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Sus dedos se hundían en la tierra mientras trataba de incorporarse sobre su pierna buena, pero el dolor superaba al miedo y volvía a caer. Se volvió a mirar la laguna y -por un instante lo vi en sus ojos- pensó en meterse. Trataría de pasar a través del pozo de mierda para escapar de los cerdos. Y si lo lograba, pensé yo, sería como una especie de redención.

Y entonces desapareció de mi vista. Los cerdos se lanzaron sobre él y durante un extraño momento solo se oyó el sonido de patas y gruñidos. Luego un grito agudo de Doe, más de sorpresa que de miedo. Sus gritos quedaban casi ahogados por el oink oink furioso de los cerdos que trataban de llegar a su cuerpo. Un oink oink aquí y otro allá.

Melford me hizo rodear la laguna con rapidez y volvimos hacia la nave a tiempo para ver a los cerdos congregados en torno al cuerpo. Los que estaban más atrás permanecían quietos, desorientados, como si acabaran de despertar. Luego, un minuto después, solo hubo silencio. Los cerdos seguían inmóviles, confundidos tal vez, y luego empezaron a deambular y a alejarse de la laguna. Como sonámbulos recién despertados, dejaron atrás la nave y se dirigieron a los árboles.

Melford y yo nos volvimos y vimos a Desiree salir de la nave. Llevaba unos vaqueros de color rosa y el top de un biquini verde. Tenía el cuerpo cubierto de sudor y la cicatriz parecía una herida abierta.

– Lo siento -gritó-. No quería que pasara esto. Se me han escapado. Eh, ¿y a vosotros qué os ha pasado?

– Ha sido un accidente -le gritó Melford a su vez.

– Vale. Oye, necesito unos minutos más. Hay una manguera en el otro lado, cerca de donde tenemos el coche. Mientras me esperáis, podéis lavaros un poco.

Las mudas que Melford llevaba en el maletero de su coche nos fueron muy útiles: Hacía demasiado calor para ponerse una sudadera, pero fue lo único de mi talla que encontré y, una vez me lavé y me quité mi ropa, acepté de buena gana aguantar el calor hasta que tuviera ocasión de volver a mi habitación y ducharme con jabón, como Dios manda.

Melford se limpió con esmero. La herida del hombro tendría unos cinco centímetros de largo, pero no era profunda. Lo ideal habría sido que fuera al hospital, pero en el botiquín que llevaba en el coche tenía una pomada con antibiótico. Se aplicó una generosa cantidad y luego me pidió que sujetara la gasa con cinta adhesiva. Después metió nuestra ropa sucia en una bolsa de basura, cogiéndola directamente con la bolsa para no tener que tocarla. La ató y la metió en una segunda bolsa. Supuse que para que el olor no calara.

Ya no nos quedaba más que esperar a que Desiree terminara lo que estaba haciendo. Los dos nos apoyamos contra el coche, yo con una sudadera, él con vaqueros negros, camisa blanca y bambas tobilleras. De no haber llevado el pelo mojado, nadie habría dicho que acababa de pasar por una prueba tan desagradable.

– ¿Se lo han comido? -susurré al fin, rompiendo el silencio.

Él se encogió de hombros.

– No lo habíamos planeado así. La idea era no hacer daño a nadie. Queríamos liberar a los cerdos, liberarte a ti y dejar que B. B., el Jugador y Doe se las arreglaran entre ellos. Con una pequeña ayuda de las fuerzas de la ley.

No sé por qué pensé que lo mejor era no decir nada de la muerte de B. B. Puede que Melford ya lo supiera, o puede que no.

– Entonces, ¿soltar a los cerdos formaba parte del plan desde el principio? Me dijiste que Cabrón y Karen no tenían nada que ver con los cerdos.

Melford sonrió.

– Has pasado por muchas cosas, pero aún no estás preparado para saberlo. No estás preparado para oír toda la historia.

Me mordí el labio, en parte lleno de orgullo y en parte avergonzado por tener que recitar aquello como un escolar inglés conjugando los verbos latinos.

– Tenemos cárceles -anuncié- no a pesar de que los criminales en ellas se vuelvan más hábiles, sino para eso.

Melford me miró.

– Creo que te había subestimado. Sigue.

Pensé en George Kingsley, el brillante adolescente que Toms me había enseñado, el buen chico que se había convertido en un criminal endurecido. Una mente prometedora, destinada a reformar y cambiar el mundo, ahora estaba despojada de expectativas y ambiciones. Se había convertido en un malvado de por vida.

– En su mayor parte los criminales proceden de las zonas marginales de la sociedad, o sea que son los que menos tienen que ganar de la cultura. Podrían ganar cambiándola o incluso destruyéndola y sustituyéndola por un nuevo orden que les favoreciera. Si ese orden sería mejor o peor, eso es otra historia. No tiene importancia. Y, como están en los márgenes, acaban juntándose con gente que viola las leyes y les enseña a violar las leyes. A veces acaban en la cárcel, y allí aprenden a romper leyes más importantes. Y cuando quieres darte cuenta, aquellos revolucionarios en potencia se han convertido en criminales. La sociedad puede absorber enseguida a los criminales, pero a los revolucionarios no. Los criminales tienen su sitio en el sistema, los revolucionarios no. Por eso tenemos prisiones. Para convertir a los desheredados en asesinos. Eso hace daño a la sociedad, es desagradable, pero no la destruye.

– Uau. -Melford me observó con asombro-. Es eso exactamente.

– ¿Cómo lo sabes?

Melford me miró.

– ¿Qué quieres decir?

– Todos vivimos inmersos en la ideología, ¿no? Entonces, ¿cómo puede ser que tú tengas razón y todos los demás se equivoquen? ¿Cómo sabes que tienes razón?

Él asintió.

– No lo sé. Lo que hace que tengas razón doblemente. Pero confío en mí mismo. Y ahora tú también. Así que ya puedes saberlo todo.

Desiree seguía en la nave. Melford arrancó el coche y puso música a un volumen muy bajo. Miró la nave y vi que se preocupaba por Desiree como yo me preocupaba por Chitra, y eso hizo que me gustara más, que sintiera que lo comprendía mejor. Por muchas cosas disparatadas que hubiera hecho, por muy impronunciables que fueran los principios por los que se regía su vida, en ese momento me pareció alguien amable y familiar.

Había hecho cosas terribles, cosas que yo jamás aceptaría… y sin embargo, a pesar del abismo moral que había entre los dos, estábamos unidos por aquella emoción, el amor que sentíamos por una persona especial y valiente. Y en eso no éramos tan distintos: el vendedor de libros y el asesino. Tal vez, argumentaría Melford, aquello nos unía del mismo modo en que yo había estado unido a los cerdos de la nave, que habían sufrido tormento, confinamiento y pánico, y luego habían conocido la libertad y la venganza.

– Fue por los perros y los gatos -dije para ayudarle a empezar-. Viniste para investigar la historia de las mascotas desaparecidas. Descubriste que Karen y Cabrón las secuestraban y las vendían a Oldham Health Services.

– Eso es. Muy bien. ¿Sabes? De pequeño yo tenía un gato, un gato enorme y atigrado que se llamaba Bruce. Era mi mejor amigo, quizá el mejor amigo que he tenido nunca. Cuando yo tenía dieciséis años, el gato estaba en el patio de un vecino y aquel tipo, un hombre grandullón, un borracho que había sido jugador de rugby en el instituto, lo golpeó hasta matarlo con el casco de rugby… solo por darse el gustazo. Yo no le gustaba, le parecía raro, y por eso mató a mi gato. Bruce era tan persona como el que más. Si existe el alma, sé que Bruce tenía una. Tenía deseos y preferencias, gente que le gustaba y gente que no, cosas que le gustaban y cosas que le aburrían. Sí, quizá no habría sabido cuadrar las cuentas de un libro de contabilidad, o comprender el funcionamiento de la luz eléctrica, pero era un ser con sentimientos.

– Es terrible -dije, sin saber muy bien qué decir.

– Quedé destrozado. Mis padres y mis amigos me decían «Solo era un gato», como si el hecho de que fuera un gato pudiera hacer que me doliera menos. Fui a la policía y lo único que conseguí fue un «Oh, es terrible, pero es tu palabra contra la suya; sus padres dirán que el gato le atacó y trató de arrancarle los ojos». Algo así. Yo insistí, pero la gente empezó a ponerse nerviosa. Los padres del chico que mató a mi gato se quejaron a mis padres por mi insistencia, y mis padres no me defendieron. No, lo que hicieron fue regañarme y finalmente se ofrecieron a comprarme otro gato, como si fuera una máquina de escribir… tanto vale una como otra. Y hasta puede que una nueva funcione mejor.

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