– Y el hecho de que decidamos quién vive y quién muere, ¿no nos hace tan moralmente culpables como la gente que ha traído aquí a estos animales?
– No. Ellos los han metido aquí, no nosotros. Haremos lo que podamos… que en este momento es reunir pruebas.
– Solo uno -dije yo-. ¿Podemos llevarnos uno?
– ¿Y cómo piensas elegir? -preguntó él.
Señalé con el dedo. Era un caniche negro. No era Rita, el caniche de Vivian, pero era un caniche negro y sabía que Vivian cuidaría de él. Sabía que lo vería como una especie de compensación divina. Quizá fuera una idiotez, pero eso es lo que pensé. Aquel perro podía tener una casa y alguien que lo quisiera. No se trataba de algo abstracto y teórico.
– Nos llevamos a este perro -dije-. Si no estás de acuerdo, podéis iros sin mí.
Melford renegó pero no dijo más. Sin embargo, Desiree me miró e hizo un gesto de asentimiento.
– Si Lem conoce a alguien que puede cuidar del perro, no podemos dejarlo aquí para que lo atiborren de insecticida.
– Es un caniche -dijo Melford-. Ladrará.
– No me lo puedo creer. -Cada vez me sentía más agitado-. Melford Kean, que no tiene sangre en las venas, tiene miedo de hacer lo correcto.
– Se trata de una cuestión práctica. No me interesa ganar una batalla que puede hacerme perder la guerra.
– Solo es un perro -dijo Desiree en tono severo-. Conseguiremos que calle. Estoy con Lem. Nos lo llevaremos tanto si nos ayudas como si no.
Quizá Melford pensó que no podría disuadirla, pero me dio la impresión de que en realidad le gustó que Desiree se mostrara inflexible.
– Qué demonios -dijo-. Hagámoslo.
Fue hasta la jaula y la abrió con mucha cautela. Supuse que sabía lo bastante para pensar que un perro al que habían maltratado de aquella forma podía revolverse contra él. Pero el animal salió dócilmente y le lamió la mano. Me pareció una buena señal.
– Muy bien -dijo-. A ver si conseguimos salir de aquí.
Pero cuando nos dimos la vuelta, el guarda estaba en la puerta.
Melford no se dio cuenta, pero yo sí. Desiree se metió la mano en el bolsillo de atrás y sacó una navaja. No la abrió, pero la tenía en la mano. Tal vez pensaba que Melford profesaba la no violencia, pero era evidente que ella no había aceptado aún esa parte del manifiesto del Frente de Liberación Animal. Creo que estaban hechos el uno para el otro.
– ¿Puedo ayudarle? -le preguntó Melford. Había encontrado una correa y en esos momentos estaba sujetándola al collar de Rita. Casi ni se molestó en mirar al guarda.
– ¿Quién es usted? -preguntó el hombre. Tendría cuarenta y tantos años, y le sobraban los bastantes kilos como para dificultarle los desplazamientos. Nos miraba con ojos oscuros con grandes ojeras.
– Soy el doctor Rogers -dijo Melford-. Y ellos son mis alumnos, Trudy y André.
El guarda nos miró.
– ¿Qué están haciendo aquí?
– Estoy realizando un 504J -dijo Melford.
Por la mirada de desconcierto del guarda, deduje que Melford acababa de inventarse lo del 504J.
– ¿Y cómo es que no me habían avisado de que habría gente aquí?
– ¿De veras cree que puedo contestarle a eso?
– ¿Tiene su tarjeta de identificación?
– Se la enseñaré cuando salgamos -dijo Melford-. Entretanto, puede ver que estoy ocupado. ¿Es usted nuevo? Porque se supone que no deben molestar al personal cuando estamos manipulando animales.
El guarda se paró a pensar un momento.
– Llevo aquí todo el día. Y no les he visto entrar.
La reflexión debió de sorprender a Melford, porque hizo una pausa.
– Muy bien -dijo el guarda-. Voy a llamar al doctor Trainer, y si él no sabe nada de esto, avisaré a la policía. Y ahora deje ese perro en la jaula y vengan conmigo.
– No, espere -dijo Melford-. Primero quiero enseñarle una cosa. -Dicho esto, me pasó la correa del perro y fue a donde tenía su bolsa negra. Yo estaba petrificado. Desiree había sacado su navaja y ahora Melford sacaría su pistola y mataría a un guarda que se limitaba a hacer su trabajo. Aquella persona no era un nefasto agente del mal, como Cabrón y Karen. No era más que un pobre asalariado.
Me puse tenso, listo para saltar, pero cuando Melford sacó la mano de la bolsa lo que vi no fue una pistola, sino un fajo de billetes. Billetes de veinte dólares; no habría sabido decir cuántos había, pero podían ser fácilmente unos quinientos.
– No sé cuánto le pagan por vigilar esta casa de los horrores, pero debe saber que lo que hacen aquí está mal. Así que haremos un trato. Usted coge el dinero y nos deja escapar con el perro. Solo es uno. Nadie lo echará en falta. Nadie sabrá que hemos estado aquí. Si alguien pregunta, usted no sabe nada. Así de fácil.
El guarda miró el dinero y luego miró a su alrededor. Nada indicaba que hubieran entrado unos intrusos. No habíamos destrozado el lugar. Muchas de las jaulas estaban vacías, nadie se daría cuenta de que había una más. El hombre no sabía nada de las cintas de vídeo, así que parecía un buen trato. Cogió el dinero.
– Volveré a pasar dentro de media hora. Si siguen aquí, llamaré a la policía y negaré que me hayan dado nada.
– Me parece justo -dijo Melford. Y se volvió para sonreírle a Desiree, que ya se había guardado el cuchillo en el bolsillo.
Fuimos casi todo el camino de vuelta en silencio. Paramos en un 7-Eleven y compramos golosinas y agua para el perro. El animal comió y bebió la mar de feliz en el asiento de atrás, a mi lado. Casi no hizo ni ruido. No era más que un perro, pensé. Un perro rescatado del martirio de tener que tomar insecticida. Habíamos contribuido a un pequeño cambio en el mundo.
Le dije a Melford dónde vivía Vivian y paramos delante de su caravana. Melford ató el animal a la puerta, llamó al timbre y salimos corriendo. Estábamos ya calle abajo cuando la mujer abrió la puerta y oímos que gritaba de felicidad. Lo que no oímos fue la decepción de después. No era su perro. Su perro se había ido, quizá habría muerto. Pero era un perro, y pensé que le consolaría un poco.
Estábamos cansados por lo que habíamos hecho y lo que habíamos visto, pero yo estaba pensando en otra cosa. ¿Por qué me había dicho Melford que no sabía qué era Oldham Health Services si llevaba sabe Dios cuánto vigilándolo? ¿Qué tenía que ver aquel sitio con Cabrón?
Eran casi las once cuando Melford me dejó delante del Kwick Stop. Y hasta que no se fue, no recordé que había dicho que todo había acabado. ¿Significaba eso que no volvería a verle? ¿Se sentiría ofendido porque ni siquiera me había despedido? ¿Me importaba realmente haber herido los sentimientos del asesino?
No es que tuviera importancia. Tal vez fue por todo lo que había sucedido en aquella última jornada, pero el caso era que no creía que hubiera terminado con Melford y, desde luego, tampoco con el Jugador, Jim Doe y los demás. Cuando estuviera en mi casa, lejos de Jacksonville y los vendedores de enciclopedias, lo creería.
Fui hasta la cabina que había junto a la entrada del Kwick Stop. Era tarde para llamar, pero, sorprendentemente, Chris Denton contestó al primer tono.
– Sí -dijo-. Tengo a su hombre.
– ¿Y?
– No hay gran cosa. Es un hombre de negocios de Miami, comercia con ganado y tiene también un negocio de venta de enciclopedias. Y una casa de caridad. Eso es todo. Aparte de ese rollo de los negocios, no tiene historial delictivo, no ha sido arrestado y no ha aparecido en la prensa.
– ¿Eso es todo lo que ha encontrado?
– Y qué querías… ¿que te dijera que es un asesino en masa? No es más que otro gilipollas, como todo el mundo. Como tú.
– Esperaba algo más por mi dinero.
– Pues qué pena -dijo. Y colgó.
Me quedé allí plantado, junto al teléfono, totalmente decepcionado. No sé qué esperaba. Quizá alguna pieza que encajara, algo que me ayudara a verlo todo con perspectiva. Quizá buscaba algo que me ayudara a sentirme más seguro.