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– Camulodunum -dije-. Sospecho que su estado no será el mejor. Pero eso tiene arreglo. Levantaremos los muros caídos, engrosaremos sus bastimentos y daremos cabida al más alto tribunal de Britannia

– ¿Un tribunal? -preguntó sorprendido Artorius-. ¿Y cómo…?

– La garantía de la ley y del orden será un nuevo cuerpo de jinetes -respondí-. Mira, domine.

Tracé una línea que unía las distintas cruces y que, en todos los casos, desembocaba en Camulodunum.

– Durante los próximos meses, repararemos estas calzadas -dije-. Habrá que olvidarse de otras, lamentablemente, pero éstas son esenciales. Estos caminos, cuando se encuentren en condiciones, nos permitirán unir los distintos castra y comunicarnos con Camulodunum. De esa manera, en pocas horas, cualquier invasión podrá ser repelida por un ejército de caballería. Quizá se trate de una fuerza inferior numéricamente, cierto, pero será más rápida y estará mejor armada. Conseguirá deshacer sus líneas, desarticular sus posiciones y perseguir a los que se retiren hasta aniquilarlos por completo.

– Supón -señaló Artorius sin levantar la vista del mapa que había trazado en tierra- que somos derrotados.

– Entonces podremos retirarnos con rapidez y reagrupar nuestras fuerzas con facilidad y, por supuesto, una vez repuestos, seguir golpeando. Es justo lo que ahora resultaría imposible. A decir verdad, así ha acontecido durante décadas.

Aunque viviera mil años, nunca podría olvidar lo que fueron los meses siguientes a aquella conversación. Bajo lluvia y bajo sol, con frío y con viento, sin abrigo y sin provisiones, Artorius y yo recorrimos a caballo lo que quedaba del muro que siglos atrás había levantado el emperador Adriano. Como yo imaginaba, era muy poco lo que podía aprovecharse de aquellas murallas, en otro tiempo sólidas y seguras. No contábamos con hombres suficientes como para cubrir aquellas extensiones, y aunque así hubiera sido no disponíamos ni de medios ni de tiempo para volver a levantar aquellas defensas indispensables. A pesar de todo, sí pudimos aprovechar algunas de las torres centenarias. A decir verdad, nos bastaba con que estuviera al lado de una calzada para intentar repararla y convertirla en el centro de la vida de toda la zona. Una docena de equites, un juez -que no siempre residía en el lugar-, una iglesia y la seguridad de que llegarían de vez en cuando comerciantes ansiosos de ofrecer sus mercancías transformó aquellos lugares semiderruidos en pequeñas y florecientes poblaciones.

En realidad, fue como el crecimiento de una planta. La seguridad de que allí encontrarían ley, orden y paz atrajo a los campesinos atemorizados que, desde hacía años, se ocultaban en lo más profundo de los bosques. También llevó a que disminuyeran las incursiones de los bandidos barbari cercanos a nuestras fronteras. Todos los que viven del robo y de la extorsión, están dispuestos por naturaleza a expoliar a los débiles, pero se lo piensan dos veces a la hora de atacar una población que puede recibir algún tipo de ayuda.

No hay que creer nunca en las leyendas por hermosas que resulten. En aquellos años, el saqueo no desapareció del todo, la violencia no quedó por completo erradicada y los barbari siguieron aprovechando cualquier oportunidad para quemar iglesias, pero aun así, poco a poco, en todos los britanni comenzó a calar la convicción de que era posible vivir de una manera casi normal y no como un ciervo sangrante cuyas heridas abiertas sólo sirven para despertar aún más la codicia insaciable de las fieras salvajes.

Se han contado muchas cosas sobre Camulodunum, hasta el punto de que algunos han llegado a decir que el lujo más increíble y la belleza más inverosímil se daban cita de manera desbordante por sus calles, e incluso que recordaba poderosamente a la antigua Roma. Por supuesto, nada de eso es verdad. Sí es cierto que en aquella ciudad pareció que revivía todo lo que de bueno había representado Roma. Hasta allí podían llegar los que no estaban de acuerdo con los jueces locales; los que tenían ideas para mejorar la vida de sus semejantes; los que buscaban la ayuda y la cultura que sólo el cristianismo podía brindar. Hacia allí podían dirigirse e incluso encontrar lo que deseaban.

Para los que han nacido en los últimos años no es fácil entender lo que significó Camulodunum y, seguramente por eso, ni lo valoran ni piensan que se pueda perder. Al abrir los ojos por primera vez, nada más salir del claustro materno, ya había ley y orden, derecho y equidad, paz y pan. Quizá así debería ser siempre, pero lo cierto es que en aquellos meses, Artorius dio a Britannia lo que no había conocido en siglos. Porque -y esto debe quedar claro- todo el mérito fue del nuevo Regissimus. Podía pasar horas y horas sin bajar de la silla de montar, y dejar de dormir durante días y días. Apenas se supo lo que estaba llevando a cabo, la gente acudía a recibirlo en masa. Hiciera el tiempo que hiciese, se agolpaban para aclamarlo, para bendecirlo, para exponerle sus problemas y para suplicarle que no los abandonara. Que no los abandonara. Sí, creo que aquélla fue la frase que más escuché en aquellos meses. Durante décadas, los britanni se habían visto abandonados. Primero, por los césares; luego por los sucesivos gobernantes y, finalmente, por un Regissimus bueno y justo, pero al que la enfermedad postró consumiéndolo poco a poco hasta matarlo. Ahora, Britannia contaba con alguien que pasaba las noches en vela para que sus habitantes pudieran dormir tranquilos.

Y, sin embargo, Artorius no sólo tenía que enfrentarse con un trabajo descomunal o con la perspectiva, nada imposible, del agotamiento y la enfermedad y la tristeza que siempre lo siguen. Para esos menesteres a fin de cuentas disponía de la ayuda de veteranos como Caius o Betavir, o incluso yo mismo. No, lo que minaba de una manera desapercibida, pero constante la vida de Artorius era la cercanía de una mujer llamada Leonor de Gwent. Y es que, desafortunadamente, Leonor era su esposa.

Por supuesto, no ignoro las versiones que circulan sobre aquella mujer, en no escasa medida difundidas por ella misma. Sin embargo, yo la conocí. Supe de la manera en que encontraba insoportable que Artorius brindara su ayuda a los demás, en que lo cubría de continuas quejas cada vez que regresaba de uno de sus numerosos viajes; en que disimulaba ante los que le pedían justicia sonriéndoles a pesar de que los despreciaba y los encontraba odiosos; en que se negaba a tener hijos y, a fin de cuentas, en que le amargaba una existencia que era de por sí muy difícil y estaba volcada al servicio ininterrumpido de los que lo necesitaban. Que se trataba de una mujer atractiva -aunque, quizá, con rasgos un tanto duros- es algo difícil de negar, que constituía una espina en el costado del Regissimus es algo de lo que doy fe.

– Otro hombre que no hubiera sido Artorius habría buscado -y seguramente encontrado- consuelo a aquellos sinsabores en los brazos de alguna mujer. Se hubiera tratado de un pecado grave, lo sé, pero también sé que no le hubiera impedido hallar el consuelo de algún presbítero comprensivo. Me consta también que no le hubieran faltado amantes porque, a buen seguro, que ejercía sobre muchas hijas de Eva un atractivo que nunca acabé de entender. Sin embargo, Artorius era un hombre profundamente religioso y cuando digo esto no me refiero a que acudiera a la iglesia con frecuencia o se acercara a la Cena del Señor en numerosas ocasiones. No, he conocido suficientes canallas que cumplen con los preceptos eclesiásticos como para saber que esos comportamientos exteriores no quieren decir mucho. Lo de Artorius era diferente.

Aunque no era especialmente agudo ni inteligente ni brillante, todo su ser estaba impregnado de un sentimiento profundo de la justicia, de una justicia tan limpia y noble que se conectaba de manera natural y sencilla con su fuente, es decir, con el mismo Dios. De la misma manera, que hubiera rechazado ron horror el fallar un pleito en favor de la parte que no tenía razón, la simple idea de tener una amante le causaba un profundo disgusto y un desasosegante desagrado. ¿Cómo iba a vio lar los votos que había pronunciado años atrás, cuando era un simple miles a las órdenes de Aurelius Ambrosius? ¿Cómo iba a romper una promesa él que se esforzaba por garantizar con la espada el cumplimiento de las que otros formulaban? ¿Cómo iba a pasar por alto el cumplimiento de la ley divina aquel que era el defensor de la aplicación impecable de la humana? No podía hacerlo y, así, el hombre del que dependía la pervivencia de Britannia frente a sus enemigos se vio aquejado de una enorme, inmensa y peligrosa debilidad.

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