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Una de esas noches -noches aburridas rebosantes de bebidas fermentadas y risas- abandoné el festín antes incluso de lo acostumbrado. A esas alturas, ya habían comenzado las rondas de brindis por la derrota de los barbari de Hibernia, y de los barbari aplastados en la batalla de la colina y de los barbari que no regresarían a la isla y nadie advirtió que me levantaba discretamente y me dirigía hacia el portón de salida. En efecto, lo franqueé con tranquilo sigilo, una circunstancia que daría pábulo a leyendas estúpidas sobre mi capacidad para desvanecerme en el aire cuando lo único que se había disipado era la lucidez de la mayoría de los presentes y no precisamente por el efecto de alguna poderosa magia, sino por el de un consumo exagerado de pócimas espirituosas.

La mayor parte del calor del cuerpo se escapa por el cráneo y yo había comenzado a perder aceleradamente el cabello que lo protegía de las inclemencias del tiempo. Por eso, nada más encontrarme en el exterior, me subí la capucha sobre la cabeza al percatarme del frío ventoso que atravesaba ruidoso y soberbio aquellas calles de madera y piedra. Apenas mediaban unas docenas de pasos hasta mis dependencias, pero decidí pasear un poco. La luna, amarilla y redonda, arrojaba una luz pálida, pero suficiente sobre la calzada, aquella calzada pétrea y sólida que recordaba que Roma había sido una realidad y no una mera invención atrevida de nuestra imaginación. Fue así como llegué hasta el muro. Hubiera deseado dar media vuelta sin ser advertido, pero no lo conseguí. Por el contrario, los milites advirtieron mi presencia y -lo que era peor- me identificaron. Me bastó para saberlo la forma en que me miraron, en que intercambiaron algunas palabras apenas susurradas y en que enarcaron las cejas con un gesto que lo mismo podía proceder de la admiración que del temor. Por supuesto, ni uno solo se atrevió a preguntarme qué estaba haciendo por allí a esas horas. Debía caerse de su peso que sólo podía tratarse de algo sensato y misterioso.

Estaba a punto de alcanzar mi morada cuando me apercibí de una sombra arrebujada junto a mi puerta. No pude evitar un primer respingo, pero, al percatarme de sus reducidas dimensiones, me sosegué. Más que de una amenaza, debía tratarse meramente de alguno de tantos visitantes que no había podido encontrar alojamiento y esperaba al raso la llegada del nuevo día. Decidí, por lo tanto, que lo mejor sería pasar de largo. Estaba a punto de entrar en el portal, cuando escuché cómo la silueta se levantaba y pronunciaba mi nombre no identificándome como si me hubiera reconocido, sino con un claro acento de interrogación. Dudé un instante. Aquella voz…

– ¡Blastus! -grité-. ¡Magister!

La figurita corrió torpemente a mi encuentro y se abrazó a mí. Lo recordaba más alto y más fuerte, pero ahora me pareció, sobre todo, frágil.

– Entra en mi casa -le dije.

Encendí apresuradamente una lámpara de barro. Cuando su llamita anaranjada iluminó con un modesto resplandor la estancia fue incapaz de reprimir un escalofrío. ¡Cómo había maltratado el tiempo al que años atrás había sido mi maestro! Su cabello negro y abundante se había convertido en una confusa y escasa alineación de blancas guedejas, y su rostro, altivo e incluso imponente unas décadas atrás, ahora me parecía abotargado y rojizo como el de un campesino añoso. La vejez, que suele ser tan despiadada como los niños, no había sido clemente con mi preceptor.

– Supe que estabas aquí… -me dijo a la vez que un brillo especial se asomaba a sus pupilas avejentadas.

– … y decidiste venir a verme -concluí yo su frase con una sonrisa que deseaba ser lo más acogedora posible-. Hiciste muy bien, magister.

– Todo… todo el mundo habla de ti -comentó Blastus repentinamente excitado-. Dicen que Artorius no da un paso sin consultarte porque… porque eres un sabio…

– No es verdad -corté-. La gente exagera… ya lo sabes. Lo han dicho casi todos los clásicos.

– Los clásicos -repitió Blastus mientras su rostro se iluminaba como si sobre él hubieran descendido los rayos amarillos de un sol amable-. No los has dejado nunca, ¿verdad?

– Por supuesto que no -respondí y ahora la sonrisa que apareció en mi rostro resultó sentida y cálida-. Es una cuestión de la que me ocupo todos los días.

– Todos los días, claro -aseveró mientras se le empañaban los ojos.

– A estas horas suelo tomar un poco de leche -dije-. ¿Me hará el honor de compartirla conmigo?

– Por supuesto… por supuesto… -y por el tono en que se expresó llegué a la conclusión de que aquél iba a ser su primer alimento en mucho tiempo.

No me equivoqué. Durante las horas siguientes -sí, horas porque llevábamos años sin hablar- se bebió casi toda la leche que tenía en mi dependencia y devoró un pan entero y toda la mantequilla y la carne seca que le serví.

– ¿Te acuerdas de aquellos años? -me preguntó después de tragar un bocado.

Por supuesto. Claro que los recordaba. ¿Cómo podía olvidar el frío y la escasez y las horas interminables de estudio y disciplina y los varazos y los exámenes interminables? De todo ello guardaba memoria y, sin embargo… sin embargo, ninguna de aquellas remembranzas me llegaba teñida por la amargura o el resentimiento. Todo lo contrario. Me subían ahora del corazón envueltas en una neblina sutil y semitransparente de calidez, de afecto y de añoranza. No deseaba ni siquiera pensarlo, pero no pude evitar sentir que, quizá, aquéllos habían sido los años más felices de mi vida aunque no hubiera sabido verlo así por aquel entonces.

– Has sido el mejor discípulo que tuve nunca… -me dijo mientras, torpemente, se retiraba de los labios unas gotitas minúsculas de leche-. Por supuesto, he enseñado a otros que han sido hombres de provecho, pero tú… siempre fuiste especial.

Guardé silencio. Mi espíritu no había sentido apenas el sosiego desde la batalla de la colina y temía que una palabra inadecuada, que un comentario imprudente, que un gesto indebido lo sumiera en un océano de pesar, demasiado oneroso para poder soportarlo con dignidad.

– ¡Qué cosas cuenta la gente de ti! -exclamó satisfecho Blastus aunque yo no me sentí halagado por aquellas palabras, sino inquieto-. Y tienen razón. Vaya si la tienen…

– ¿Qué haces ahora, magister? -pregunté con una clara voluntad de impedir que Blastus se deslizara por el camino de la lisonja.

– Bueno -me dijo adoptando un gesto totalmente diferente-. Estoy ayudando a restaurar algunas de nuestras iglesias.

Me sorprendió la respuesta. De sobra sabía que Blastus era un perito en Homero y en Virgilio, pero ¿qué tenía que ver eso con nuestros templos?

– Conozco a casi todos los pintores de Britannia -me dijo con orgullo antes de recitar una serie de nombres que me resultaron totalmente desconocidos.

Le dejé hablar. Lo hacía con el mismo entusiasmo, quizá más, con que había desgranado los rudimentos de la gramática griega para mí. Entonces, inesperadamente, dijo:

– Lo conservas, ¿verdad?

No me dio la posibilidad de responder.

– Sé que es así -remachó con un tono de voz totalmente diferente al que había utilizado en las horas anteriores-. Lo sé porque no se puede haber pasado por lo que tú has pasado ni haber hecho lo que tú has hecho, sin conservarlo.

Permanecí en silencio. La realidad -según me parecía- era que Blastus ansiaba más darme su opinión que confirmarla con mis palabras.

– Eso -dijo sin abandonar su tono sereno- es lo más importante que tienes. Cuando Él quiere, tienes Su visión, Sus miras y Su juicio. Otros pueden enseñar y escribir e incluso aconsejar al Regissimus, pero lo que tú posees… Eso es lo que da sentido a tu vida igual que a la mía se lo proporciona el haber sido tu maestro.

Sentí un pujo de ternura al escuchar las últimas palabras. Estaba seguro de que por las manos de Blastus habían pasado docenas de alumnos y, sin embargo, al parecer era yo el que legitimaba toda su vida como preceptor. Me parecía injusto y me propuse decírselo. No me lo permitió. Como si adivinara mis pensamientos, levantó la diestra y dijo:

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