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– ¿Fue entonces cuando pensaste en hacerte vegetariano?

– No, ya hacía años que lo era. Había hecho esa conexión hacía mucho tiempo. Si Bruce era como una persona, entonces también lo era el animal del que procedía la chuleta… simplemente, era una persona a la que yo no conocía. Pero cuando Bruce murió, decidí dejar mi actitud pasiva. Mi madre siempre me había dicho que no estaba bien decir a los demás que no comieran carne. Que era ofensivo. Pero ¿cómo puede ser ofensivo decir a la gente que cese en un comportamiento inmoral? Sería como decirle a un policía que es ofensivo que arreste a un criminal.

– Entonces, cuando descubriste lo de Karen y Cabrón, ¿fuiste a por ellos?

– Es más complicado que eso. Ya hace años que participo en ataques de guerrilla.

– ¿Y el jugador de rugby borracho?

Melford meneó la cabeza.

– Murió trágicamente. Una noche bebió demasiado, se cayó a un estanque y se ahogó. Un asunto muy triste.

– Entonces, ¿vas por ahí matando a gente que mata animales? Es una locura.

– Es justicia, Lem. No me meto con la gente que cría animales para comerlos. No creen que estén haciendo nada malo. Y estoy de acuerdo con el movimiento cuando dicen que nuestra labor es reeducar. Pero a veces la gente que hace daño a los animales es consciente de lo que está haciendo. Cuando me llegó el rumor, un breve sobre la desaparición de mascotas en esta zona, vine a investigar. Mi idea no era resolver el problema por mí mismo, sino ponerlo al descubierto. Pero cuando llegué aquí me encontré con el mismo problema que cuando pasó lo de Bruce. A la policía no le interesaba. Me soltaron un montón de tonterías sobre la falta de pruebas. Pero ¿sabes lo que no dijeron?… Que Oldham Health Services compraba animales perdidos sin hacer preguntas. Te presentas con un animal, dices que es callejero y te dan cincuenta pavos. Y Oldham da mucho trabajo en la zona. Muchos puestos de trabajo y muchos ingresos dependen de su funcionamiento. Así que si no tenían pruebas de que se estuviera secuestrando mascotas para la investigación quizá era porque no querían tenerlas.

– Y decidiste matar a Karen y Cabrón.

– No había otra salida, Lem. Como hoy con Doe. O él o tú. Con Cabrón y Karen… traté de hacer lo más correcto, pero si me hubiera ido sin hacer nada sabiendo que iban a torturar y asesinar a muchos más animales… ¿cómo podría vivir con eso?

Por un momento no dije nada.

– Pero el caso es que estamos hablando de animales, Melford, no de personas. Puedes tener un vínculo con un animal, pero eso no lo convierte en persona.

– Llevamos metidos en esto el tiempo suficiente para que intuya que estás casi de mi lado -dijo Melford-. ¿Crees que está mal que arranquen a los animales del lado de unas personas que los quieren, para torturarlos y matarlos y causar pena y dolor a sus dueños? ¿Crees que hacer eso por dinero es aceptable?

– Por supuesto que no, pero…

– Nada de peros. Está mal secuestrar animales y someterlos a una tortura innecesaria. En eso ya estamos de acuerdo. Muy bien. Entonces, si yo sé que están matando gatos y acudo a las autoridades y las autoridades se desentienden, ¿qué tengo que hacer?

– No sé. Eres periodista. Podrías haber escrito una historia.

– Cierto, podría. Y lo hice, pero mi editor no quiso publicarla. Dijo que no demostraba nada. Hasta pedí a mi padre que los presionara, pero no conseguí nada. Así que en última instancia se trata de detenerlos o de desentenderme con la satisfacción de haber hecho lo que podía.

– Pero eso no puede ser lo correcto. Tiene que haber una solución que no pase por asesinar a la gente que no comparte tus principios.

– Mucha gente estaría de acuerdo contigo, seguramente la mayoría de los miembros del movimiento en defensa de los animales. Jamás aprobarían mis métodos, por más que sus enemigos perpetren crueldades a una escala inimaginable en la historia de la humanidad. Respeto los principios de los pacifistas. Los envidio. Pero alguien tiene que recoger la espada, y ese alguien soy yo. Y no es que lo que hago sea un error, simplemente queda fuera de los márgenes de lo que la ideología permite. Mira a los grandes héroes de la guerra de Secesión. Robert E. Lee. Ahí tienes a un hombre que llevó a miles de hombres a la muerte, que los llevó a matar a miles y miles de hombres, y ¿para qué? Para que los descendientes de la población africana pudieran seguir siendo esclavos. Y hay institutos que llevan su nombre.

– No es lo mismo. Lo entiendo, Melford, de verdad. Pero no puedo evitar pensar que está mal matar a una persona por un animal. No me parece correcto.

– Porque no te molestas en salir del sistema. Tu mente está tratando de liberarse, pero, cuando te alejas demasiado, la ideología extiende sus tentáculos y vuelve a atraparte. No te esfuerzas con el suficiente empeño. ¿Te acuerdas de la nave con los cerdos? Lo tenías delante, lo estabas viendo y seguías diciendo que no podía ser verdad. Tu mente se rebelaba contra tus sentidos porque la información que te daban no coincidía con lo que se supone que tienes que creer.

– ¿Porque aún no me he liberado de la ideología?

– Nunca te liberarás. Puede que ninguno de nosotros lo consiga. Pero no quiero dejar de intentarlo. Haré lo que considere correcto mientras pueda, y si caigo por eso, estoy preparado para afrontar las consecuencias. Había que detener a Karen y a Cabrón, y nadie iba a hacerlo. Así que lo hice yo. Así es como actúo.

Meneé la cabeza.

– Pero no debes hacerlo.

– Claro que no. -Melford asintió-. Tú limítate a repetir esas palabras y el desgarrón en el tejido de la realidad se arreglará solo. Y pronto ni siquiera estarás seguro de haberme conocido. Todo en tu experiencia te dirá que fui producto de tu imaginación, y la realidad de las facturas, los anuncios de la televisión y el cheque semanal se tragará al pobre Melford.

– Te echaré de menos -dije-, pero en parte también lo estoy deseando.

Cuando levanté la vista, Desiree corría hacia nosotros. Sus pechos escasamente cubiertos se movían salvajemente, y no dejaba de gesticular con las manos. No sabía qué quería decirnos, pero parecía importante.

Abrió la puerta de atrás y entró de un salto.

– Corre -le dijo a Melford.

Él pisó el acelerador. Era un coche viejo y no respondió excepcionalmente bien, pero respondió, y ya habíamos llegado al camino de tierra y nos dirigíamos hacia la autopista cuando Melford pudo preguntar.

– Es el laboratorio -dijo ella-. Va a estallar, pero no sé cuánto tiempo tenemos. Mejor nos alejamos de explosiones y nubes tóxicas.

Un buen argumento, pensé. Aun así, sus temores eran innecesarios. Ya estábamos a unos seis kilómetros de allí cuando una densa nube de humo negro se elevó a nuestra espalda. No oímos la explosión, solo la serenata de las sirenas policiales.

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