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Francis había palidecido de repente.

– Peter -dijo despacio-, se me ha ocurrido algo.

– ¿Qué?

– Si no tenía miedo de hablarme, significa que no le preocupaba que pudiera oír su voz en otro sitio. No le preocupaba que lo reconociera porque sabe que es imposible que lo oiga.

Peter asintió.

– Eso es interesante, Francis -aseguró-. Muy interesante.

Francis pensó que «interesante» no era lo que Peter quería realmente decir. «Encuentra el silencio», se ordenó. Notó que le temblaba un poco la mano y se percató de que la garganta se le había secado de repente. Sintió un sabor desagradable en la boca y trató de reunir saliva, pero no tenía. Miró a Lucy, que exhibía una expresión ceñuda; pensó que no era por ellos sino por cómo el mundo al que había llegado tan confiada le resultaba más esquivo de lo que había imaginado.

Cuando la fiscal se reunió con ellos, Peter le dijo a Negro Chico:

– Señor Moses, ¿qué está haciendo?

– Algo rutinario.

– ¿Qué quiere decir?

– Rutina burocrática. Anoto algunas cosas en el registro diario.

– ¿Qué se incluye en ese registro?

– Cualquier cambio que ordene el gran jefe o el señor del Mal. Cualquier cosa fuera de lo corriente, como una pelea, unas llaves perdidas o una muerte como la de Bailarín. Cualquier cambio en la rutina. Y también muchas estupideces, Peter: cuándo vas al lavabo por la noche, cuándo compruebas las puertas o cuándo supervisas los dormitorios, las llamadas telefónicas recibidas o cualquier cosa que alguien que trabaje aquí pueda considerar fuera de lo corriente. También se anota si observas que un paciente hace progresos por alguna que otra razón. Cuando llegas al puesto al principio de tu turno, tienes que comprobar las indicaciones para la noche. Y, antes de irte, tienes que anotar algo y firmar. Aunque sólo sea un par de palabras. Así cada día. Se supone que tus anotaciones tienen que poner al corriente al siguiente que llega y facilitarle las cosas.

– ¿Hay un registro como éste…?

– En todos los pisos -asintió Negro Chico-, en cada puesto de enfermería. Seguridad también tiene uno.

– De modo que si lo tuvieras, sabrías más o menos cuándo pasan las cosas. Me refiero a cosas rutinarias.

– El registro diario es importante -corroboró el otro-. Deja constancia de toda clase de cosas. Todo lo que pasa en el hospital tiene que estar registrado. Es como un libro de historia.

– ¿Quién guarda estos registros cuando están llenos?

Negro Chico se encogió de hombros.

– Se conservan en el sótano, en cajas -respondió.

– Si echara un vistazo a uno de estos registros me enteraría de muchas cosas, ¿verdad?

– Los pacientes no pueden verlos. No es que estén escondidos ni nada parecido. Pero son para el personal.

– Pero si viera uno… incluso uno que estuviera almacenado, sabría con exactitud cuándo pasan las cosas y en qué clase de orden, ¿no?

Negro Chico asintió con la cabeza.

– Podría, por ejemplo -prosiguió Peter-, saber con exactitud cuándo desplazarme por el hospital sin que me detectaran. Y la mejor hora para encontrar sola a Rubita en el puesto de enfermería en plena noche, y adormilada, porque solía hacer un doble turno un día a la semana, ¿verdad? Y también sabría que los de seguridad habían pasado hacía un buen rato a comprobar las puertas y tal vez charlar un poco, y que nadie más estaría cerca, excepto los pacientes sedados y dormidos, ¿verdad?

Negro Chico no necesitaba responder esta pregunta, ni los demás.

– Es así como lo sabe -aseguró Peter-. No con toda certeza, con precisión militar, pero sabe lo suficiente para planificar sus pasos con bastante seguridad y elegir los momentos oportunos.

A Francis le pareció posible. Sintió un frío interior porque pensó que se habían acercado un paso más al ángel, y que él ya había estado demasiado cerca de ese hombre y no estaba seguro de querer volver a estarlo.

Lucy sacudió la cabeza.

– No sabría decir exactamente qué, pero algo anda mal. No, no es eso. Es más bien que algo anda bien y mal a la vez -precisó.

– Ah, Lucy -dijo Peter con una sonrisa, imitando la forma en que a Gulptilil le gustaba empezar las frases con una pausa alargada y afectando el cantarín acento inglés del médico indio-. Ah, Lucy -repitió-, hablas con la lógica que corresponde al manicomio. Continúa, por favor.

– Este sitio me está afectando. Creo que alguien me sigue por la noche hasta la residencia. Oigo ruidos al otro lado de la puerta que cesan cuando me levanto. Noto que alguien ha curioseado mis cosas, aunque no me falta nada. No dejo de pensar que hacemos progresos y, aun así, no puedo indicar cuáles. Me temo que en cualquier momento empezaré a oír voces.

Miró a Francis un momento, pero éste no parecía escuchar, sino estar absorto. Echó un vistazo pasillo adelante y vio cómo Cleo pontificaba sobre alguna cuestión increíblemente importante agitando los brazos y bramando, aunque nada de lo que decía tenía demasiado sentido.

– O que me imaginaré que soy la reencarnación de alguna princesa egipcia -añadió Lucy meneando la cabeza.

– Eso podría provocar un importante conflicto -respondió Peter con una sonrisa.

– Tú sobrevivirás -dijo Lucy-. No estás loco como los demás. Estarás bien en cuanto salgas. Pero Pajarillo… ¿Qué le pasará?

– Es más difícil para Francis -contestó Peter-. Tiene que demostrar que no está loco. Pero ¿cómo logras eso aquí? Este sitio está destinado a volver más loca a la gente, no menos. Convierte todas las enfermedades en, no sé, contagiosas… -comentó con tono amargo-. Es como si llegaras aquí con un resfriado que se convierte en una faringitis o una bronquitis, y después en una neumonía, y finalmente en una insuficiencia respiratoria terminal, y dicen: «Bueno, hicimos todo lo que pudimos…»

– Tengo que salir de aquí -dijo Lucy-. Y tú también.

– Correcto. Pero la persona que tiene que salir de aquí más que nadie es Pajarillo porque, de otro modo, estará perdido para siempre. -Sonrió para ocultar su tristeza-. Es como si tú y yo hubiéramos elegido nuestros problemas. Los escogimos de una forma perversa, neurótica. Pero Francis se los encontró. No son culpa suya, no como en tu caso y el mío. Él es inocente, lo que es mucho más de lo que puede decirse de mí.

Lucy apoyó la mano en el antebrazo de Peter, como para corroborar la verdad de sus palabras. Peter permaneció inmóvil un instante, como un perro de caza que acecha a su presa, con el brazo casi abrasado por la sensación del contacto. Luego retrocedió un paso, como si no pudiera soportarlo. Sonrió y suspiró, aunque volvió la cara, incapaz de obligarse a ver lo que podía ver.

– Tenemos que encontrar al ángel -dijo-. Y tenemos que hacerlo enseguida.

– Estoy de acuerdo -corroboró Lucy y lo miró con curiosidad, porque vio que no se trataba de una simple manera de darle ánimos.

– ¿Qué pasa?

Antes de que Peter pudiera contestar, Francis, que había estado reflexionando en silencio sin prestar atención a los demás, alzó los ojos y se acercó a los dos.

– He tenido una idea -anunció-. No sé, pero…

– Pajarillo, tengo que decirte algo… -repuso Peter, pero se interrumpió-. ¿Qué idea?

– ¿Qué tienes que decirme?

– Eso puede esperar -dijo Peter-. ¿Y tu idea?

– Estaba muy asustado -explicó Francis-. Tú no estabas allí y estaba muy oscuro, y tenía el cuchillo en la mejilla. El miedo te desordena tanto las ideas que no te deja ver nada más. Estoy seguro de que Lucy lo sabe, pero yo no lo sabía y eso acaba de darme una idea…

– Francis, procura ser más coherente -pidió Peter como haría con un alumno de primaria: con cariño, pero interesado.

– Un miedo así te lleva a pensar sólo en una cosa: en lo asustado que estás, en qué pasará, en si volverá y en las cosas terribles que el ángel ha hecho y que podría hacer. Sabía que podía matarme y yo sólo quería huir a esconderme en algún sitio seguro.

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