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Guardé silencio y di un par de palmadas en el pescuezo a mi montura. Daba la sensación de que entendía la conversación y se ponía nerviosa. Ni el caballo se lo podía permitir, ni yo estaba dispuesto a tolerárselo.

– Por supuesto -reanudé mi respuesta-. No tenemos ninguna garantía de que saldrá bien, pero creo que es la única opción que se nos presenta. De no actuar así no tendremos más futuro que el de ver cómo nuestros hombres son diezmados en un combate tras otro con los barbari.

Artorius no dijo nada. Se limitó a tirar suavemente de las riendas para desviarse a la derecha y cuando su montura se separaba de la mía musitó un afectuoso «Nos veremos en el campo de batalla, físico».

Cabalgamos durante el resto del día y sólo la negrura más absoluta nos impidió continuar el viaje a lo largo de las horas nocturnas. Algunos se sintieron incómodos por aquel tiempo en que nos vimos obligados a mantenernos quietos, pero creo que, en realidad, fue una suerte. Si hubiéramos seguido forzando los caballos, habrían reventado al día siguiente y además la infantería no hubiera conseguido darnos alcance. De esa manera, pudieron descansar algo antes de que los dedos rosados del Alba nos invitaran a ponernos de nuevo en camino.

Hubiéramos deseado encontrarnos con alguien que nos informara del avance de los barbari, pero no tuvimos esa fortuna. A decir verdad, cuanto más avanzábamos más nos poseía la sensación de que no debía quedar vida alguna entre ellos y nosotros. Casi con absoluta seguridad, los invasores debían haberse adentrado en nuestro territorio y haber atrapado a nuestros hombres, bien escasos dicho sea de paso, por la espalda. A esas alturas, o ya no contarían con la posibilidad de cruzar las líneas enemigas para llegar hasta nosotros o serían esclavos. Y eso si es que no habían perdido ya la vida.

Cabalgamos todavía durante una jornada más antes de saber algo de los barbari. Habíamos recogido el castra y debíamos de llevar no más de una hora de camino cuando uno de los exploradores llegó a galope tendido hasta nuestra columna.

– ¡Están a unos dos mil pasos! -gritaba mientras espoleaba su caballo en busca de Artorius-. ¡Están a unos dos mil pasos!

No estaban a dos mil pasos. A decir verdad, ni siquiera creo que se encontraran a mil quinientos. Y lo que era peor, sabían dónde estábamos y avanzaban formados ya en orden de batalla. Sí, en orden de batalla, porque aquellos barbari no eran salvajes ignorantes que se lanzaran de manera desordenada pensando tan sólo en avasallar al adversario con su abrumadora superioridad numérica. Todo lo contrario. Sus fuerzas formaban una cuña que me recordó, salvando las distancias, a la falange creada por Filipo de Macedonia y perfeccionada por su hijo, el gran Alejandro. Aquella punta de hierro debía desventrar cualquier fuerza de infantería que se le opusiera, a la vez que rechazar todos los posibles ataques. Contemplé con verdadero pesar que aquel triple muro de metal era más impresionante que el nuestro y que sus escudos largos y bruñidos incluso le proporcionaban un aspecto no por salvaje menos majestuoso. Sí, intentarían que nos desangráramos chocando contra ellos y luego cargarían sobre nosotros, cuando ya estuviéramos exhaustos, para terminar de aniquilarnos.

– ¡Caius! -escuché que gritaba la voz revestida de autoridad de Artorius-. ¡Que ninguno de los hombres se mueva hasta que lo ordene! ¡Que nadie dé ni un solo paso!

Sin dejar de observar las maniobras enemigas, el Regissimus se colocó a mi lado.

– No crees que avancen, ¿verdad? -me dijo en voz tan baja que casi resultaba inaudible.

– ¿Lo harías tú, domine? -respondí.

Una sonrisa rápida iluminó por un instante el rostro del Regissimus. No, por supuesto que si él hubiera estado en el lugar de los barbari, no habría sacrificado a sus hombres en una sucesión de cargas pudiendo desgastar antes al adversario.

– Me temo que tendrán que esperar durante todo el día -comentó Artorius-. Sólo nos enfrentaremos con ellos en condiciones favorables para nosotros.

A continuación se llevó las manos a la boca como si fueran una bocina y gritó:

– ¡Caius, primer paso!

Nada mas dar Artorius la orden, Caius se apresuró a cumplirla. Con una notable rapidez, la columna de infantería se transformó en una fila continuada mientras que la caballería pasaba a retaguardia. No contábamos con efectivos suficientes como para reproducir la formación de una legión romana, pero, al menos, estábamos dispuestos a imitar en lo más posible su dispositivo de defensa. En tan sólo unos instantes, se había constituido una línea de cuatro en fondo que se cubría con los escudos en algo que debía recordar lejanamente a la antigua testudo. Apenas habían adquirido aquella forma los soldados cuando en nuestra pared de metal se abrió una serie de boquetes por los que salieron algunos de nuestros hombres. A decir verdad, no podía decirse que nuestras fuerzas contaran con uniformes, pero aquéllos iban vestidos de manera aún mas extraña. Ataviados con colores vistosos, se colocaron delante de la pared de metal y empezaron a gritar a los barbari. Viéndolos contorsionarse y moverse como animales borrachos, llegué a la conclusión de que si aquellas acciones de provocación no sacaban a las fuerzas enemigas de su inmovilidad, nada lo haría. Pero una cosa era lo que yo pensaba y otra muy diferente lo que pasara por el corazón de los barbari. A decir verdad, no tardó en quedar de manifiesto que nuestra añagaza no estaba dando resultados. Los invasores se mantenían impertérritos a la espera de que nosotros les embistiéramos. Y así, en contra de lo que hubiéramos deseado, permanecieron inmóviles mientras el sol se elevaba en el horizonte. Entonces decidí que había que actuar de otra manera.

El Libro Santo relata que cuando Josué, siguiendo las órdenes expresas de Dios, se dirigía a conquistar la ciudad de Jericó, se encontró con el jefe de los ejércitos angelicales. Turbado por aquella inesperada aparición, Josué le preguntó: «¿Eres de los nuestros o de nuestros enemigos?». Pero el ser angelical se limitó a decir: «No, pero en mi calidad de jefe de los ejércitos del Señor me encuentro aquí». No. No. ¡No! Ésa fue la respuesta del ángel.

La guerra es uno de los fenómenos más terribles con que se enfrentan los hijos de Adán. Bien es verdad que, a diferencia de la vejez, la enfermedad y la muerte, no son pocos los que se ven libres de su flagelo. No todas las guerras son iguales, desde luego. Las desencadenadas por los barbari son siempre injustas ya que sólo pretenden aniquilar la civilización para sustituirla por su abominable barbarie. Defenderse de semejantes agresores que, primero, entraron por nuestros limes y, después, una vez dentro, decidieron arrebatarnos nuestras vidas y haciendas, me parece no sólo justo sino indispensable. Indispensable a menos que estemos dispuestos a considerar justo que degüellen a los inocentes y que arrasen todo lo que de hermoso y noble se ha levantado alguna vez. Sin embargo, ninguna de esas circunstancias priva a la guerra de su horror. Por eso, seguramente, el caudillo de los ángeles no está con nosotros ni con nuestros enemigos y sólo puede decir no y señalar que está presente. Presente dando testimonio de que Dios no aparta los ojos del dolor de los hombres.

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