a asomársele a los labios-. ¿Quién sabe? A lo mejor, si Dios quiere, volveremos a vernos algún día.

– Si Dios quiere, así será -dije mientras le tendía la mano para despedirme.

Cuando crucé a lomos de mi caballo el umbral del castra, en mi corazón alentaba la convicción de que Dios iba a querer, aunque ignoraba el cómo, el cuándo y el porqué.

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[8] Debería decir castrum, neutro singular, en vez de castra, el plural del neutro [Nota del escaneador]. Nótese esto mismo a lo largo del diálogo siguiente.

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