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Detuve en seco mis pasos y clavé la mirada en el desvencijado portón del añoso castra. Dos soldados, que llevaban sobre los hombros y el rostro el capote pardo de las otrora altivas legiones, lanzaban por la boca entreabierta involuntarias columnas de vaho. ¡Dios santo! Aquel panorama era peor que el de algunos -no tantos- años atrás. Y entonces fue como si un Hambriento despertara de un sueño repleto de manjares y descubriera que ni siquiera tenía un mendrugo miserable que llevarse a la boca. Allí, a unos pocos pasos, se encontraba -no sabía si vivo o muerto-. Aurelius Ambrosius. Sí, bien, pero ¿qué tenía que ver eso conmigo?

-Quod vis?

Hacía años que no había escuchado hablar en la lengua del antiguo imperio y ahora al sentir cómo aquellas dos palabras se introducían en mis oídos helados percibí una calidez especial, casi como si regresara al regazo acogedor y tierno de mi madre, de aquella madre que había tenido tiempo atrás y que había muerto sin tenerme cerca.

-Regissimum videre volo [12] -respondí con el tono de mayor autoridad que me fue posible.

Intercambiaron los centinelas una mirada fugaz de sorpresa, pero no despegaron los labios. Sin duda, estaban más que sorprendidos por la llegada de un desconocido que presentaba aquellas pretensiones.

– Qui es? [13] -indagó finalmente uno de ellos.

-Physicus sum, miles [14] -respondí con cierta aspereza-. Regissimus me videre vult. [15]

El legionario frunció el ceño. No estaba convencido de la verdad de mis palabras, pero, obviamente, tampoco deseaba crearse problemas. En su cabeza debió mezclarse el pensamiento de que si era un físico, quizá me estarían esperando con urgencia, con el de lo peligroso que resultaba permitir que los desconocidos se acercaran sin deber a gente con autoridad.

-Miles… [16] -comencé a decir para intentar convencerle. No fue preciso que terminara la frase. El legionario lanzó un escupitajo al suelo y con él debieron marcharse las dudas porque mirándome exclamó:

-Vade mecum.

Cruzamos el negro umbral juntos. No se podía negar que el tiempo había dejado su huella despiadada en aquellas dependencias. Había menos legionarios, apenas se veían caballos y los bastimentos presentaban un aspecto en verdad ruinoso. Mis conocimientos del arte bélica eran limitados, pero no me cabía duda de que aquel castra podía ser tomado sin demasiado esfuerzo por un contingente de barbari con tal de que poseyera algo de audacia. Con seguridad, ni siquiera sería preciso que resultara particularmente numeroso.

Mientras nos dirigíamos a la dependencia sombría donde me había encontrado años atrás con Aurelius Ambrosius observé la calidad de los escasos efectivos con los que contaba el Regissimus. Eran ancianos y mozalbetes. Sí, viejos y jovenzuelos, casi sin excepción. No había un solo hombre en edad madura salvo los dos centinelas que había contemplado en la puerta del castra. Inquieto comencé a preguntarme por las razones de lo que se me ofrecía a la vista. ¿Acaso habían muerto todos los hombres de Britannia y ésos eran los únicos reemplazos posibles? ¿Existían mozos hechos y derechos que hubieran podido servir en las legiones, pero resultaba imposible lograr que se integraran en ellas? ¿No había a la vista verdaderos legionarios porque en ese momento se hallaban empleados en alguna misión fuera del castra? Me formulé todas y cada una de esas preguntas y me sentí incapaz de responderlas. Por añadidura, llegué hasta la casamata desgastada en la que se alojaba Aurelius Ambrosius y tuve que interrumpir mis poco risueños pensamientos. Como sucedía con el resto del castra, también aquel lugar dejaba de manifiesto un despiadado paso del tiempo. Algunos de los pilotes que sujetaban la plataforma de madera creada para evitar que el agua entrara en el lugar se habían podrido por acción del paso del tiempo y de la humedad. Sin embargo, nadie los había repuesto y para evitar que la estructura se desplomara se habían visto obligados a introducir gruesos pedruscos entre la tierra y el suelo del deteriorado edificio. No cabía duda de que las legiones habían dejado mucho que desear en aquellos años en que mi vida había discurrido en la isla de Avalon. En otro momento, hubiera sido verdaderamente imposible encontrar aquellas muestras de dejadez, de decadencia, de debilidad. Ahora debía ser lo normal si sucedía incluso en el castra del Regissimus.

El legionario me hizo un gesto para que me detuviera y subió la escalerilla bamboleante que conducía a la entrada. Observé cómo intercambiaba algunas frases con el centinela y cómo éste clavaba sus ojos en mí y, acto seguido, entraba en la sucia casamata. No puedo decir que tardara mucho. Creo que no había dado tiempo para contar hasta doscientos, cuando el centinela salió y me llamó moviendo los dedos de la mano derecha.

Recordaba la penumbra casi impenetrable que me había recibido unos años antes. Ahora resultó mucho peor. No sólo la oscuridad no era un punto menos tenebrosa, sino que además el aire estaba impregnado de un olor penetrante y fétido. En un primer momento, hubiera dicho que era similar al de los vapores espesos de una cloaca rebosante, pero pronto me di cuenta de que aún resultaba peor. Era como si en aquella estancia se hubiera acumulado una sucesión prolongada de orines e inmundicias, como si los desechos que expele a diario el cuerpo humano hubieran quedado fijados a las paredes y al suelo convirtiendo el ambiente en algo casi sólido e irrespirable. ¿De dónde procedían aquellas miasmas? ¿Cómo era posible estar allí sin sofocarse?

– ¿Eres tú, físico?

No pude evitar un respingo al escuchar aquellas palabras pronunciadas en un tono quejumbroso y apenas audible. Giré sobre mí mismo intentando descubrir a la persona que había formulado aquella pregunta. Sin embargo, la espesura de las sombras no me permitió vislumbrar a ningún ser humano.

– Físico… físico… ¿eres tú?

Una pinza opresiva de angustiosa ansiedad se cerró sobre mi corazón como si disfrutara oprimiéndolo. ¿Dónde estaba el sujeto que se dirigía a mí? ¿Quién era? De repente, me pareció distinguir un bulto borroso en medio de las tinieblas profundas que me envolvían como si se tratara de un manto opaco. Parpadeé intentando aclararme la visión, pero fue inútil. Me sentí tan desesperado, tan impotente que recuerdo que apreté los puños intentando reprimir mi irritación.

– Soy el físico -dije-. ¿Eres tú Aurelius Ambrosius?

Un estertor semejante a los que había podido escuchar otras veces en desdichados a punto de expirar fue toda la respuesta que obtuve.

– Te suplico que me hables -rogué consternado-. Sólo así podré saber dónde te encuentras.

– E…es… toy aquí… -me respondió una voz que parecía impulsada por una respiración trabajosa y cargada de dificultad.

Me dirigí a oscuras hacia el lugar. De repente, sentí un dolor agudo en la rodilla. En mi apresuramiento, había dado contra lo que debía ser un sillón. Sin embargo, no emití una sola palabra de queja. Aparté con cuidado el inoportuno mueble y continué caminando con cautela. Fue así como al cabo de tres o cuatro pasos choqué con un catre del que procedía un olor aún más fuerte del que se aferraba nauseabundamente a mi nariz.

– ¿Aurelius Ambrosius? -indagué intentando no abrir demasiado la boca y así evitar que aquella espantosa fetidez me entrara en la garganta.

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[11] ¿Qué quieres?

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[12] Quiero ver al Regissimus.

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[13] ¿Quién eres?

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[14] Soy físico, soldado.

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[15] El Regissimus quiere verme.

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