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Estaba intentando reprimir el asco que me provocaba aquel comistrajo indefinido cuando Artorius se me acercó sujetando su escudilla con la mano izquierda.

– Físico, he de hablar contigo -dijo mientras se metía la cachara de madera en la boca y masticaba con lo que parecía notable satisfacción.

– Domine -respondí- ¿adónde quieres que vayamos?

– ¿Vayamos? -dijo Artorius a la vez que elevaba las cejas sorprendido por mis palabras-. Oh, aquí se está bien.

Y subrayó las últimas palabras apuntando con la cachara de madera a un trozo del suelo que parecía menos empapado que el resto del castra. Sólo deposité las posaderas en tierra cuando vi que Artorius lo hacía e insistía con un gesto en que lo acompañara.

– He escuchado machas cosas sobre ti, físico -me dijo

Artorius a la vez que se llenaba otra vez la boca de aquel comistrajo verdaderamente inmundo que, de buena gana, yo hubiera cambiado por un pedazo de pan bien cocido-. Cualquiera sabe lo que hay de cierto en ellas, pero sí tengo interés por saber lo que piensas de nuestra situación.

Más que pensar, lo que me gastaría es conocerla, estuve a punto de responderle. Pero no lo hice. Algo más poderoso que yo me mantuvo en silencio.

– Como ya sabrás venimos de combatir a los hombres de Hibernia… -comenzó a decir mientras seguía llenándose la boca de aquel potaje-. Es verdad que los hemos vencido. No fue fácil, pero los derrotamos. Y, sin embargo… bueno, físico, no sé cómo decírtelo… yo sé lo que puedo hacer y lo que no puedo y todo esto…

Deposité mi escudilla en el suelo y miré a Artorius como indicándole que lo escuchaba, que podía decirme todo lo que considerara pertinente, que estaba allí precisamente para que abriera totalmente su corazón.

– Físico -prosiguió mientras terminaba con su ración-. Yo sólo soy un miles, un eques, para ser exactos. No nací en una gran ciudad sino en Dumnonia. Cuando tenía sólo quince años entré en el ejército romano. Un año antes de que el imperio desapareciera por la acción de los barbari fui ascendido a jefe de caballería por Catavia, el magister militum de una de nuestras bases. No debía hacerlo mal porque al cabo de tres años me nombraron dux de uno de los castra. Era un enclave pequeño, ¿sabes?, no gran cosa, pero tenía cierta importancia para poder defendernos de los barbari. Cumplí con mi deber adecuadamente. Sé que es así porque un día Aurelius Ambrosius, el Regissimus, me convocó ante su presencia. Yo no tenía ni idea de lo que podía querer de mí, pero, obedecí, claro está y, para sorpresa mía, me nombró procurator rei publicae…

Procurator rei publicae. Se trataba de un cargo sólo a medias militar. Por supuesto, implicaba tener soldados sometidos a las órdenes de uno, pero también significaba ejercer funciones casi civiles. Por lo menos, administrativas ya que su misión principal era la de realizar requisas destinadas a las legiones.

– … lo hice lo mejor que pude, físico -dijo Artorius mientras depositaba la escudilla totalmente vacía en el suelo sucio y húmedo- pero yo soy un simple eques. Tenía que conseguir forraje y comida y ropas… Me vi obligado a entrar en algunos de los pocos monasterios que quedaban en pie…

¡Monasterios! ¿Artorius se había atrevido a realizar requisas en monasterios? La verdad es que no sabía si interpretar todo aquello como una muestra de torpeza, de falta de escrúpulos o de maldad.

– Pero tú eres cristiano… -dije.

– Sí -sonó débil la voz de Artorius- lo soy, pero mis órdenes eran terminantes. Se trataba de evitar que los hombres que combatían murieran de hambre… ¿Ves? Era lo que deseaba decirte… Combatiendo soy eficaz, pero en otras cosas…

– ¿Se quejaron los monjes? -pregunté-. ¿Te castigaron?

– Sí… no… bueno, quiero decir que sí, los monjes protestaron. Alegaban que no se respetaba nada de lo que había dispuesto hacía más de siglo y medio el emperador Constantino y luego habían confirmado otros césares. Creo que… bueno, seguramente, tenían razón, pero ¿qué podía yo hacer? Aurelius Ambrosius los escuchó y decidió que no debía seguir desempeñando las funciones de procurator reí publicae.

– Así que te apartó del mando… -sugerí intentando facilitarle que continuara un relato que le resultaba oneroso proseguir.

– No -respondió Artorius mientras estiraba la palma de la mano para comprobar si llovía-. Sólo dejé de ser procurator. Pero me nombró magister militum.

– O sea que te ascendió -concluí.

El rostro de Artorius quedó iluminado por una sonrisa amplia y alegre semejante a la del niño que ha descubierto que su compañero de entretenimientos ha entendido la jugada y, a pesar de todo, no le importa.

– Sí -reconoció-. La verdad es que Aurelius Ambrosius estaba muy enfermo ya. No podía ni siquiera sostenerse sobre la silla de montar, pero sabía que la noticia de su muerte hubiera sido terrible. Decidió encerrarse en su casamata y esperar a que la enfermedad terminara de consumirlo. En otro momento, aquello hubiera sido una desgracia, pero quizá no hubiera tenido mayores consecuencias. Lo malo es que coincidió con nuevos ataques de los barbari…

La sonrisa se borró de la cara de Artorius al pronunciar las últimas palabras.

– No menos de doce veces chocamos con los barbari, físico -prosiguió narrando- y en todas las ocasiones salimos victoriosos. Pero ¡a qué precio! Los barbari arrasaban los campos cuando llegaban por codicia y cuando se retiraban por venganza. Luego… luego tampoco se podían sembrar porque no había quedado simiente o porque los campesinos habían muerto o porque las tierras eran abandonadas ante el temor de que los barbari regresaran. Durante estos años hemos sido como una barquilla que, en medio del mar, sobrevive a una tormenta tras otra, cada vez más maltrecha y siempre con la duda de si no será la última vez. Y eso por lo que se refiere a los campesinos, que por lo que respecta a las legiones… mira en derredor de ti. En su mayoría, los milites son jovencitos o viejos. Apenas hay hombres jóvenes o incluso maduros, y ¿sabes por qué? Porque en su inmensa mayoría han muerto…

Las palabras de Artorius confirmaron mis peores impresiones. Se mirara como se mirase, estábamos apurando los últimos restos de la copa, una copa que, en otro tiempo, estuvo rebosante.

– ¿Cómo fue el encuentro con los barbari de Hibernia? -pregunté.

La mirada de Artorius se nubló y sus labios se contrajeron como si se viera aquejado de un dolor agudo en las entrañas que deseaba evitar a toda costa.

– Terrible, físico, terrible -dijo-. Los vencimos, por supuesto. Y no me cabe la menor duda de que si hubieran logrado desembarcar con todas sus fuerzas hubieran anegado lo poco que queda de la cruz y de Roma en esta isla, pero…

Se pasó la mano por la barba como si le acometiera un repentino picor.

– Bueno, físico -prosiguió- las pérdidas fueron horrorosas. Al principio, intentamos contenerlos simplemente. Nuestro objetivo era actuar como un bastión frente a los invasores. Pensaba yo que podríamos causarles tantas bajas que se verían obligados a reembarcar, pero… pero me equivoqué. Me equivoqué terriblemente. Al final, físico, no me quedó más remedio que lanzar a mis hombres una y otra vez sobre aquellas fieras que aullaban y gritaban como si procedieran del mismísimo infierno. Los estragos que les ocasionamos fueron espantosos, lo sé, y, gracias a Dios, volvieron a subir en sus naves y se marcharon de nuestras playas, pero… no te puedo ocultar la verdad. Si en esos momentos hubiéramos sido objeto de un nuevo ataque, por poco enérgico que hubiera resultado, apenas habríamos conseguido resistir unas horas.

Un silencio espeso descendió sobre nosotros, el mismo silencio que reina tras el horrible fragor de la pelea en los campos de batalla o tras los responsos pronunciados en los camposantos. Sin embargo, aquella triste quietud no duró mucho.

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